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Este blog personal es solo eso: personal. No pretendo nada más que escribir sobre libros, autores y mis pensamientos literarios y poéticos y también sobre mis canciones favoritas. También en las páginas de Mi Arte y Recuerdos explico, con fotos, algo más de mí. En la página de Visitas España al blog pongo las banderas de las provincias españolas que me han visitado y una breve historia sobre la capital de cada provincia. De igual forma hago en la página Visitas países al blog, con la bandera del país y una breve historia sobre el mismo. Yo disfruto al máximo al escribir este blog y espero y deseo que los que entren y lo lean hagan lo mismo.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (XII)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:


Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial". El acertijo, según doña Enriqueta, habla de una tal Susi, y como la señora del Mirlo se llama Susana, ese es el motivo de ir a verla. Pero sus esperanzas son vanas, y sale de la casa lo más rápido posible ya que de lo contrario su vida corre peligro. Mientras va por las calles del pueblo en dirección a la casa de don Perico, el cabrero del pueblo, se encuentra con el alcalde, don Pascual, y su mujer, la Pascualina, la cual, tropieza y cae de bruces. Una vez que entre doña Enriqueta y el alcalde consiguen poner en pie a la Pascualina, éste, en agradecimiento, la invita a cenar a su casa. Doña Enriqueta acepta la invitación y de regreso a su casa visita al cabrero del pueblo. Lo que ve allí jamás lo olvidará y al final de su visita un chivo propina tal patada al cabrero que lo deja tendido en el suelo sin sentido. Doña Enriqueta sale del lugar huyendo despavorida. Mientras don Pascual y su mujer, la Pascualina, hablan de los preparativos para la cena. Doña Enriqueta se retira a su casa a dormir la siesta y tiene una terrible pesadilla. Después de la siesta sale en busca de Rodrigo Zapata, "El Consultado", "El silencioso", un ermitaño muy conocido del pueblo. En él espera encontrar la solución del acertijo. Por el camino se encuentra un trovador de cantigas el cual es bastante irrespetuoso con ella. LLega a la ermita y no encuentra al "Consultado". Éste está en una cueva y después de intentar hablar con él durante mucho tiempo se da cuenta que es ¡una calavera!. Después de tan fuerte impresión doña Enriqueta visita a su tía para invitarla a cenar en casa del señor alcalde, la cual, aunque muy reacia, acepta dicha invitación.




Entrega nº 12





-6-
La cena

         Los primeros en llegar fueron el cura y su hermana. Siempre llegaban los primeros cuando los invitaban a comer. Y se las apañaban para hacerlo casi a diario. En el pueblo se les tenía mucha estima.
         Él se llamaba Alfonsino, ella Milagros. Eran mellizos aunque la gente decía que de diferente padre. Lo cierto es que su carácter era el mismo pero el físico no. No se parecían en nada. Ella tenía más vello facial y menos pelo en la cabeza que él por lo que siempre usaba peluca. En la altura también eran diferentes; ella era más alta. Bueno en realidad no, pero al tener el cuello muy largo así parecía.
         Don Alfonsino era resabiado. Era devoto de la Virgen Ardorosa al igual que su hermana. Durante las Semanas Santas eran los más penitentes y siempre él hacía de Jesucristo en la representación teatral que se tenía por costumbre, instaurada por él al año siguiente de llegar en asno, de hacer en la plaza del pueblo.
Él se metió a un seminario por convicción propia. La llamada de Dios fue muy fuerte y no pudo resistirse a entregarle su vida. Su hermana, sin embargo, se casó y tuvo ocho hijos, y según las malas lenguas, tuvo también una oruga aunque nunca se les vio juntos. Era viuda, al igual que doña Enriqueta, pero no quiso casarse nunca más. Decidió, al igual que su hermano, entregar su vida a Dios, pero de otra forma. Vivía en la iglesia junto a don Alfonsino y le ayudaba absolutamente en todo.
         Les recibió don Pascual muy cortésmente. No así su mujer, la Pascualina, que les miró con ojos de águila que está alerta en saltar sobre su presa. Aunque no dijo ningún comentario despectivo.
         -Buenas noches don Alfonsino, doña Milagros –dijo el alcalde inclinando la cabeza hacia la señora -¿Qué tal noche?
         -Esposo mío, los acabamos de ver en la iglesia durante el funeral y estaban como están ahora; igual de sonrientes. ¿Es qué no te acuerdas o qué?
         -La paz esté en sus almas y en su morada –contestó don Alfonsino mientras se acomodaba dentro de la casa.
         -Estamos bien, señor alcalde. Ahora ha refrescado; se lo decía a mi hermano viniendo para aquí. ¿A qué sí Alfonsino?
         Éste asintió esbozando una leve sonrisa para complacerla.
         En ese instante llegaron la tía Candelaria y doña Enriqueta. Y justo detrás lo hizo la Trinitaria.
         -Buenas noches, bellas damas. Pasen ustedes a su humilde morada –dijo don Pascual muy amablemente. Mirando a doña Enriqueta exclamó –¡A sus pies, señora mía!
         -Buenas noches, señor alcalde. Gracias, es muy cortés por su parte. ¿Qué tal su señora?
         -Santificarum ets Trinitarium –dijo la Trinitaria muy espigada con un gran crucifijo de madera que llevaba colgando en su pecho.
         - Vaporata acta sinna higorium –contestó la tía Candelaria sonriendo con malicia.
         Los presentes miraron extrañados a las dos viejas y después de mirarse entre sí miraron todos a doña Enriqueta.
         -¿Se puede saber en qué hablan éstas dos águilas calvas? –preguntó la Pascualina.
         -Como ve, mi señora está en plenas facultades como siempre –quiso quitar tensión don Pascual por la pregunta tan ofensiva de su esposa contestando a doña Enriqueta.
         -Entre ellas siempre hablan en latín. Lo malo es que se creen que lo hablan perfecto pero en realidad no tienen ni idea. ¿Usted ha entendido lo que han dicho, don Alfonsino? Casi seguro que no.
         Don Alfonsino se acercó a las señoras y exclamó mirando a doña Enriqueta:
         -La superiora ha dicho que la santifiquemos y su tía le ha contestado que se le evapore el higo en el acto.
         La Trinitaria y la tía Candelaria rieron a carcajadas. Pero a doña Milagros, la hermana de don Alfonsino y a la Pascualina no les hizo la más mínima gracia. Don Pascual y doña Enriqueta, simplemente, ni escucharon.
         -Bien pasemos al salón principal. Allí estaremos más cómodos, queridos invitados e invitadas. Mi mujer nos servirá antes de la cena un ágape para matar el hambre. Por favor, pasen, sean tan amables.
         Se dirigieron al salón todos en silencio observando todos los detalles de la casa. Examinándolos con todo detenimiento sobre todo la Trinitaria y la tía Candelaria. Se miraban entre ellas y sonreían. Salvo don Alfonsino y su hermana el resto era la primera vez que estaba en casa del alcalde.
         -Imposibilate vitae in chingata –dijo con ironía la Trinitaria inclinando la cabeza y subiendo el hombro derecho.
         -¡In pace Cristum penis follingata! –contestó la tía Candelaria haciendo el signo de la cruz en el aire con el dedo índice.
         -¿Penis follingata? ¡Risorium labialis! ¡Cirius pelutaes non calmarum fogata! Candelaria figae reseca resecae.
         -Oleratum mohosa figae pastialis. Extremis folgatum olorosa pollata. Trinitarium deseum lujuria lujuriae.
         Las dos ancianas se miraban a los ojos intensamente pero sin dejar de sonreír falsamente.
         -¡Por favor señoras, basta ya! –exclamó doña Milagros –¡Dejen ya de  hablar estupideces o soy capaz de crujirlas! No ofendan al latín hablando entre ustedes de esa forma.
         La tía de doña Enriqueta y la abadesa miraron a la vez a doña Milagros. Lo hicieron con un cierto odio y las dos fueron a contestarle cuando habló don Pascual:
         -Señoras por favor, acomódense. Ahora mi esposa les traerá algo de comer antes de la cena. Ella cocina muy bien.
         -Eso seguro que es cierto. Solo hay que verla –dijo la tía Candelaria –Elefantus aparienzzia tromporum.
         Doña Enriqueta se puso colorada de vergüenza. Si su tía empezaba así podía acabar la noche muy mal. Esperaba que fuera más comedida.
         -Por cierto, doña Enriqueta –le dijo don Pascual mirándola sonriendo al mismo tiempo y tratando de restar tensión –Nos hemos enterado en la iglesia que tiene la intención de montar un puesto de pescados y mariscos. Me alegro de que sea así porque se necesita en el pueblo.
         La cara de asombro de doña Enriqueta lo decía todo. Por un momento se quedó estupefacta sin poder articular ninguna palabra. Después le entró una flojera en la pierna izquierda que casi le hace perder el equilibrio. A continuación le entró un tic nervioso en el labio superior con reminiscencias en el inferior. Los de la cara también temblaron ligeramente e incluso se le adormecieron.
         ¿Cómo había dicho don Pascual? ¿Qué se alegraba porque iba a montar un negocio de mariscos? No entendía nada. Ella no iba a montar absolutamente nada, en todo caso, sería un puesto de verduras. Los nabos, pimientos y zanahorias le encantaban. ¿Pero quién le habría dicho lo del puesto?
         Las demás personas presentes, incluido doña Pascualina que llegaba en ese instante con unos platos de comida, la miraron con cierta sorpresa e incredulidad.
         -Usted perdone, señor alcalde, es que no puedo salir de mi asombro. ¿Quién dice que le ha dicho que tengo intención de abrir un puesto de mariscos?
         -No lo ha dicho –dijo la Pascualina frunciendo el ceño.
         -Sobrina loca… ¿es cierto lo que dice don Pascual? ¡No me habías dicho nada, puñetera! –exclamó la tía Candelaria muy sorprendida por la noticia.
         Todas las miradas eran de estupefacción. Y todos esperaban una respuesta. El silencio era tal que se escuchaba la respiración de todos. Iban a compás e incluso a ritmo musical.
         -Señora, a lo mejor he metido la pata –se disculpó don Pascual –La señora del Mirlo y su marido, el herrero, son los que han dicho lo de su futuro negocio. Y se lo iban comentado a todo el mundo.
         -¿Venderá mejillones, señora Enriqueta? –preguntó don Alfonsino muy interesado.
         -Los pescados son muy delicados. Se pudren enseguida. Hay que tenerlos frescos y éste pueblo está muy alejado del mar. Es un mal negocio –expuso doña Milagros.
         -Ella seguro que tendrá todo eso en cuenta, querida hermana. Doña Enriqueta es muy responsable –dijo el cura llevándose la mano al crucifijo.
         ¡La señora del Mirlo y su marido! ¡Menudos bocazas! Se ve que habían ido yendo por el pueblo diciendo que abriría un puesto de pescados. ¡Qué gente, Dios mío! ¡Si solo les había preguntado si la señora del Mirlo tenía marisco y tubos, nada más!
         -Mire, don Pascual –contestó finalmente doña Enriqueta –No tengo intención de comerciar con mariscos o pescados. Es todo una falacia. Ni tengo dinero para eso ni ganas de oler a pescado podrido. Para olores podridos los que he tenido que oler hoy. Esa noticia, simplemente, es falsa.
         -¿A cuánto vas a vender el cuarto de sardinas, sobrina pescatera? Solo una vez en mi vida he comido pescado y me entró una descomposición que desde entonces no me he recuperado.
         -¡Tía, por favor! ¡No le eche la culpa a las sardinas de su mal cuerpo! ¡He  dicho que no voy a vender nada! –gritó la viuda enfadándose –Y por favor, me gustaría que olvidaran ya éste tema. Creo que debemos disfrutar de la excelente cena que la señora del alcalde se ha molestado en preparar.
         -¿Excelente cena? –preguntó extrañada la Pascualina –Es una cena normal para gente  normal. Y por supuesto que me ha molestado prepararla pero era deseo de mi esposo.
         Si en ese instante hubiesen estado a solas seguramente don Pascual le hubiese soltado a su mujer una paliza; como esas que se dan a los burros tercos. O mejor aún, la hubiese hecho que se lavara, que eso lo odiaba. ¿Se podía ser más mequetrefe? Le daban ganas de dejarla sin comer durante, al menos, una hora entera. Aunque eso sería un castigo demasiado cruel, pero se lo merecía.
         -Mi bella esposa, lo has hecho con todo el amor del mundo.  No sé por qué has dicho eso. Bien señores y señoras, cambiemos de tema y disfrutemos de los manjares exquisitos que ha preparado mi señora.
         Las señoras ancianas se miraban incrédulas. Las dos sonrían maliciosamente. Sabían que algo iba a ocurrir, porque se mascaba la tragedia, pero no exactamente el qué. Estaban disfrutando muchísimo. En las caras se les notaba.
         -Marido mío ¿ya les has contado lo qué ha sucedido? –preguntó la Pascualina mientras se sentaba en una silla reforzada.
         -¿El qué ha sucedido, mi limonero? No sé de qué me hablas –dijo el acalde sin siquiera mirarla.
         -Me pones enferma. No te enteras de nada nunca. Debes tener argamasa dentro de las orejas. Don Alfonsino, dígaselo usted, que sabe de todos los cotilleos del pueblo.
         La cara de don Alfonsino cambió. Hasta entonces estaba sonriendo todo el tiempo mirando a todos los presentes. Se puso más serio que un faraón egipcio. Por un momento parecía que no respiraba. Y es que no respiraba.
         -Chafarderos los hay en todas partes –contestó doña Milagros por su hermanao –Mi hermano es un envidado del Señor y tiene que expandir su palabra. Y… hermano, por favor, respira, anda.
         -Su hermano lo único que expande es una gran peste a sotana vieja. Me voy a preparar el zarangollo a ver si así me expando yo también.
         Doña Enriqueta miraba boquiabierta a don Pascual. Don Pascual a la Trinitaria. La Trinitaria a don Alfonsino. Don Alfonsino a la tía Candelaria. La tía Candelaria a doña Milagros y doña Milagros a doña Enriqueta. Y así lo hicieron una vez más.
         Mientras marchaba a la cocina a preparar el zarangollo la Pascualina exclamó:
         -¡La noticia es la muerte del cabrero! ¿Recuerdas ahora, marido desmemoriado?
         -¡Tienes razón, esposa mía! –recordó el alcalde –¡Se han encontrado a don Perico más tieso que una mojama y al ermitaño, “El Venerado”, hecho un esqueleto! Una señora del pueblo ha dado aviso a la guardia esta tarde.
         Don Alfonsino confirmó la noticia. Cogió el crucifijo y lo besó varias veces. Igual hizo la Trinitaria y doña Milagros, que portaba también un gran crucifijo.
         -En paz descanse don Pedro Hermosa Carreño –dijo el cura mirando al cielo y luego bostezando.
         -¿Ah, Hermosa era su apellido? –pensó asustada doña Enriqueta –Hay cosas que no se pueden explicar. Mejor no decir que le fui a ver esta mañana. Podrían pensar lo que no es. Menos mal que nadie lo sabe.
         ¿Nadie? ¡Ahora se acababa de acordar de la señora esa que todo lo quería saber; de la cotilla! ¡La que también se había encontrado en la cueva! Sin poder evitarlo le entró un calor que tuvo que coger su abanico y darle sin parar. Seguramente habría sido ella la que había dado el aviso a las autoridades sobre lo del ermitaño de la cueva. Y capaz que habría sido capaz, también, de ir contando que había visto a doña Enriqueta en casa del cabrero. ¡Eso sí que le podía traer problemas serios!
         -¿Naturalis morten o crimen silencitatis? Cagonis posten suspensium cabritum oleratis –Aseveró la Trinitaria guiñando los tres ojos muy seriamente.
         -¡Quo pestilazum! –exclamó exaltada la tía Candelaria arrugando la  nariz.
         -Los muertos siempre mal huelen –dijo don Alfonsino que era el único que entendía lo que decían las dos viejas.
         -¡Non cabritarum, non! ¡Ets gordata mamuta! –señaló la tía Candelaria tapándose la nariz.
         Todos miraron en dirección de donde señalaba la tía de doña Enriqueta. Era la Pascualina, que venía hacia ellos sonriendo como una  hiena que necesita aparearse. Doña Milagros se puso amarilla por la impresión de la noticia y por la visión de la alcaldesa.
         -A don Perico se lo estaban comiendo sus propias cabras cuando lo encontraron. Bueno, una de ellas no, incluso parecía que sentía la muerte del cabrero. Y de don Rodrigo Zapata solo han encontrado sus huesos. Mañana se oficiará un funeral por sus almas y después se les dará cristiana sepultura. ¿Es así don Alfonsino?
         -Así será, don Pascual, así será. El funeral será a las cuatro de la tarde. Y el entierro nada más acabar éste. De todas formas, mañana por la mañana, el pregonero recordará a todos lo acontecido.
La noche estaba siendo muy movida. Con noticias sorprendentes, muy sorprendentes. Hechos así eran muy raros en el pueblo y sería la comidilla al día siguiente.
         -No se pierde mucho con la muerte del cabrero. Era feo a más no poder –dijo la mujer del alcalde mientras iba dejando platos de comida en una gran mesa que había en el comedor –Y en cuanto al que llamaban “El Silencioso” era un falso ermitaño. Lo que pasa es que era un tacaño y vivía de lo que le llevaba la gente. Y la gente de éste pueblo no suelta prenda. Seguro que lleva muerto muchos años. Yo con sus huesos haría un buen caldo.
         Nadie respondió. ¿Para qué? Estaba sirviendo la cena y más les valía no hacerle enfadar. Todo el mundo sabía las malas pulgas que tenía la Pascualina. Se decía, incluso, que su mala uva era por el exceso de amor que le daba su marido y que ella se aprovechaba de esta circunstancia. Que lo que verdaderamente necesitaba era una buena paliza con una buena vara.
         -Bien, sentémonos a la mesa –invitó don Pascual –La comida está servida.
         -No está servida pero que se sienten igualmente –masculló la Pascualina –Pueden ir sirviéndose lo que hay puesto. Solo falta el plato principal y ahora lo traigo.
         -Eres un primor, mi bella esposa ¿Qué haría yo sin ti?
         La Trinitaria y la tía Candelaria se miraron. Subieron las cejas y soltaron una gran carcajada. Doña Enriqueta bajó la cabeza avergonzada mientras el alcalde se ponía rojo como un tomate. Doña Milagros y don Alfonsino hacía ya un rato que estaban comiendo.
         La Pascualina apareció con una gran bandeja de plata con una tapadera también de plata. La dejó en mitad de la mesa y se sentó al lado de su marido que la presidía.
         Don Pascual sonreía muy satisfecho. Seguro que su esposa había preparado algo excelente. No le había querido decir el qué porque iba a ser una sorpresa. En cuánto levantara la tapa los comensales quedarían con la boca abierta.
         El alcalde sirvió un excelente vino que tenía reservado para las grandes ocasiones y les dijo a los presentes que levantaran sus copas para brindar.
         -Padre, ¿quiere hacernos el honor? –invitó don Pascual al cura.
         Éste estaba con la boca llena del zarangollo y unos tordos que había servido antes la mujer del alcalde.
         -¡Ah, sí, sí! –exclamó don Alfonsino mientras se ponía en pie –Señor, damos gracias por estos alimentos. Amén.
         Se volvió a sentar y siguió comiendo. Su hermana ni siquiera se levantó. El resto de comensales se miraron sorprendidos y bebieron un poco de vino.
         -Bien, pues ha llegado el momento de que saboreemos éste manjar exquisito que con tanto amor nos ha preparado mi espléndida esposa. Espero que disfruten.
         Don Pascual levantó la tapa con una gran sonrisa. Y siguió con ella al ver lo que había preparado su mujer. Pero por la paralización muscular que le entró. ¿Qué era aquello?
         -¡Coñorum, pestilencia horríbilis! –gritó muy agrietada la tía Candelaria.
         Doña Enriqueta se quedó bloqueada. Don Alfonsino y doña Milagros, posiblemente, por sus facciones, se les había reventado la bilis. La Trinitaria estaba horrorizada y sintió un pinchazo en una paleta y una corva. Mientras, el alcalde, perdió el conocimiento y cayó al suelo.
         La Pascualina se reía a bocanadas impresionantes. Echó la cabeza para atrás con gran fuerza y casi se cae de la silla lo  que hizo que se le cortara la risa de golpe.
         -Aquí tienen su cena, alimañas peludas –dijo con voz diabólica y volvió a reírse con gran fuerza.
         Lo que había en la bandeja de plata era… ¡una gran cabeza de cerdo agusanada con varios ratones vivos que olisqueaban como enloquecidos! ¡El hedor desprendido era impresionante y los de la bandeja también!
         -No se quejen, buitres hambrientos. Esto es lo que se merecen.
         -¡Diabolicum espantae putanata! ¡Liberto similarum anus desencadennata! –chilló la Trinitaria con las órbitas de los ojos fuera de sus cuencas como si fuera un exorcismo. Cogió el crucifijo y lo besó como si fuera el último momento de su vida ya que aquello era La Gran Peste.
         Uno de los ratones se salió de la bandeja y empezó a moverse por la mesa. Se dirigió hacia la Trinitaria y desde el borde saltó encima de ella. El gritó que dio la monja fue tan estruendoso y desgarrador que la propia Pascualina se asustó de verdad. Todas las demás mujeres empezaron a chillar también como enloquecidas, incluido don Alfonsino. Don Pascual como estaba sin sentido no se enteraba.
         Todos se levantaron de la mesa, a excepción de la Pascualina, y empezaron a correr por el comedor. Se había desencadenado el pánico general. Pasaron por encima del alcalde en tropel. Tropezaban y se empujaban entre todos.
         -¡Quítenmelo, por caridad, quítenmelo! –gritó la Trinitaria con los ojos cerrados e intentando quitarse un ratón del vestido golpeándolo con las manos.
         Los demás ratones también se bajaron de la mesa y empezaron a correr por todo el suelo. Pero lo hacían más asustados por los gritos y las carreras que por otra cosa. Eran los roedores los que verdaderamente querían huir de aquel lugar infernal.
         -¡Huita in extrmis necessitorum! ¡Putrefactus búfalus follonae et muris guerrea nostrum! ¡Me voy a cagar en la gorda gordae y en todo el santo santorum! –gritó la tía Candelaria enloquecida -¡Esta muerte no es merecida!
         -¡Ego te absolvo! –dijo el cura espantado haciendo la cruz a todos los concurrentes –¡Pax vobiscum peccatum tacituritatis! –continuó arrugando el morro y con los ojos bien abiertos y mirada espantada.
         Quedaron todos atrapados en la puerta de entrada porque no acertaban a abrirla. Don Pascual seguía en el suelo con los ojos girados como un potranco y aunque había recobrado el conocimiento continuaba muy aturdido.
         No entendía que estaba sucediendo. No se lo explicaba. Definitivamente quemaría a su mujer y esparciría sus cenizas por el monte.
         Doña Enriqueta notó un extraño bulto justo detrás suya. Que ella recordara nadie había ido con ningún bastón. Había mucho barullo y todo el mundo estaba nervioso y desesperado por salir de aquella horrenda casa. Se giró y vio pegado a ella a don Alfonsino que a su vez le empujaba su hermana que a su vez le empujaba la tía Candelaria y que a su vez le empujaba la Trinitaria.
         -¡Me cago en todos los muertos de cinco añadas! –gritó doña Enriqueta –¡En todas las gordas de culo usado recientemente! ¡En los reyes católicos y Felipe II, el Prudente! ¡Qué esto es peor que oler ciento tres boñigas asadas!
         -¡Defecatum ojetorum mortis extremaucione! –exclamó la Trinitaria mirando a todos –¡Quo hinchata duratis non folga pollone!
         -¡Hagan callar de una vez a éste par de cuervos! ¡No resisto más semejantes hablares latinescos y esta pestilencia! –suplicó don Pascual –¡Os lo ruego, por compasión, que se callen estos dos muermos! 
         -Calmatis irum satanis cornuta corneja cornejata esposatorum sudaria –le contestó al alcalde la tía de doña Enriqueta –Pennis enannus velatorim mortuaria et Mayoris: ¡terminata vita gorda “joputa”!
         La Trinitaria soltó una gran carcajada, a pesar del pánico que estaba sintiendo por los ratones, al escuchar a la tía Candelaria decir aquella frase. Le había dicho al alcalde que calmara su ira y que era mejor acabar con su esposa sudorosa  porque si no se le iba a quedar enano el asunto.
         Todo lo que estaba sucediendo era como una mala pesadilla. ¿Pero qué se podía esperar de una mujer como la Pascualina? No era feliz y lo pagaba con todo el mundo y si nadie le había soltado ya un estacazo era porque era la esposa del alcalde.
         -Hemos de calmarnos porque así estamos perdidos –sugirió doña Milagros –Volvamos a la mesa y tranquilicémonos. Don Pascual: quite de ahí esa cabeza que no sé a quién me recuerda y terminemos la velada como Dios manda.
         El alcalde se acababa de incorporar. No sabía ni a quien mirar ni qué decir. Sentía tanta vergüenza ajena y propia que aquella noche la recordaría el resto de su vida. Cuando se quedara a solas con su mujer le iba a decir lo impertinente y grosera que  había sido con sus invitados. Jamás había vivido un hecho de tal magnitud en sus casi cincuenta años de vida. Seguramente la mandaría fusilar en mitad de la plaza del pueblo para regocijo de la gente.
         Se escuchó un trueno lejano. La noche se estaba estropeando. Todos los malos espíritus se estaban confabulando en contra de la reunión. La cena maldita. Seguro que los dioses les habían castigado por blasfemos e irrespetuosos y ahora con la tormenta los fulminarían como se hizo con Sodoma y Gomorra.
         Volvieron a la mesa ante la imposibilidad de escapar por la puerta y rogaron al alcalde que les dejara ir.
         -Verá, señor alcalde. Su mujer nos ha hecho  una encerrona y se ha reído de nosotros. Espero una disculpa de usted y de su señora y que, en cierta manera, nos compense esta mala noche. El sufrimiento ha sido indescriptible. Nunca jamás volveremos a conciliar el sueño y a ser las mismas personas.
         -Tiene razón la señora Enriqueta –la apoyó don Alfonsino –no creo que nos merezcamos este trato. Hermana nos iremos raudos y veloces de esta pocilga. Y usted señor alcalde, espero que pase por la iglesia a purgar sus pecados. Su alma está en pecado mortal y tiene que  hacer penitencia.
         -¿El sufrimiento ha sido? –preguntó la Pascualina con sorna -¿Quién le ha dicho que haya acabado?
         Todos palidecieron. Parecía que la amenaza de un nuevo Advenimiento iba en serio. ¡Vaya mujer más desagradable! Era de una repugnancia total. ¿Por qué haría todo aquello?
         -¡Ya está bien, mujer! –le recriminó su marido -¡Ve con Bruno y quítale las pulgas que así a lo mejor te calmas! Señores –dijo abatido don Pascual dirigiéndose a los invitados –les pido disculpas en nombre de La Bestia. Nunca había pasado tan mal rato ni tanta vergüenza. El dolor me subyaga.
         -Silencio. Ahora iré a por el postre. Espero que les guste.
         -Yo nunca como postre; no me gustan –dijo doña Enriqueta muy sofocada.
         -Yo sí los como, pero en el almuerzo –expuso la tía Candelaria.
         -Yo estoy muy llena. No importa que me sirva a mí –dijo sonriendo la Trinitaria.
         -A mí sí me puede servir su rico postre. Debe estar apetitoso –dijo don Alfonsino mirando a su hermana.
         -A mí también. Que lo del cerdo me ha dejado el estómago como vacío –contestó doña Milagros.
         La mujer del alcalde se dirigió a la cocina. Se llevó la bandeja con la cabeza del cerdo y se la echó al perro.
         Se volvió a escuchar un trueno, aunque muy lejano. Pero casi al instante se escuchó, salido de la cocina, como unos golpes de sonidos graves y seguidos. A los pocos segundos apareció la Pascualina.
         -¡Alea jacta est! ¡Morituri te salutant! –sollozó el cura con un gran quejido –¡Deus caritas est perfidus pest! ¡Actio domni infecti della putant!.
         Todos se pusieron a gritar y a sollozar. Todos balbuceaban ante la visión que tenían enfrente. Querían, simplemente, dejar de existir.
         Y no era para menos. Porque ante ellos estaba la Pascualina con la bandeja que antes portaba la cabeza del cerdo pero que ahora había sustituido por sus… ¡pechos!
         ¡La mujer del alcalde se había vuelto completamente loca! Sonreía enfurecidamente y cuando llegó a mitad del comedor se detuvo y exclamó:
         -¿Alguien quiere queso de tetilla?
         Estaban atónitos con cara de brema. Primero cara extrema; después los vómitos.
         La tía Candelaria corrió despavorida por toda la casa y no paraba de dar vueltas. Juraba palabras sueltas en latín que nadie entendía. La Trinitaria quedó en posición de estatua griega tapándose la nariz y no respirando ya que el olor que desprendía la Pascualina mató a una cucaracha, un gorrión y a dos grajos que estaban trajinando.
         Don Pascual volvió a desmayarse debido a la impresión. Lo hizo dando convulsiones como si tuviera al diablo dentro. Todo aquello no tenía ningún sentido. Todo aquello era como una venganza de la Pascualina, pero nadie sabía los motivos ni ella los había dicho.
         -¡Infernalis malditum cenata mierdorum! ¡Oloris putrefactus mortis seguratis! –gritó la tía Candelaria –¡Zorrota gordis senus exageratum! ¡Animula, vagula, blandula ahogatis!
         -¡No quiero morir, por Cristo El Salido! –aulló doña Milagros con los ojos en blanco.
         Don Pascual volvió a recuperar el conocimiento. Su palidez era extrema y su aturdimiento y sufrimiento también. Al incorporarse preguntó:
         -¿Qué ha sucedido? ¿Ha pasado ya el vendaval? ¿Le has gustado la cena? ¿Qué les ha parecido? Yo siento como si mi cabeza pesara un quintal.
         El alcalde se sentó en una silla, apoyó la cabeza en la mano izquierda en posición enferma, el codo en la mesa y con la otra mano libre, golpeando un martillo contra una chapa de hierro que colocó  a su derecha. Acontinuación cantó un martinete:

         “¡Ay, ay, ay, “desgrasiao” de mí!
         “¡Corasón” sin “latíos!”
         ¡Ojos “apagaos”, “vasíos!”,
         ¡Me casé con la “mejó”; eso creí!”

         “¡Ay, lamentos, ay,” encadenao”!
         ¡Grilletes eternos!
         ¡Vivir en los infiernos!
         ¡Por “curpaa” de esta “pedaso” de “venao”!
        
         -Se nota que está perturbado, ido –dijo por lo bajo don Alfonsino poniéndose un dedo en la sien –Y no es de extrañar porque esto no se olvidará ni en cincuenta años ni en cien. ¡Qué barbaridad!
         -¿Qué que nos ha parecido la cena, dice el desgraciado? –preguntó muy ofendida doña Milagros –Todo esto es una gran fantochada. Jamás volveremos aquí, se lo juro.
         -Es una ofensa a Dios y a la Iglesia. Espero que ardan en el infierno –dijo don Alfonsino mirando de nuevo a la terrorífica visión de la Pascualina –¡Huye Satanás, abandona el cuerpo de la gorda! –gritó –¡Yo te exorcizo! ¡Yo te exorcizo!
         Las dos ancianas se santiguaban sin parar con cara de pavor. Don Alfonsino tenía la cara roja por la ira y apretaba los dientes. Tenía su crucifijo de madera en la mano y se lo mostraba a la mujer del alcalde mientras escupía en el suelo.
         -¡Cristus advenedizzum! ¡Lucifer venita avernus! –gritó horrorizada la tía Candelaria.
         -¡Basta ya, tía! ¡Deje ya de hacerse la culta que ni eso es latín ni necesitamos escucharla! –estalló doña Enriqueta muy alterada.
         -¡Cállese sacerdote cristiano, maldita sea…! –respondío la Pascualina a don Alfonsino dejando la bandeja de plata encima de la mesa y tapándose  con una sábana mugrienta –¡…que me he enterado que va por ahí trajinando traseros, en plan troyano, sin respetar el celibato!
         La Trinitaria, la tía Candelaria y doña Milagros se santiguaron. Doña Enriqueta y don Pascual se miraron y después comenzaron a hablar entre ellos para disimular como si no hubiesen oído nada. Pero don Alfonsino, que fue el aludido estalló en una gran ira todo ofendido.
         -¿Qué habla, hija de Satanás y Luzbelino? ¡Blasfema, seguidora de Lucifer y Leviatán! ¡Irás al infierno con Belcebú! ¡El Demonio es tu aliado! ¡Arrodíllate y deja que Dios ocupe tu alma perdida!
         -No me da miedo, cura del diablo. Montador de monaguillos y sacristanes que los bendice con el cirio en nombre de San Pablo y después hace el milagro de los peces y los panes.
         La ira de don Alfonsino era La Ira de Dios. Hasta su hermana, que también estaba iracunda, pensó que le iba a dar algo. Jamás le había visto la cara tan roja. Bueno, no, en más de una ocasión se la había visto así, sobre todo, después de oficiar misa y beberse todo el vino del cáliz, pero nunca así por la rabia.
         -¡Exijo ahora mismo disculpas, señor alcalde! –gritó la hermana del cura señalándole con el dedo índice varias veces.
         -A su hermano le gustan los boniatos más que la lechuga a un conejo –contestó la Pascualina sin inmutarse –Y usted no es nadie para exigir disculpas a mi marido porque le puedo soltar tal camotazo que la mando a su casa sin que se dé cuenta.
         -¡Confirmado! ¡Esta mujer, aparte de gorda, está poseída! ¡El diablo es ahora su dueño! ¡Hermano, exorcízala, por nuestro bien!
         -¡Que la exorcice su padre! –pudo decir por fin don Alfonsino –Hermana, hay que irse inmediatamente –dijo en tono más calmado –No aguanto más esta injuria. Y usted don Pascual, siento decirle que informaré de esta tropelía a toda la Curia Romana.
         -Nos han traído aquí para mofarse en nuestras narices. No se puede permitir esta ofensa a Dios y a nuestras personas. Espero que los demás invitados piensen lo mismo que nosotros –apoyó doña Milagros a su hermano.
         La Trinitaria se puso a cantar en gregoriano e incluso parecía que levitaba.  La tía Candelaria, de forma solidaria, se puso a cantar también. Doña Enriqueta, por el contrario, respiró profundamente y dejó su vida en manos de La Divina Providencia.
         -Me estoy acordando de mi mitad africano –pensó con melancolía doña Enriqueta –El pobre se murió muy extasiado. Se ve que yo le exigía demasiado. Al pobre se le reventó la panocha. ¡Pobrecito mío! Durante el tiempo que estuve casada con él yo estaba resplandeciente y alegre. Pero desde que se enfermó y se le empezó a poner tan pocha yo parecía una margarita seca. El irnos a Cuenca no fue la solución porque murió al año siguiente en una tarde ventosa con viento de poniente. Fue en el 29 a mitad de noviembre y me acordaré toda la vida porque era el día de mi cumpleaños.
        

         Alma de sirena
         Corazón de nube

         Infinitos deseos
         Amores dormidos

         Alegría y pena
         Se baja y se sube

         Guapos y feos
         Todos perdidos

         Sabiduría forzada
         Sobacos con golondrinos

         Apagados los trinos
         Esperanza engañada

         Doña Enriqueta pensó en voz alta estos últimos versos, que por otro lado, le salieron casi sin pensar. Todos quedaron en silencio canónigo. Solo doña Milagros se atrevió a romperlo:
         -¿Así se siente? ¿Cómo sobacos con golondrinos? Señora mía, está más grave de lo que se va diciendo por el pueblo. Tendría que confesarse con mi hermano. Seguro que así, su alma, se liberaría.
         -¡No hables más, hermana pecadora! ¡Vámonos he dicho, por Cristo Desnudo en la cruz! ¿Es que no estás viendo que esta gente es satánica? ¿Es que no  estás viendo que la mujer del alcalde y su marido están orates? Nos han ofendido tan gravemente que cuando el obispo sea notificado puede que se fustigue a sí mismo con látigos de púas.
         -Usted, el obispo y el Papa pueden irse a la sacristía y bendecirse. Mi alma ya está condenada en vida. Y en cuanto a mí respecta que el obispo se fustigue con látigos de púas me la trae al pairo porque los sufrimientos y la culpabilidad del alma solo los conoce quien los padece.
         La Pascualina estaba la mar de tranquila. Sentada en su mecedora gigante. No así su marido que seguía temblando y no sabía cómo disculparse. Miraba a todos los presentes con cara de angustia y excusándose con las manos abiertas. Dos lágrimas se le escaparon y hasta hizo un puchero. Él era el alcalde pero no tenía autoridad ninguna. Su desazón no tenía consuelo.
         Los dos hermanos se fueron muy ofendidos. El alcalde había conseguido abrir la puerta que antes había quedado bloqueada, seguramente por los nervios de los invitados. Éstos se fueron diciendo juramentos jamás dichos. Se pararon en la puerta y se giraron. Para ellos todos eran unos mal paridos que no tenían ni ética ni moral ni educación.
         -Siento todo lo sucedido, de veras que lo siento. Lo que ha hecho mi esposa no tiene explicación. No sé cómo recompensarles por todo este desaguisado. Si lo desean pueden venir mañana a cenar de nuevo. Yo me ocuparé personalmente de que mi mujer haga una buena comida. Una cómo ustedes se merecen.
         La cara de pavor de todos los presentes fue unánime. Todos subieron las cejas, abrieron los ojos al máximo y se echaron mano a la boca que tenían abierta. Y todos, a la vez, negaron con la cabeza.
         Las disculpas de don Pascual no eran suficientes. Se sentía como Jesús ante Poncio Pilatos o como un cristiano en el coliseo romano ante los leones. Le entró un dolor terrible en la barriga y sintió como si cuarenta patos le dieran trescientos picotazos.
         -Por favor, doña Enriqueta, doña Candelaria, sor Concepción, doña Milagros, don Alfonsino… No se marchen, por favor, no me dejen a solas con ella –suplicó el alcalde señalando con la cabeza repetidas veces a su mujer –Siento como esta noche se me han ido veinte años de mi vida de golpe. Os lo ruego, don Alfonsino, quédense.
         -Es demasiado tarde –dijo autoritariamente don Alfonsino –Mañana en el funeral por los dos desgraciados encontrados muertos hoy espero encontrarles a usted y a su señora confesando su arrepentimiento  y pidiendo perdón eterno. Por supuesto que los pondré en penitencia. De momento vayan rezando diez padrenuestros y cinco avemarías cada uno. Buenas noches. Señoras… ¡Vámonos hermana! ¡Ni un segundo más aquí!
         La resignación embargaba a don Pascual. Mientras tanto, su mujer, se había quedado dormida en la mecedora. Su fiel perro Bruno estaba acostado en el suelo a su lado.
         Las dos ancianas y doña Enriqueta aprovecharon este momento para marcharse. No querían, al igual que don Alfonsino y su hermana doña Milagros, permanecer en esa casa ni un segundo más. Ya no por los ratones, que misteriosamente habían desaparecido, si no porque el olor de la cabeza de cerdo podrida había impregnando todo el ambiente y no había forma de que desapareciera.
         -Señor alcalde; gracias por ésta inolvidable velada –se despidió doña Enriqueta –Inolvidable, irrepetible. Ha sido algo... ¿cómo le diría yo? Ha sido como tener ganar de estornudar y no hacerlo. Salude a su esposa cuando despierte y dele las gracias porque al menos tendremos de qué hablar por muchos años.
         -¡Crucifixione et mamuta pestilazum! –exclamó la Trinitaria hincando la mirada sobre la Pascualina.
         -¡Pechalis et figgus arrugatum! –dijo resignada la tía Candelaria la cual parecía muy fastidiada.
         -Tía; no eche la culpa a la Pascualina de su arrugamiento. Aunque puede ser que un poco sí que haya contribuido. Pero lo más seguro es que sea porque nació en la época faraónica.
         -Sobrina, ¿quieres ver cómo adivino tu futuro del hostión que te voy a soltar? Si me vuelves a faltar el respeto te paso una chumbera por dónde ya sabes. No consiento que una sobrina malcriada me conteste.
         -Bien dejemos el tema ya. Señor don Pascual. Quédese con Dios. Nosotras nos vamos.
         Las tres mujeres se marcharon con el alma vacía. El alma y el estómago. Y con una sensación de vergüenza y ridículo que nunca habían sentido. Ni siquiera doña Enriqueta cuando su tía, por unos carnavales, se emborrachó y persiguió como enloquecida a unos mozos del pueblo por todas las calles. Esa era la debilidad de la tía Candelaria: los mozos en edad de rondar. No perdía ocasión para insinuarse descaradamente al que pillara por en medio. Y todo porque en unas fiestas del pueblo, cuando ella tenía cincuenta años, un zagal, también borracho perdido, le dijo: bella dama.
         Estaba todo muy oscuro y no había absolutamente nadie por las calles. Las gentes se recogían muy pronto al igual que lo  hacían las gallinas. Suerte que quedaba muy poco para la Luna llena y algo se veía.
         -Venga, tía, acompañemos a la madre con sus trinitosas. Es peligroso caminar a estas horas por estas calles. Aunque no creo que nadie ose a decirle nada por anciana, por cristiana católica y por su mala leche.  Ella es muy temida. ¿No es así, sor Concepción?
         -¿Por qué la llamas sor Concepción cuándo tú siempre le dices la Trini? –preguntó muy curiosa la tía Candelaria a su sobrina.
         -No se preocupe por mí, viuda seca y lacónica. Prefiero ir sola al convento; así medito. El horror vivido ha sido tan fuerte que necesito encontrarme con el Señor rezando a solas. Rezaré tres avemarías y dos padrenuestros para salvar nuestras sufridoras. Y cuando llegue a mi celda me descalzaré y me haré cortes en las plantas de los pies. Eso hará que se purifique mi cuerpo y mi alma y que los pecados del mundo sean menos dolorosos.
         -Nocturna pesadillatum inolvidata. Requiescat in pace, Mater Superiorum –se despidió la tía Candelaria algo sobrecogida por lo que acababa de escuchar –Angelus guía vita in extasiorum.
         La Trinitaria soltó una risa tan diabólica que retumbó por todo el pueblo. Parecía de ultratumba e hizo que a doña Enriqueta y a su tía se le erizara todo el vello y que se les doblara, a las dos, los dedos de los pies.
         ¿Se tenía que reír de aquella forma? Esas risas no eran nada normales. Por un momento a doña Enriqueta le pareció que la Trinitaria tenía unos grandes colmillos, como los de un lobo.
         La tía Candelaria y su sobrina se despidieron de la Trinitaria. Ahora acompañaría a su tía a su casa. Era casi media noche y ella también necesitaba descansar de tan agotador día.
                  La casa de su tía no estaba lejos, apenas dos calles. Llegaron en pocos minutos. Había bajado mucho la temperatura pero las dos mujeres, con el sofocón llevado, iban bien calientes.
         -Sobrina –le comentó por lo bajo la tía Candelaria a su sobrina cogiéndola del brazo –Si me vuelves a meter en un lío te aseguro que tu monte en vez de ser de Venus será de Marte. La madre que te parió. He pasado el peor rato de mi vida. Casi me cago por las patas abajo. Estar en la calle respirando aire limpio es el mayor alivio que he sentido. Soy más feliz que Agripa cuando se benefició a Olivio.
         Doña Enriqueta pensaba igual que su tía. Había sido una noche espantosa, aunque todavía no había acabado. En ese asunto no le pensaba discutir.
         -¿Qué Olivio, tía? ¿El escritor sin brazos bizantino o Justo Máximo Olivio, el romano sin piernas gladiador?
         -No te enteras, sobrina preguntona. Me refiero a Olivio, nuestro vecino invertido del que ya habíamos hablado antes. Pero que da lo mismo. Solo quiero meterme en la cama. Y te lo aviso de nuevo: no me vuelvas a invitar a ninguna cena, que pareces un putón Isabelino. Aprovecha mañana en el entierro, que se suelen juntar muchos hombres en el cerro del cementerio.
         -¿Putón isabelino? En todo caso fernandino, tía pelleja. Su hija ya tendrá tiempo de reinar.
         -¡No te enteras, Enriqueta de Balaguer! El rey Felón la espichó hace ocho meses por lo menos. Ahora reina su hija. Lo que pasa es que cómo estás solo pendiente de tus intereses de hembra ansiosa no sabes nada.
         -¿Reina su hija Isabel? Pues como sea como su padre estamos apañados.
         -Isabel II es muy pequeña, tontuela, solo tiene cuatro años. Aunque dicen que su fealdad llega al mareo, como la de su progenitor. Se nota que su familia viene de francia. La que regenta es María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, otra borbona elefantina.
         -¿Y cómo una vieja octogenaria desdentada se ha enterado? –preguntó extrañada doña Enriqueta –No me lo diga, da lo mismo. Pero, por favor, hable con más respeto de la familia real. Son nuestros reyes y le debemos obediencia. Son de sangre azul.
         -¡Como si la tienen verde! ¡Son feos y repelentes y el del paletón solo sabía que buscar mujeres alegres y beneficiárselas en lugar de reinar!
         -Bueno tía, estoy muy cansada ya de escucharla. Solo sabe que reguñir y quejarse. Ya hemos llegado. Mañana nos vemos en la iglesia, en el funeral. Que descanse.
         La tía Candelaria abrió la puerta de su casa y entró muy rápida. Ni siquiera se despidió. Esto era muy común en ella. Esa costumbre la había adquirido de los gabachos.
         Antes de llegar a su casa se acordó de algo. En la cena quería haber  preguntado a don Alfonsino por la frase de la adivinadora. Ella había descubierto que la frase se la dijo al revés y que era latín. El cura, seguramente sabría su significado pero con todo lo que había sucedido en casa del alcalde y el espectáculo de la Pascualina se le había olvidado.
         No era demasiado tarde todavía. Don Alfonsino y su hermana se habían marchado poco antes que ella, la Trinitaria y su tía, por lo que todavía estaría despierto. Iría a la iglesia, que le pillaba casi de camino, y le preguntaría.



Próxima entrega: Capítulo tercero - La visita de doña Enriqueta a don Alfonsino- 


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