Tres días de placer
-Tercer
día-
No sé exactamente por
qué lo hice pero lo hice. Me levanté de la mesa, levanté la pierna derecha
inclinando el trasero y dejé escapar a presión el más sonoro cuesco que yo
mismo recordaba haberme tirado o
escuchado nunca. Me hizo daño y todo (era demasiada la acumulación para solo un par de segundos) pero valió la pena. Lo hice porque me dio la gana y porque ya estaba
harto de tanta formalidad familiar y de tanta apariencia pija. Mi rictus, según
recuerdo, no cambió en absoluto durante todo aquel “caluroso y extasiante”
momento que duró muy poco, como he dicho antes, para la satisfacción que sentí al ver las caras de
los comensales. ¡Qué placer, dios de mi vida! Cuando miré a los ojos a mi
suegra, lo hice como diciendo: “¡toma ya! ¿qué te ha parecido, eh?” Bueno, no
lo hice “como diciendo”, si no que se lo dije directamente y esperé una
respuesta. Fue a la primera persona que miré. Estaba a mi derecha; siempre se
sentaba a mi derecha y me daba golpecitos con los codos y para hablarme me daba
palmaditas en el brazo, cosa que odiaba y ella lo sabía. No dijo nada, y abrió
los ojos y la boca de tal forma que pensé por un momento que era una muñeca
hinchable. Al ser en el mismo instante de ella empezar aquel consomé, que
siempre se hacía por esa noche, no le dio tiempo de tragar la primera cucharada,
por lo que hizo como unas gárgaras y se le hicieron unas pompitas en la boca. Al
siguiente que miré fue a la novia de mi hijo que estaba a su derecha, la cual
miraba a mi sobrino mayor porque éste se derramó encima una copa de vino tinto
en su nueva camisa de marca.
-¿Alguna sugerencia al
respecto? –pregunté mirándola por encima del hombro de mi suegra que todavía
seguía haciendo pompas.
Mi hijo me miró entre
sorprendido y enfadado, no sabría decir bien. Sé que no respiraba y se le
abrieron las aletas de la nariz sorprendentemente. Y así se quedó. A él fue al
tercero que miré con el semblante de al principio, es decir, de venganza
sarcástica y esperada respuesta de muchos años ha.
-¿Te encuentras bien
Enrique? Te has puesto lívido de repente –le afirmé en un tono cantarín.
De momento nadie había dicho nada. Todos en silencio, sin
atreverse siquiera a mirarme a los ojos. Nunca se enfadaban, ni insultaban, ni
nada de esas cosas que se supone que una
persona normal debe hacer ante semejante afrenta. Y todo eso se debía a la
excelente educación que mis abuelos y padres nos habían dado a toda la familia.
Pero yo esa “excelente educación” me la pasaba por los mismísimos, ¡qué harto
estaba de tanta finura! Yo creo que por eso mismo me quedé como “flotando” en
el momento en que me levanté de la mesa y “atroné” la tan distinguida y
familiar velada navideña. Y lo hice son seguridad, con buena disposición y
fresco ingenio. Creo que por eso nadie replicó. Al lado de Enrique estaba el
flacucho y compungido Ricardito. Mi segundo
hijo que físicamente parecía diez años mayor que yo. Toda su vida había
estado bajo la mameluca protección de su madre, la cual todavía le seguía llamando
“bebito”. Cada vez que escuchaba llamarlo así le hubiese soltado tal jetazo al
niño que hubiese salido de su cuento de hadas permanente. Pero ya me había hecho a la idea y por “educación” no lo
hacía. Fue al cuarto que miré y estaba con la boca llena de queso y jamón
serrano que había como aperitivo y que él se encargaba de que no sobrara nada.
Así estaba. Pero era mi hijo y yo le quería sin condiciones. En realidad la
idea de acumular aquella cantidad de aire, de comprimirlo, y “escopetearlo” de
un solo disparo fue para ver la cara que ponía mi hijo Ricardito. Y ahora la
estaba viendo y tengo que decir que mereció la pena tan pensado asunto. Su
redondez facial natural añadida por su
glotonería fue acrecentada por la sorpresa. A mí jamás me había escuchado hacer
alarde de semejantes y sonoras virtudes porque ya me guardaba yo de hacerlo por respeto y por tan buenas
costumbres familiares. Miento como un bellaco, me guardaba de hacerlo porque me
hubiesen echado a la calle sin contemplación, pero ganas… Santa Bárbara sabe
las ganas que tenía porque le rezaba a
diario para que ella me diera fuerzas el día que lo hiciera. Y vaya que si me
las dio. Hasta diría que hubo exceso.
-¿Algo que añadir,
Ricardito? ¿Quieres un poco más de queso, hijo?
Después de esas dos
preguntas me giré a la izquierda y miré a mi suegro, que estaba sentado dos
puestos más allá y siempre hacía chasquidos con la boca cuando hablaba y
afirmaba algo. Esta vez se quedó con el gesto de chasquear pero no terminó de
hacerlo; se quedó con la boca torcida. Él era un hombre muy culto, tenía dos
carreras, y su aire de superioridad me irritaba hasta el punto de soñar con él
a menudo. Cuando se dirigía a nosotros no lo hacía como personas, lo hacía como
si fuéramos pollinos. Él todo lo sabía y de todo entendía y como le llevaras la
contraria se ponía nervioso y chasqueaba la boca más que nunca. Un día, delante de unos
amigos suyos, de muy alta alcurnia, se me ocurrió decirle entre sonrisas
cobardes, que Aristóteles dijo que el ignorante afirma; el sabio duda y
reflexiona. Desde entonces no me dirigía la palabra, solo algún sonido gutural
de reproche y mirada vengativa. Pero a mí el que no me hablara me la “soplaba”
aunque a mi señora no le hacía ninguna gracia. No le hacía ninguna gracia que a
mí me la “soplara” y muchas noches me decía en la alcoba que fuera a hablar con
él y le pidiera disculpas sinceras. ¡Disculpas sinceras! ¿Pero quien pensaba
que era yo? Era un sumiso interesado pero hasta ahí habíamos llegado.
-Señor Luis, le pido
mis más sinceras disculpas. Se le va a enfriar el consomé.
No sé porque dije
aquello. No había pensado disculparme nunca ante él pero esa noche me “salió”
solo. A la derecha de mi suegro, entre él y yo, estaba el novio de mi sobrina,
que era dos años menor que el sobrino del vino derramado, el cual seguía con
cara de rabia aunque completamente mudo, y eso era raro en él, porque hablaba
hasta por los codos, tonterías de niño caprichoso y pijo, pero que a mí,
particularmente, me hervía la sangre por dentro. Se llamaba Pedro y no era mal
chico, pero estaba sometido al imperante y fogoso deseo de mancebo el cual no
tengo claro que pudiera muy bien saciarlo, tal y como conocía la forma de ser
de mi sobrina. Decía que le daba un asco impresionante en la idea de tocar el
pie de un chico, aunque fuera su novio, porque cuando pensaba en las durezas y
grietas del talón le producía grima. Que jamás lo haría así le fuera la vida en ello. Pobre
Pedro; no sabía lo que le esperaba. Mucho tenía que quererla. Cuando le miré me
evitó la mirada y miró a su futura suegra, es decir, mi hermana, la cual estaba
sentada justo enfrente de él. Y a ella dirigí mi siguiente mirada.
-Impresionante ¿no es
cierto? ¿Es glamuroso? –le pregunté irónicamente.
Ella siempre decía que
había que tener mucho glamour para ir por la vida. ¡Toma glamour! En realidad
no era hermana de sangre, era hermanastra. Mis padres no hablaban mucho de ello
pero todos sabíamos que ella había sido
adoptada. Era cierto que era la más glamurosa, excelente en modales y palabras,
exquisita en formas y sublime en sus respuestas. Aunque esta vez no hubo
ninguna. Parpadeó y mucho; eso se le daba muy bien. Tenía unas pestañas
postizas que las mandó fabricar a ex
profeso. Un día se le olvidó o se le cayó una, no recuerdo bien, y nadie se
atrevió a decirle nada durante una cena igual a esta. Cada vez que te miraba
fijabas la mirada en la suya esperando a que pestañeara esperando a que se
cayera la otra, cosa que no ocurrió. Su marido, mi cuñado, se llamaba Pedro, al
igual que el novio de mi sobrina, y era lo más callado que yo había conocido.
Siempre sonreía y algunas veces soltaba unas carcajadas de tono agudo y
ridículo pero nunca decía una sola palabra. Le contaras lo que le contaras nunca
te respondía, solo sonreía. Al principio de conocerlo te asombraba mucho esta
cualidad suya de no hablar pero luego uno se acostumbraba. Era como una
presencia que tenías que llevarla a la espalda. Jamás se enfermaba y no se
perdía una comida familiar así lo mataran. Cuando le pregunté a mi hermana si
era glamuroso todo aquello enseguida le miré. Puso los labios como si fuera a
silbar y sonrió levemente. Esto lo hizo varias veces y luego arrugó el morro.
Miró de soslayo, muy acobardado, a mi hermanastra y luego lo hizo, de igual
manera, a su tercer hijo, el más pequeño de los tres que tenía. Al lado de éste
estaba sentado su novio. Sí, su novio, de edad similar a la mía. Mi mujer y toda su familia no lo soportaba. Eran demasiado clasistas y religiosos. Pero era nochebuena y había que disimular. A mí, la verdad, es que me daba exactamente igual la vida íntima de las personas. Los dos se
miraron y luego lo hicieron a mí. Les miré a los dos y con la mirada les
pregunté si estaban conformes con semejante propuesta que yo estaba haciendo.
Porque era toda una propuesta aunque no sé si lo habían entendido. Yo proponía
una respuesta de “clase baja” ante un hecho de la misma clase y vulgar pero no
por eso menos común entre los sibelinos adinerados de "clase alta"; aunque esto no lo
confesaran. De momento nadie había respondido ni siquiera con una exclamación
de sorpresa. Lo que yo decía: les faltaba a todos más sangre en las venas.
-¿Madre, que piensa en este momento? ¿Y usted, padre, qué piensa?
Fueron los siguientes que miré, en ese orden. Mi madre estaba situada a mi derecha, presidiendo la mesa. Siempre lo hacía, toda vestida, toda engalanada. Llevaba tantos collares que le hacía que la nuca se doblara ligeramente hacia adelante. Y el ruido que hacían, por favor. Yo odiaba ese tintineo. En frente de ella, presidiendo el otro lado de la mesa estaba mi padre. Tan distante de mi madre como en toda su vida. Hasta yo dudaba que fuera hijo natural de ellos. Dormían en habitaciones separadas porque según mi madre no soportaba sus ronquidos, y ella, dama fina y cutis estirado, no podía tener ojeras por falta de sueño. Eso envejecía, según ella. Mi padre era de los que te crujía con el cinturón a la más mínima. Todo el mundo le temía. Y como yo solo tenía una hermana, hermanastra, y por tal motivo no podían "soltarle", según les escuché muchas veces decir a mis padres, me las llevaba yo todas. Pero todo era cuestión de acostumbrarse. Hasta diría que me gustaba y todo.
-¿No respondéis? -les pregunté de nuevo con una sonrisa tan placentera que no creía que se pudiera sonreír con tal felicidad y tan extensa longitud labial.
Como no me contestaron miré, muy rápido, a mi sobrino Queco, el mediano. Vaya nombre para tan distinguida familia. Y eso que ya era mayorcito, creo que tenía los veintiún años o por ahí andaría. Era callado como su padre y lleva una vida más bien solitaria. Pocos amigos se le conocían. Estaba con la cabeza ladeada, casi siempre estaba así, mirando a su hermana mayor. Ella era la primogénita de mi hermanastra. Se llamaba Isabel y tenía ya por lo menos los treinta años. Era viuda, la pobre, y no quiso saber más de hombres. Su marido, el pobre Juan, murió de una indigestión. Algo que estaba en mal estado, según dijo el médico. Una almeja o un mejillón, algo así fue. Vestía un luto riguroso, por indicaciones sobre todo de mi padre, y no salía de casa. Era muy bella pero se había quedado medio calva por el disgusto y tenía que usar peluca y esto, para mi gusto, la afeaba. Ella me miró, fue la única, durante tres segundos cuando yo la miré, con odio. Yo era su tío pero no me consideraba como tal. Yo creo que estaba influenciada por su madre, pero como en todo este asunto, me la "soplaba".
Bien, ninguno de los quince comensales me dijo nada. Absolutamente nada. Nadie reaccionaba, nadie hizo un gesto feo, ni una mala palabra, ni un insulto. Yo en aquel "acto" resumí toda mi vida. Fue así de sencillo. Alcé mi copa de vino, brindé por la salud de todos y simplemente, me marché. Lo hice después de echar un vistazo a aquel salón tan sombrío y poco acogedor que presidía aquel cuadro de Fernando VII. Falso, por supuesto.
-¿Madre, que piensa en este momento? ¿Y usted, padre, qué piensa?
Fueron los siguientes que miré, en ese orden. Mi madre estaba situada a mi derecha, presidiendo la mesa. Siempre lo hacía, toda vestida, toda engalanada. Llevaba tantos collares que le hacía que la nuca se doblara ligeramente hacia adelante. Y el ruido que hacían, por favor. Yo odiaba ese tintineo. En frente de ella, presidiendo el otro lado de la mesa estaba mi padre. Tan distante de mi madre como en toda su vida. Hasta yo dudaba que fuera hijo natural de ellos. Dormían en habitaciones separadas porque según mi madre no soportaba sus ronquidos, y ella, dama fina y cutis estirado, no podía tener ojeras por falta de sueño. Eso envejecía, según ella. Mi padre era de los que te crujía con el cinturón a la más mínima. Todo el mundo le temía. Y como yo solo tenía una hermana, hermanastra, y por tal motivo no podían "soltarle", según les escuché muchas veces decir a mis padres, me las llevaba yo todas. Pero todo era cuestión de acostumbrarse. Hasta diría que me gustaba y todo.
-¿No respondéis? -les pregunté de nuevo con una sonrisa tan placentera que no creía que se pudiera sonreír con tal felicidad y tan extensa longitud labial.
Como no me contestaron miré, muy rápido, a mi sobrino Queco, el mediano. Vaya nombre para tan distinguida familia. Y eso que ya era mayorcito, creo que tenía los veintiún años o por ahí andaría. Era callado como su padre y lleva una vida más bien solitaria. Pocos amigos se le conocían. Estaba con la cabeza ladeada, casi siempre estaba así, mirando a su hermana mayor. Ella era la primogénita de mi hermanastra. Se llamaba Isabel y tenía ya por lo menos los treinta años. Era viuda, la pobre, y no quiso saber más de hombres. Su marido, el pobre Juan, murió de una indigestión. Algo que estaba en mal estado, según dijo el médico. Una almeja o un mejillón, algo así fue. Vestía un luto riguroso, por indicaciones sobre todo de mi padre, y no salía de casa. Era muy bella pero se había quedado medio calva por el disgusto y tenía que usar peluca y esto, para mi gusto, la afeaba. Ella me miró, fue la única, durante tres segundos cuando yo la miré, con odio. Yo era su tío pero no me consideraba como tal. Yo creo que estaba influenciada por su madre, pero como en todo este asunto, me la "soplaba".
Bien, ninguno de los quince comensales me dijo nada. Absolutamente nada. Nadie reaccionaba, nadie hizo un gesto feo, ni una mala palabra, ni un insulto. Yo en aquel "acto" resumí toda mi vida. Fue así de sencillo. Alcé mi copa de vino, brindé por la salud de todos y simplemente, me marché. Lo hice después de echar un vistazo a aquel salón tan sombrío y poco acogedor que presidía aquel cuadro de Fernando VII. Falso, por supuesto.
Autor: Juan-Claudio Sanz