Entrega nº 12
-6-
La
cena
Los primeros en llegar fueron el cura y
su hermana. Siempre llegaban los primeros cuando los invitaban a comer. Y se
las apañaban para hacerlo casi a diario. En el pueblo se les tenía mucha
estima.
Él se llamaba Alfonsino, ella Milagros.
Eran mellizos aunque la gente decía que de diferente padre. Lo cierto es que su
carácter era el mismo pero el físico no. No se parecían en nada. Ella tenía más
vello facial y menos pelo en la cabeza que él por lo que siempre usaba peluca. En
la altura también eran diferentes; ella era más alta. Bueno en realidad no,
pero al tener el cuello muy largo así parecía.
Don Alfonsino era resabiado. Era devoto
de la Virgen Ardorosa al igual que su hermana. Durante las Semanas Santas eran
los más penitentes y siempre él hacía de Jesucristo en la representación
teatral que se tenía por costumbre, instaurada por él al año siguiente de
llegar en asno, de hacer en la plaza del pueblo.
Él
se metió a un seminario por convicción propia. La llamada de Dios fue muy
fuerte y no pudo resistirse a entregarle su vida. Su hermana, sin embargo, se
casó y tuvo ocho hijos, y según las malas lenguas, tuvo también una oruga
aunque nunca se les vio juntos. Era viuda, al igual que doña Enriqueta, pero no
quiso casarse nunca más. Decidió, al igual que su hermano, entregar su vida a
Dios, pero de otra forma. Vivía en la iglesia junto a don Alfonsino y le
ayudaba absolutamente en todo.
Les recibió don Pascual muy cortésmente.
No así su mujer, la Pascualina, que les miró con ojos de águila que está alerta
en saltar sobre su presa. Aunque no dijo ningún comentario despectivo.
-Buenas noches don Alfonsino, doña
Milagros –dijo el alcalde inclinando la cabeza hacia la señora -¿Qué tal noche?
-Esposo mío, los acabamos de ver en la
iglesia durante el funeral y estaban como están ahora; igual de sonrientes. ¿Es
qué no te acuerdas o qué?
-La paz esté en sus almas y en su morada
–contestó don Alfonsino mientras se acomodaba dentro de la casa.
-Estamos bien, señor alcalde. Ahora ha
refrescado; se lo decía a mi hermano viniendo para aquí. ¿A qué sí Alfonsino?
Éste asintió esbozando una leve sonrisa
para complacerla.
En ese instante llegaron la tía
Candelaria y doña Enriqueta. Y justo detrás lo hizo la Trinitaria.
-Buenas noches, bellas damas. Pasen
ustedes a su humilde morada –dijo don Pascual muy amablemente. Mirando a doña
Enriqueta exclamó –¡A sus pies, señora mía!
-Buenas noches, señor alcalde. Gracias,
es muy cortés por su parte. ¿Qué tal su señora?
-Santificarum ets Trinitarium –dijo la
Trinitaria muy espigada con un gran crucifijo de madera que llevaba colgando en
su pecho.
- Vaporata acta
sinna higorium –contestó la tía Candelaria sonriendo con malicia.
Los presentes miraron extrañados a las
dos viejas y después de mirarse entre sí miraron todos a doña Enriqueta.
-¿Se puede saber en qué hablan éstas
dos águilas calvas? –preguntó la Pascualina.
-Como ve, mi señora está en plenas
facultades como siempre –quiso quitar tensión don Pascual por la pregunta tan
ofensiva de su esposa contestando a doña Enriqueta.
-Entre ellas siempre hablan en latín.
Lo malo es que se creen que lo hablan perfecto pero en realidad no tienen ni
idea. ¿Usted ha entendido lo que han dicho, don Alfonsino? Casi seguro que no.
Don Alfonsino se acercó a las señoras y
exclamó mirando a doña Enriqueta:
-La superiora ha dicho que la
santifiquemos y su tía le ha contestado que se le evapore el higo en el acto.
La Trinitaria y la tía Candelaria
rieron a carcajadas. Pero a doña Milagros, la hermana de don Alfonsino y a la Pascualina
no les hizo la más mínima gracia. Don Pascual y doña Enriqueta, simplemente, ni
escucharon.
-Bien pasemos al salón principal. Allí
estaremos más cómodos, queridos invitados e invitadas. Mi mujer nos servirá
antes de la cena un ágape para matar el hambre. Por favor, pasen, sean tan
amables.
Se dirigieron al salón todos en
silencio observando todos los detalles de la casa. Examinándolos con todo
detenimiento sobre todo la Trinitaria y la tía Candelaria. Se miraban entre
ellas y sonreían. Salvo don Alfonsino y su hermana el resto era la primera vez
que estaba en casa del alcalde.
-Imposibilate vitae in chingata –dijo
con ironía la Trinitaria inclinando la cabeza y subiendo el hombro derecho.
-¡In pace Cristum penis follingata!
–contestó la tía Candelaria haciendo el signo de la cruz en el aire con el dedo
índice.
-¿Penis follingata? ¡Risorium labialis!
¡Cirius pelutaes non calmarum fogata! Candelaria figae reseca resecae.
-Oleratum mohosa figae pastialis.
Extremis folgatum olorosa pollata. Trinitarium deseum lujuria lujuriae.
Las dos ancianas se miraban a los ojos
intensamente pero sin dejar de sonreír falsamente.
-¡Por favor señoras, basta ya! –exclamó
doña Milagros –¡Dejen ya de hablar
estupideces o soy capaz de crujirlas! No ofendan al latín hablando entre
ustedes de esa forma.
La tía de doña Enriqueta y la abadesa
miraron a la vez a doña Milagros. Lo hicieron con un cierto odio y las dos
fueron a contestarle cuando habló don Pascual:
-Señoras por favor, acomódense. Ahora
mi esposa les traerá algo de comer antes de la cena. Ella cocina muy bien.
-Eso seguro que es cierto. Solo hay que
verla –dijo la tía Candelaria –Elefantus aparienzzia tromporum.
Doña Enriqueta se puso colorada de
vergüenza. Si su tía empezaba así podía acabar la noche muy mal. Esperaba que
fuera más comedida.
-Por cierto, doña Enriqueta –le dijo
don Pascual mirándola sonriendo al mismo tiempo y tratando de restar tensión –Nos
hemos enterado en la iglesia que tiene la intención de montar un puesto de
pescados y mariscos. Me alegro de que sea así porque se necesita en el pueblo.
La cara de asombro de doña Enriqueta lo
decía todo. Por un momento se quedó estupefacta sin poder articular ninguna
palabra. Después le entró una flojera en la pierna izquierda que casi le hace
perder el equilibrio. A continuación le entró un tic nervioso en el labio
superior con reminiscencias en el inferior. Los de la cara también temblaron
ligeramente e incluso se le adormecieron.
¿Cómo había dicho don Pascual? ¿Qué se
alegraba porque iba a montar un negocio de mariscos? No entendía nada. Ella no
iba a montar absolutamente nada, en todo caso, sería un puesto de verduras. Los
nabos, pimientos y zanahorias le encantaban. ¿Pero quién le habría dicho lo del
puesto?
Las demás personas presentes, incluido
doña Pascualina que llegaba en ese instante con unos platos de comida, la
miraron con cierta sorpresa e incredulidad.
-Usted perdone, señor alcalde, es que
no puedo salir de mi asombro. ¿Quién dice que le ha dicho que tengo intención
de abrir un puesto de mariscos?
-No lo ha dicho –dijo la Pascualina
frunciendo el ceño.
-Sobrina loca… ¿es cierto lo que dice
don Pascual? ¡No me habías dicho nada, puñetera! –exclamó la tía Candelaria muy
sorprendida por la noticia.
Todas las miradas eran de
estupefacción. Y todos esperaban una respuesta. El silencio era tal que se
escuchaba la respiración de todos. Iban a compás e incluso a ritmo musical.
-Señora, a lo mejor he metido la pata
–se disculpó don Pascual –La señora del Mirlo y su marido, el herrero, son los
que han dicho lo de su futuro negocio. Y se lo iban comentado a todo el mundo.
-¿Venderá mejillones, señora Enriqueta?
–preguntó don Alfonsino muy interesado.
-Los pescados son muy delicados. Se
pudren enseguida. Hay que tenerlos frescos y éste pueblo está muy alejado del
mar. Es un mal negocio –expuso doña Milagros.
-Ella seguro que tendrá todo eso en
cuenta, querida hermana. Doña Enriqueta es muy responsable –dijo el cura
llevándose la mano al crucifijo.
¡La señora del Mirlo y su marido!
¡Menudos bocazas! Se ve que habían ido yendo por el pueblo diciendo que abriría
un puesto de pescados. ¡Qué gente, Dios mío! ¡Si solo les había preguntado si
la señora del Mirlo tenía marisco y tubos, nada más!
-Mire, don Pascual –contestó finalmente
doña Enriqueta –No tengo intención de comerciar con mariscos o pescados. Es
todo una falacia. Ni tengo dinero para eso ni ganas de oler a pescado podrido.
Para olores podridos los que he tenido que oler hoy. Esa noticia, simplemente,
es falsa.
-¿A cuánto vas a vender el cuarto de
sardinas, sobrina pescatera? Solo una vez en mi vida he comido pescado y me
entró una descomposición que desde entonces no me he recuperado.
-¡Tía, por favor! ¡No le eche la culpa
a las sardinas de su mal cuerpo! ¡He dicho que no voy a vender nada! –gritó la
viuda enfadándose –Y por favor, me gustaría que olvidaran ya éste tema. Creo
que debemos disfrutar de la excelente cena que la señora del alcalde se ha
molestado en preparar.
-¿Excelente cena? –preguntó extrañada
la Pascualina –Es una cena normal para gente
normal. Y por supuesto que me ha molestado prepararla pero era deseo de
mi esposo.
Si en ese instante hubiesen estado a
solas seguramente don Pascual le hubiese soltado a su mujer una paliza; como
esas que se dan a los burros tercos. O mejor aún, la hubiese hecho que se
lavara, que eso lo odiaba. ¿Se podía ser más mequetrefe? Le daban ganas de
dejarla sin comer durante, al menos, una hora entera. Aunque eso sería un
castigo demasiado cruel, pero se lo merecía.
-Mi bella esposa, lo has hecho con todo
el amor del mundo. No sé por qué has
dicho eso. Bien señores y señoras, cambiemos de tema y disfrutemos de los
manjares exquisitos que ha preparado mi señora.
Las señoras ancianas se miraban
incrédulas. Las dos sonrían maliciosamente. Sabían que algo iba a ocurrir,
porque se mascaba la tragedia, pero no exactamente el qué. Estaban disfrutando
muchísimo. En las caras se les notaba.
-Marido mío ¿ya les has contado lo qué
ha sucedido? –preguntó la Pascualina mientras se sentaba en una silla
reforzada.
-¿El qué ha sucedido, mi limonero? No
sé de qué me hablas –dijo el acalde sin siquiera mirarla.
-Me pones enferma. No te enteras de nada
nunca. Debes tener argamasa dentro de las orejas. Don Alfonsino, dígaselo
usted, que sabe de todos los cotilleos del pueblo.
La cara de don Alfonsino cambió. Hasta
entonces estaba sonriendo todo el tiempo mirando a todos los presentes. Se puso
más serio que un faraón egipcio. Por un momento parecía que no respiraba. Y es
que no respiraba.
-Chafarderos los hay en todas partes
–contestó doña Milagros por su hermanao –Mi hermano es un envidado del Señor y
tiene que expandir su palabra. Y… hermano, por favor, respira, anda.
-Su hermano lo único que expande es una
gran peste a sotana vieja. Me voy a preparar el zarangollo a ver si así me
expando yo también.
Doña Enriqueta miraba boquiabierta a
don Pascual. Don Pascual a la Trinitaria. La Trinitaria a don Alfonsino. Don
Alfonsino a la tía Candelaria. La tía Candelaria a doña Milagros y doña
Milagros a doña Enriqueta. Y así lo hicieron una vez más.
Mientras marchaba a la cocina a
preparar el zarangollo la Pascualina exclamó:
-¡La noticia es la muerte del cabrero!
¿Recuerdas ahora, marido desmemoriado?
-¡Tienes razón, esposa mía! –recordó el
alcalde –¡Se han encontrado a don Perico más tieso que una mojama y al
ermitaño, “El Venerado”, hecho un esqueleto! Una señora del pueblo ha dado
aviso a la guardia esta tarde.
Don Alfonsino confirmó la noticia.
Cogió el crucifijo y lo besó varias veces. Igual hizo la Trinitaria y doña
Milagros, que portaba también un gran crucifijo.
-En paz descanse don Pedro Hermosa
Carreño –dijo el cura mirando al cielo y luego bostezando.
-¿Ah, Hermosa era su apellido? –pensó
asustada doña Enriqueta –Hay cosas que no se pueden explicar. Mejor no decir
que le fui a ver esta mañana. Podrían pensar lo que no es. Menos mal que nadie
lo sabe.
¿Nadie? ¡Ahora se acababa de acordar de
la señora esa que todo lo quería saber; de la cotilla! ¡La que también se había
encontrado en la cueva! Sin poder evitarlo le entró un calor que tuvo que coger
su abanico y darle sin parar. Seguramente habría sido ella la que había dado el
aviso a las autoridades sobre lo del ermitaño de la cueva. Y capaz que habría
sido capaz, también, de ir contando que había visto a doña Enriqueta en casa
del cabrero. ¡Eso sí que le podía traer problemas serios!
-¿Naturalis morten o crimen
silencitatis? Cagonis posten suspensium cabritum oleratis –Aseveró la
Trinitaria guiñando los tres ojos muy seriamente.
-¡Quo pestilazum! –exclamó exaltada la
tía Candelaria arrugando la nariz.
-Los muertos siempre mal huelen –dijo
don Alfonsino que era el único que entendía lo que decían las dos viejas.
-¡Non cabritarum, non! ¡Ets gordata
mamuta! –señaló la tía Candelaria tapándose la nariz.
Todos miraron en dirección de donde
señalaba la tía de doña Enriqueta. Era la Pascualina, que venía hacia ellos
sonriendo como una hiena que necesita
aparearse. Doña Milagros se puso amarilla por la impresión de la noticia y por
la visión de la alcaldesa.
-A don Perico se lo estaban comiendo
sus propias cabras cuando lo encontraron. Bueno, una de ellas no, incluso
parecía que sentía la muerte del cabrero. Y de don Rodrigo Zapata solo han
encontrado sus huesos. Mañana se oficiará un funeral por sus almas y después se
les dará cristiana sepultura. ¿Es así don Alfonsino?
-Así será, don Pascual, así será. El
funeral será a las cuatro de la tarde. Y el entierro nada más acabar éste. De
todas formas, mañana por la mañana, el pregonero recordará a todos lo
acontecido.
La
noche estaba siendo muy movida. Con noticias sorprendentes, muy sorprendentes.
Hechos así eran muy raros en el pueblo y sería la comidilla al día siguiente.
-No se pierde mucho con la muerte del
cabrero. Era feo a más no poder –dijo la mujer del alcalde mientras iba dejando
platos de comida en una gran mesa que había en el comedor –Y en cuanto al que
llamaban “El Silencioso” era un falso ermitaño. Lo que pasa es que era un
tacaño y vivía de lo que le llevaba la gente. Y la gente de éste pueblo no
suelta prenda. Seguro que lleva muerto muchos años. Yo con sus huesos haría un
buen caldo.
Nadie respondió. ¿Para qué? Estaba
sirviendo la cena y más les valía no hacerle enfadar. Todo el mundo sabía las
malas pulgas que tenía la Pascualina. Se decía, incluso, que su mala uva era
por el exceso de amor que le daba su marido y que ella se aprovechaba de esta
circunstancia. Que lo que verdaderamente necesitaba era una buena paliza con
una buena vara.
-Bien, sentémonos a la mesa –invitó don
Pascual –La comida está servida.
-No está servida pero que se sienten
igualmente –masculló la Pascualina –Pueden ir sirviéndose lo que hay puesto.
Solo falta el plato principal y ahora lo traigo.
-Eres un primor, mi bella esposa ¿Qué
haría yo sin ti?
La Trinitaria y la tía Candelaria se
miraron. Subieron las cejas y soltaron una gran carcajada. Doña Enriqueta bajó
la cabeza avergonzada mientras el alcalde se ponía rojo como un tomate. Doña
Milagros y don Alfonsino hacía ya un rato que estaban comiendo.
La Pascualina apareció con una gran
bandeja de plata con una tapadera también de plata. La dejó en mitad de la mesa
y se sentó al lado de su marido que la presidía.
Don Pascual sonreía muy satisfecho.
Seguro que su esposa había preparado algo excelente. No le había querido decir
el qué porque iba a ser una sorpresa. En cuánto levantara la tapa los comensales
quedarían con la boca abierta.
El alcalde sirvió un excelente vino que
tenía reservado para las grandes ocasiones y les dijo a los presentes que
levantaran sus copas para brindar.
-Padre, ¿quiere hacernos el honor?
–invitó don Pascual al cura.
Éste estaba con la boca llena del
zarangollo y unos tordos que había servido antes la mujer del alcalde.
-¡Ah, sí, sí! –exclamó don Alfonsino
mientras se ponía en pie –Señor, damos gracias por estos alimentos. Amén.
Se volvió a sentar y siguió comiendo.
Su hermana ni siquiera se levantó. El resto de comensales se miraron
sorprendidos y bebieron un poco de vino.
-Bien, pues ha llegado el momento de
que saboreemos éste manjar exquisito que con tanto amor nos ha preparado mi
espléndida esposa. Espero que disfruten.
Don Pascual levantó la tapa con una
gran sonrisa. Y siguió con ella al ver lo que había preparado su mujer. Pero
por la paralización muscular que le entró. ¿Qué era aquello?
-¡Coñorum, pestilencia horríbilis!
–gritó muy agrietada la tía Candelaria.
Doña Enriqueta se quedó bloqueada. Don
Alfonsino y doña Milagros, posiblemente, por sus facciones, se les había
reventado la bilis. La Trinitaria estaba horrorizada y sintió un pinchazo en
una paleta y una corva. Mientras, el alcalde, perdió el conocimiento y cayó al
suelo.
La Pascualina se reía a bocanadas
impresionantes. Echó la cabeza para atrás con gran fuerza y casi se cae de la
silla lo que hizo que se le cortara la
risa de golpe.
-Aquí tienen su cena, alimañas peludas
–dijo con voz diabólica y volvió a reírse con gran fuerza.
Lo que había en la bandeja de plata
era… ¡una gran cabeza de cerdo agusanada con varios ratones vivos que
olisqueaban como enloquecidos! ¡El hedor desprendido era impresionante y los de
la bandeja también!
-No se quejen, buitres hambrientos.
Esto es lo que se merecen.
-¡Diabolicum espantae putanata!
¡Liberto similarum anus desencadennata! –chilló la Trinitaria con las órbitas
de los ojos fuera de sus cuencas como si fuera un exorcismo. Cogió el crucifijo
y lo besó como si fuera el último momento de su vida ya que aquello era La Gran
Peste.
Uno de los ratones se salió de la
bandeja y empezó a moverse por la mesa. Se dirigió hacia la Trinitaria y desde
el borde saltó encima de ella. El gritó que dio la monja fue tan estruendoso y
desgarrador que la propia Pascualina se asustó de verdad. Todas las demás
mujeres empezaron a chillar también como enloquecidas, incluido don Alfonsino.
Don Pascual como estaba sin sentido no se enteraba.
Todos se levantaron de la mesa, a
excepción de la Pascualina, y empezaron a correr por el comedor. Se había
desencadenado el pánico general. Pasaron por encima del alcalde en tropel.
Tropezaban y se empujaban entre todos.
-¡Quítenmelo, por caridad, quítenmelo!
–gritó la Trinitaria con los ojos cerrados e intentando quitarse un ratón del
vestido golpeándolo con las manos.
Los demás ratones también se bajaron de
la mesa y empezaron a correr por todo el suelo. Pero lo hacían más asustados
por los gritos y las carreras que por otra cosa. Eran los roedores los que
verdaderamente querían huir de aquel lugar infernal.
-¡Huita in extrmis necessitorum!
¡Putrefactus búfalus follonae et muris guerrea nostrum! ¡Me voy a cagar en la
gorda gordae y en todo el santo santorum! –gritó la tía Candelaria enloquecida
-¡Esta muerte no es merecida!
-¡Ego te absolvo! –dijo el cura
espantado haciendo la cruz a todos los concurrentes –¡Pax vobiscum peccatum
tacituritatis! –continuó arrugando el morro y con los ojos bien abiertos y
mirada espantada.
Quedaron todos atrapados en la puerta
de entrada porque no acertaban a abrirla. Don Pascual seguía en el suelo con
los ojos girados como un potranco y aunque había recobrado el conocimiento
continuaba muy aturdido.
No entendía que estaba sucediendo. No
se lo explicaba. Definitivamente quemaría a su mujer y esparciría sus cenizas
por el monte.
Doña Enriqueta notó un extraño bulto
justo detrás suya. Que ella recordara nadie había ido con ningún bastón. Había
mucho barullo y todo el mundo estaba nervioso y desesperado por salir de
aquella horrenda casa. Se giró y vio pegado a ella a don Alfonsino que a su vez
le empujaba su hermana que a su vez le empujaba la tía Candelaria y que a su
vez le empujaba la Trinitaria.
-¡Me cago en todos los muertos de cinco
añadas! –gritó doña Enriqueta –¡En todas las gordas de culo usado
recientemente! ¡En los reyes católicos y Felipe II, el Prudente! ¡Qué esto es
peor que oler ciento tres boñigas asadas!
-¡Defecatum ojetorum mortis
extremaucione! –exclamó la Trinitaria mirando a todos –¡Quo hinchata duratis
non folga pollone!
-¡Hagan callar de una vez a éste par de
cuervos! ¡No resisto más semejantes hablares latinescos y esta pestilencia!
–suplicó don Pascual –¡Os lo ruego, por compasión, que se callen estos dos
muermos!
-Calmatis irum satanis cornuta corneja
cornejata esposatorum sudaria –le contestó al alcalde la tía de doña Enriqueta
–Pennis enannus velatorim mortuaria et Mayoris: ¡terminata vita gorda “joputa”!
La Trinitaria soltó una gran carcajada,
a pesar del pánico que estaba sintiendo por los ratones, al escuchar a la tía
Candelaria decir aquella frase. Le había dicho al alcalde que calmara su ira y
que era mejor acabar con su esposa sudorosa porque si no se le iba a quedar enano el
asunto.
Todo lo que estaba sucediendo era como
una mala pesadilla. ¿Pero qué se podía esperar de una mujer como la Pascualina?
No era feliz y lo pagaba con todo el mundo y si nadie le había soltado ya un
estacazo era porque era la esposa del alcalde.
-Hemos de calmarnos porque así estamos
perdidos –sugirió doña Milagros –Volvamos a la mesa y tranquilicémonos. Don
Pascual: quite de ahí esa cabeza que no sé a quién me recuerda y terminemos la
velada como Dios manda.
El alcalde se acababa de incorporar. No
sabía ni a quien mirar ni qué decir. Sentía tanta vergüenza ajena y propia que
aquella noche la recordaría el resto de su vida. Cuando se quedara a solas con
su mujer le iba a decir lo impertinente y grosera que había sido con sus invitados. Jamás había
vivido un hecho de tal magnitud en sus casi cincuenta años de vida. Seguramente
la mandaría fusilar en mitad de la plaza del pueblo para regocijo de la gente.
Se escuchó un trueno lejano. La noche
se estaba estropeando. Todos los malos espíritus se estaban confabulando en contra
de la reunión. La cena maldita. Seguro que los dioses les habían castigado por
blasfemos e irrespetuosos y ahora con la tormenta los fulminarían como se hizo
con Sodoma y Gomorra.
Volvieron a la mesa ante la
imposibilidad de escapar por la puerta y rogaron al alcalde que les dejara ir.
-Verá, señor alcalde. Su mujer nos ha
hecho una encerrona y se ha reído de
nosotros. Espero una disculpa de usted y de su señora y que, en cierta manera,
nos compense esta mala noche. El sufrimiento ha sido indescriptible. Nunca
jamás volveremos a conciliar el sueño y a ser las mismas personas.
-Tiene razón la señora Enriqueta –la
apoyó don Alfonsino –no creo que nos merezcamos este trato. Hermana nos iremos
raudos y veloces de esta pocilga. Y usted señor alcalde, espero que pase por la
iglesia a purgar sus pecados. Su alma está en pecado mortal y tiene que hacer penitencia.
-¿El sufrimiento ha sido? –preguntó la
Pascualina con sorna -¿Quién le ha dicho que haya acabado?
Todos palidecieron. Parecía que la
amenaza de un nuevo Advenimiento iba en serio. ¡Vaya mujer más desagradable!
Era de una repugnancia total. ¿Por qué haría todo aquello?
-¡Ya está bien, mujer! –le recriminó su
marido -¡Ve con Bruno y quítale las pulgas que así a lo mejor te calmas!
Señores –dijo abatido don Pascual dirigiéndose a los invitados –les pido
disculpas en nombre de La Bestia. Nunca había pasado tan mal rato ni tanta
vergüenza. El dolor me subyaga.
-Silencio. Ahora iré a por el postre.
Espero que les guste.
-Yo nunca como postre; no me gustan
–dijo doña Enriqueta muy sofocada.
-Yo sí los como, pero en el almuerzo
–expuso la tía Candelaria.
-Yo estoy muy llena. No importa que me
sirva a mí –dijo sonriendo la Trinitaria.
-A mí sí me puede servir su rico
postre. Debe estar apetitoso –dijo don Alfonsino mirando a su hermana.
-A mí también. Que lo del cerdo me ha
dejado el estómago como vacío –contestó doña Milagros.
La mujer del alcalde se dirigió a la
cocina. Se llevó la bandeja con la cabeza del cerdo y se la echó al perro.
Se volvió a escuchar un trueno, aunque
muy lejano. Pero casi al instante se escuchó, salido de la cocina, como unos
golpes de sonidos graves y seguidos. A los pocos segundos apareció la
Pascualina.
-¡Alea jacta est! ¡Morituri te
salutant! –sollozó el cura con un gran quejido –¡Deus caritas est perfidus
pest! ¡Actio domni infecti della putant!.
Todos se pusieron a gritar y a
sollozar. Todos balbuceaban ante la visión que tenían enfrente. Querían,
simplemente, dejar de existir.
Y no era para menos. Porque ante ellos
estaba la Pascualina con la bandeja que antes portaba la cabeza del cerdo pero
que ahora había sustituido por sus… ¡pechos!
¡La mujer del alcalde se había vuelto
completamente loca! Sonreía enfurecidamente y cuando llegó a mitad del comedor
se detuvo y exclamó:
-¿Alguien quiere queso de tetilla?
Estaban atónitos con cara de brema.
Primero cara extrema; después los vómitos.
La tía Candelaria corrió despavorida
por toda la casa y no paraba de dar vueltas. Juraba palabras sueltas en latín
que nadie entendía. La Trinitaria quedó en posición de estatua griega tapándose
la nariz y no respirando ya que el olor que desprendía la Pascualina mató a una
cucaracha, un gorrión y a dos grajos que estaban trajinando.
Don Pascual volvió a desmayarse debido
a la impresión. Lo hizo dando convulsiones como si tuviera al diablo dentro. Todo
aquello no tenía ningún sentido. Todo aquello era como una venganza de la
Pascualina, pero nadie sabía los motivos ni ella los había dicho.
-¡Infernalis malditum cenata mierdorum!
¡Oloris putrefactus mortis seguratis! –gritó la tía Candelaria –¡Zorrota gordis
senus exageratum! ¡Animula, vagula, blandula ahogatis!
-¡No quiero morir, por Cristo El
Salido! –aulló doña Milagros con los ojos en blanco.
Don Pascual volvió a recuperar el
conocimiento. Su palidez era extrema y su aturdimiento y sufrimiento también.
Al incorporarse preguntó:
-¿Qué ha sucedido? ¿Ha pasado ya el
vendaval? ¿Le has gustado la cena? ¿Qué les ha parecido? Yo siento como si mi
cabeza pesara un quintal.
El alcalde se sentó en una silla, apoyó
la cabeza en la mano izquierda en posición enferma, el codo en la mesa y con la
otra mano libre, golpeando un martillo contra una chapa de hierro que colocó a su derecha. Acontinuación cantó un
martinete:
“¡Ay, ay, ay, “desgrasiao” de mí!
“¡Corasón” sin “latíos!”
¡Ojos “apagaos”, “vasíos!”,
¡Me casé con la “mejó”; eso creí!”
“¡Ay, lamentos, ay,” encadenao”!
¡Grilletes eternos!
¡Vivir en los infiernos!
¡Por “curpaa” de esta “pedaso” de
“venao”!
-Se nota que está perturbado, ido –dijo
por lo bajo don Alfonsino poniéndose un dedo en la sien –Y no es de extrañar
porque esto no se olvidará ni en cincuenta años ni en cien. ¡Qué barbaridad!
-¿Qué que nos ha parecido la cena, dice
el desgraciado? –preguntó muy ofendida doña Milagros –Todo esto es una gran
fantochada. Jamás volveremos aquí, se lo juro.
-Es una ofensa a Dios y a la Iglesia.
Espero que ardan en el infierno –dijo don Alfonsino mirando de nuevo a la
terrorífica visión de la Pascualina –¡Huye Satanás, abandona el cuerpo de la
gorda! –gritó –¡Yo te exorcizo! ¡Yo te exorcizo!
Las dos ancianas se santiguaban sin
parar con cara de pavor. Don Alfonsino tenía la cara roja por la ira y apretaba
los dientes. Tenía su crucifijo de madera en la mano y se lo mostraba a la
mujer del alcalde mientras escupía en el suelo.
-¡Cristus advenedizzum! ¡Lucifer venita
avernus! –gritó horrorizada la tía Candelaria.
-¡Basta ya, tía! ¡Deje ya de hacerse la
culta que ni eso es latín ni necesitamos escucharla! –estalló doña Enriqueta
muy alterada.
-¡Cállese sacerdote cristiano, maldita
sea…! –respondío la Pascualina a don Alfonsino dejando la bandeja de plata
encima de la mesa y tapándose con una
sábana mugrienta –¡…que me he enterado que va por ahí trajinando traseros, en
plan troyano, sin respetar el celibato!
La Trinitaria, la tía Candelaria y doña
Milagros se santiguaron. Doña Enriqueta y don Pascual se miraron y después comenzaron
a hablar entre ellos para disimular como si no hubiesen oído nada. Pero don
Alfonsino, que fue el aludido estalló en una gran ira todo ofendido.
-¿Qué habla, hija de Satanás y
Luzbelino? ¡Blasfema, seguidora de Lucifer y Leviatán! ¡Irás al infierno con
Belcebú! ¡El Demonio es tu aliado! ¡Arrodíllate y deja que Dios ocupe tu alma
perdida!
-No me da miedo, cura del diablo.
Montador de monaguillos y sacristanes que los bendice con el cirio en nombre de
San Pablo y después hace el milagro de los peces y los panes.
La ira de don Alfonsino era La Ira de
Dios. Hasta su hermana, que también estaba iracunda, pensó que le iba a dar
algo. Jamás le había visto la cara tan roja. Bueno, no, en más de una ocasión
se la había visto así, sobre todo, después de oficiar misa y beberse todo el
vino del cáliz, pero nunca así por la rabia.
-¡Exijo ahora mismo disculpas, señor
alcalde! –gritó la hermana del cura señalándole con el dedo índice varias
veces.
-A su hermano le gustan los boniatos
más que la lechuga a un conejo –contestó la Pascualina sin inmutarse –Y usted
no es nadie para exigir disculpas a mi marido porque le puedo soltar tal
camotazo que la mando a su casa sin que se dé cuenta.
-¡Confirmado! ¡Esta mujer, aparte de
gorda, está poseída! ¡El diablo es ahora su dueño! ¡Hermano, exorcízala, por
nuestro bien!
-¡Que la exorcice su padre! –pudo decir
por fin don Alfonsino –Hermana, hay que irse inmediatamente –dijo en tono más
calmado –No aguanto más esta injuria. Y usted don Pascual, siento decirle que
informaré de esta tropelía a toda la Curia Romana.
-Nos han traído aquí para mofarse en
nuestras narices. No se puede permitir esta ofensa a Dios y a nuestras
personas. Espero que los demás invitados piensen lo mismo que nosotros –apoyó
doña Milagros a su hermano.
La Trinitaria se puso a cantar en
gregoriano e incluso parecía que levitaba.
La tía Candelaria, de forma solidaria, se puso a cantar también. Doña
Enriqueta, por el contrario, respiró profundamente y dejó su vida en manos de
La Divina Providencia.
-Me estoy acordando de mi mitad
africano –pensó con melancolía doña Enriqueta –El pobre se murió muy extasiado.
Se ve que yo le exigía demasiado. Al pobre se le reventó la panocha. ¡Pobrecito
mío! Durante el tiempo que estuve casada con él yo estaba resplandeciente y
alegre. Pero desde que se enfermó y se le empezó a poner tan pocha yo parecía
una margarita seca. El irnos a Cuenca no fue la solución porque murió al año
siguiente en una tarde ventosa con viento de poniente. Fue en el 29 a mitad de noviembre
y me acordaré toda la vida porque era el día de mi cumpleaños.
Alma de sirena
Corazón de nube
Infinitos deseos
Amores dormidos
Alegría y pena
Se baja y se sube
Guapos y feos
Todos perdidos
Sabiduría forzada
Sobacos con golondrinos
Apagados los trinos
Esperanza engañada
Doña Enriqueta pensó en voz alta estos
últimos versos, que por otro lado, le salieron casi sin pensar. Todos quedaron
en silencio canónigo. Solo doña Milagros se atrevió a romperlo:
-¿Así se siente? ¿Cómo sobacos con
golondrinos? Señora mía, está más grave de lo que se va diciendo por el pueblo.
Tendría que confesarse con mi hermano. Seguro que así, su alma, se liberaría.
-¡No hables más, hermana pecadora!
¡Vámonos he dicho, por Cristo Desnudo en la cruz! ¿Es que no estás viendo que
esta gente es satánica? ¿Es que no estás
viendo que la mujer del alcalde y su marido están orates? Nos han ofendido tan
gravemente que cuando el obispo sea notificado puede que se fustigue a sí mismo
con látigos de púas.
-Usted, el obispo y el Papa pueden irse
a la sacristía y bendecirse. Mi alma ya está condenada en vida. Y en cuanto a
mí respecta que el obispo se fustigue con látigos de púas me la trae al pairo
porque los sufrimientos y la culpabilidad del alma solo los conoce quien los
padece.
La Pascualina estaba la mar de
tranquila. Sentada en su mecedora gigante. No así su marido que seguía
temblando y no sabía cómo disculparse. Miraba a todos los presentes con cara de
angustia y excusándose con las manos abiertas. Dos lágrimas se le escaparon y
hasta hizo un puchero. Él era el alcalde pero no tenía autoridad ninguna. Su
desazón no tenía consuelo.
Los dos hermanos se fueron muy
ofendidos. El alcalde había conseguido abrir la puerta que antes había quedado
bloqueada, seguramente por los nervios de los invitados. Éstos se fueron
diciendo juramentos jamás dichos. Se pararon en la puerta y se giraron. Para
ellos todos eran unos mal paridos que no tenían ni ética ni moral ni educación.
-Siento todo lo sucedido, de veras que
lo siento. Lo que ha hecho mi esposa no tiene explicación. No sé cómo
recompensarles por todo este desaguisado. Si lo desean pueden venir mañana a
cenar de nuevo. Yo me ocuparé personalmente de que mi mujer haga una buena
comida. Una cómo ustedes se merecen.
La cara de pavor de todos los presentes
fue unánime. Todos subieron las cejas, abrieron los ojos al máximo y se echaron
mano a la boca que tenían abierta. Y todos, a la vez, negaron con la cabeza.
Las disculpas de don Pascual no eran
suficientes. Se sentía como Jesús ante Poncio Pilatos o como un cristiano en el
coliseo romano ante los leones. Le entró un dolor terrible en la barriga y
sintió como si cuarenta patos le dieran trescientos picotazos.
-Por favor, doña Enriqueta, doña
Candelaria, sor Concepción, doña Milagros, don Alfonsino… No se marchen, por
favor, no me dejen a solas con ella –suplicó el alcalde señalando con la cabeza
repetidas veces a su mujer –Siento como esta noche se me han ido veinte años de
mi vida de golpe. Os lo ruego, don Alfonsino, quédense.
-Es demasiado tarde –dijo
autoritariamente don Alfonsino –Mañana en el funeral por los dos desgraciados
encontrados muertos hoy espero encontrarles a usted y a su señora confesando su
arrepentimiento y pidiendo perdón
eterno. Por supuesto que los pondré en penitencia. De momento vayan rezando
diez padrenuestros y cinco avemarías cada uno. Buenas noches. Señoras… ¡Vámonos
hermana! ¡Ni un segundo más aquí!
La resignación embargaba a don Pascual.
Mientras tanto, su mujer, se había quedado dormida en la mecedora. Su fiel
perro Bruno estaba acostado en el suelo a su lado.
Las dos ancianas y doña Enriqueta
aprovecharon este momento para marcharse. No querían, al igual que don
Alfonsino y su hermana doña Milagros, permanecer en esa casa ni un segundo más.
Ya no por los ratones, que misteriosamente habían desaparecido, si no porque el
olor de la cabeza de cerdo podrida había impregnando todo el ambiente y no había
forma de que desapareciera.
-Señor alcalde; gracias por ésta
inolvidable velada –se despidió doña Enriqueta –Inolvidable, irrepetible. Ha
sido algo... ¿cómo le diría yo? Ha sido como tener ganar de estornudar y no
hacerlo. Salude a su esposa cuando despierte y dele las gracias porque al menos
tendremos de qué hablar por muchos años.
-¡Crucifixione et mamuta pestilazum!
–exclamó la Trinitaria hincando la mirada sobre la Pascualina.
-¡Pechalis et figgus arrugatum! –dijo
resignada la tía Candelaria la cual parecía muy fastidiada.
-Tía; no eche la culpa a la Pascualina
de su arrugamiento. Aunque puede ser que un poco sí que haya contribuido. Pero
lo más seguro es que sea porque nació en la época faraónica.
-Sobrina, ¿quieres ver cómo adivino tu
futuro del hostión que te voy a soltar? Si me vuelves a faltar el respeto te
paso una chumbera por dónde ya sabes. No consiento que una sobrina malcriada me
conteste.
-Bien dejemos el tema ya. Señor don
Pascual. Quédese con Dios. Nosotras nos vamos.
Las tres mujeres se marcharon con el
alma vacía. El alma y el estómago. Y con una sensación de vergüenza y ridículo
que nunca habían sentido. Ni siquiera doña Enriqueta cuando su tía, por unos
carnavales, se emborrachó y persiguió como enloquecida a unos mozos del pueblo
por todas las calles. Esa era la debilidad de la tía Candelaria: los mozos en
edad de rondar. No perdía ocasión para insinuarse descaradamente al que pillara
por en medio. Y todo porque en unas fiestas del pueblo, cuando ella tenía
cincuenta años, un zagal, también borracho perdido, le dijo: bella dama.
Estaba todo muy oscuro y no había
absolutamente nadie por las calles. Las gentes se recogían muy pronto al igual
que lo hacían las gallinas. Suerte que
quedaba muy poco para la Luna llena y algo se veía.
-Venga, tía, acompañemos a la madre con
sus trinitosas. Es peligroso caminar a estas horas por estas calles. Aunque no
creo que nadie ose a decirle nada por anciana, por cristiana católica y por su
mala leche. Ella es muy temida. ¿No es
así, sor Concepción?
-¿Por qué la llamas sor Concepción
cuándo tú siempre le dices la Trini? –preguntó muy curiosa la tía Candelaria a
su sobrina.
-No se preocupe por mí, viuda seca y
lacónica. Prefiero ir sola al convento; así medito. El horror vivido ha sido
tan fuerte que necesito encontrarme con el Señor rezando a solas. Rezaré tres
avemarías y dos padrenuestros para salvar nuestras sufridoras. Y cuando llegue
a mi celda me descalzaré y me haré cortes en las plantas de los pies. Eso hará
que se purifique mi cuerpo y mi alma y que los pecados del mundo sean menos
dolorosos.
-Nocturna pesadillatum inolvidata.
Requiescat in pace, Mater Superiorum –se despidió la tía Candelaria algo
sobrecogida por lo que acababa de escuchar –Angelus guía vita in extasiorum.
La Trinitaria soltó una risa tan
diabólica que retumbó por todo el pueblo. Parecía de ultratumba e hizo que a
doña Enriqueta y a su tía se le erizara todo el vello y que se les doblara, a
las dos, los dedos de los pies.
¿Se tenía que reír de aquella forma?
Esas risas no eran nada normales. Por un momento a doña Enriqueta le pareció
que la Trinitaria tenía unos grandes colmillos, como los de un lobo.
La tía Candelaria y su sobrina se
despidieron de la Trinitaria. Ahora acompañaría a su tía a su casa. Era casi
media noche y ella también necesitaba descansar de tan agotador día.
La
casa de su tía no estaba lejos, apenas dos calles. Llegaron en pocos minutos.
Había bajado mucho la temperatura pero las dos mujeres, con el sofocón llevado,
iban bien calientes.
-Sobrina –le comentó por lo bajo la tía
Candelaria a su sobrina cogiéndola del brazo –Si me vuelves a meter en un lío
te aseguro que tu monte en vez de ser de Venus será de Marte. La madre que te
parió. He pasado el peor rato de mi vida. Casi me cago por las patas abajo.
Estar en la calle respirando aire limpio es el mayor alivio que he sentido. Soy
más feliz que Agripa cuando se benefició a Olivio.
Doña Enriqueta pensaba igual que su
tía. Había sido una noche espantosa, aunque todavía no había acabado. En ese
asunto no le pensaba discutir.
-¿Qué Olivio, tía? ¿El escritor sin
brazos bizantino o Justo Máximo Olivio, el romano sin piernas gladiador?
-No te enteras, sobrina preguntona. Me
refiero a Olivio, nuestro vecino invertido del que ya habíamos hablado antes.
Pero que da lo mismo. Solo quiero meterme en la cama. Y te lo aviso de nuevo:
no me vuelvas a invitar a ninguna cena, que pareces un putón Isabelino.
Aprovecha mañana en el entierro, que se suelen juntar muchos hombres en el
cerro del cementerio.
-¿Putón isabelino? En todo caso
fernandino, tía pelleja. Su hija ya tendrá tiempo de reinar.
-¡No te enteras, Enriqueta de Balaguer!
El rey Felón la espichó hace ocho meses por lo menos. Ahora reina su hija. Lo
que pasa es que cómo estás solo pendiente de tus intereses de hembra ansiosa no
sabes nada.
-¿Reina su hija Isabel? Pues como sea
como su padre estamos apañados.
-Isabel II es muy pequeña, tontuela,
solo tiene cuatro años. Aunque dicen que su fealdad llega al mareo, como la de
su progenitor. Se nota que su familia viene de francia. La que regenta es María
Cristina de Borbón-Dos Sicilias, otra borbona elefantina.
-¿Y cómo una vieja octogenaria
desdentada se ha enterado? –preguntó extrañada doña Enriqueta –No me lo diga,
da lo mismo. Pero, por favor, hable con más respeto de la familia real. Son
nuestros reyes y le debemos obediencia. Son de sangre azul.
-¡Como si la tienen verde! ¡Son feos y
repelentes y el del paletón solo sabía que buscar mujeres alegres y
beneficiárselas en lugar de reinar!
-Bueno tía, estoy muy cansada ya de
escucharla. Solo sabe que reguñir y quejarse. Ya hemos llegado. Mañana nos
vemos en la iglesia, en el funeral. Que descanse.
La tía Candelaria abrió la puerta de su
casa y entró muy rápida. Ni siquiera se despidió. Esto era muy común en ella.
Esa costumbre la había adquirido de los gabachos.
Antes de llegar a su casa se acordó de
algo. En la cena quería haber preguntado
a don Alfonsino por la frase de la adivinadora. Ella había descubierto que la
frase se la dijo al revés y que era latín. El cura, seguramente sabría su
significado pero con todo lo que había sucedido en casa del alcalde y el
espectáculo de la Pascualina se le había olvidado.
No era demasiado tarde todavía. Don
Alfonsino y su hermana se habían marchado poco antes que ella, la Trinitaria y
su tía, por lo que todavía estaría despierto. Iría a la iglesia, que le pillaba
casi de camino, y le preguntaría.
Próxima entrega: Capítulo tercero - La visita de doña Enriqueta a don Alfonsino-