Novela por entregas
(Autor: Juan-Claudio Sanz)
Resumen de las entregas anteriores:
Entrega nº 10
-4-
La visita a
Rodrigo Zapata, “El Silencioso”
El día estaba siendo muy fructífero en
encuentros pero no eran nada de provecho. Todavía se acordaba del cabrero. Se
le ponían los pelos de punta y los del cogote también. Aunque no menos
horripilante fue la visita de la adivinadora, causante de todo lo que le estaba
pasando.
Su dichosa frase le estaba dando dolor
de cabeza. Se estaba acordando también de la señora del Mirlo. Ese sí que fue
un gran momento para no olvidar. O mejor dicho: para olvidar completamente. Fue
humillante. El herrero se merecía una estatua en vida por aguantar a esa mujer.
Pero casi lo peor de todo fue la caída del cíclope Polifemo. Si no es por la
ayuda de ella y la de su sufrido marido, don Pascual, seguro que habría pasado
una desgracia.
Pero ahora todo cambiaría. Iría a ver
al ermitaño, “El Consultado”. Él sí que sabía dar consejos a la gente y no el
trovador que se acababa de encontrar.
Iría ligerita porque quería después
pasar por la casa de su tía y decirle que el alcalde y su mujer las habían
invitado a cenar a su casa. Seguro que pondría muchas pegas pero trataría de
convencerla.
Se había puesto contenta de repente.
Tenía la intuición de que la visita al ermitaño la dejaría impresionada y sería
muy fructífera. Nunca había ido a verlo porque nunca lo había necesitado. Ahora
era el momento.
La ermita estaba en mitad de una
ladera, en una explanada. No estaba lejos del pueblo pero llegar hasta ella era
cansado. No iba mucho por allí por ese motivo. Por ese motivo y porque a veces
aquel camino parecía una peregrinación mariana y se encontraba a todo el
pueblo. Y a ella estar saludando y dando explicaciones a cada instante le ponía
de los nervios y le solía entrar un tic en la espalda.
Llegó algo exhausta y temblorosa. Le
entraron unos calores internos difíciles de explicar. Menos mal que siempre
llevaba un abanico en una pequeña bolsa de tela que le regaló su madre cuando
su marido falleció. Le dijo que llevara ahí siempre un abanico y un pañuelo.
Que los necesitaría. ¡Cuánta razón tenía su madre!
Al llegar se dio cuenta que no había
absolutamente nadie. Era extraño; que ella supiera siempre había alguien en la
ermita visitándola. O bien por la misma construcción en sí o por consultar al
ermitaño. Es más, había un silencio extrañísimo. No era normal porque no se
escuchaban ni los pájaros. ¿Sería por eso que le apodaban, entre otros motes,
“El Silencioso”?
La ermita estaba situada al final de la
pequeña explanada. La rodeaban unos grandes pinos que le daban una sombra espléndida. También había unos cuantos olivos los cuales estaban rodeados por
piedras en círculo. Se notaba que alguien cuidaba de todo aquello.
El ambiente que rodeaba a toda la
ermita era especial. Sus árboles, su tierra, su color y olor; todo era
especial. Sin duda era de las zonas más bonitas del pueblo y por eso no le
extrañaba que fuera tan visitada, incluidas otras gentes de otros pueblos.
Se acercó muy sigilosa a la puerta de
la ermita. No es que fuera gran cosa,
pero a ella le gustaba. Era de piedra y aunque sencilla estaba muy bien
construida. Una cruz de madera que estaba justo donde se juntaba el techo con
la pared de la parte frontal presidía la entrada. Debajo de ésta había una
ventana redonda por donde entraba la luz. La luz, el viento, el frío y
posiblemente las alimañas porque se dio
cuenta que no tenía cristales.
Intentó abrir la puerta pero no pudo.
Estaba cerrada. Hizo más fuerza pero fue inútil. ¡Vaya contratiempo! Ella
pensaba que siempre estaba abierta. A lo mejor, el ermitaño, había salido a
hacer cualquier cosa y la había cerrado por seguridad.
Empezó a darle la vuelta a la ermita
por si había alguna entrada por detrás o alguna ventana. En la parte trasera no
había nada. Se notaba como había habido una pequeña puerta pero estaba tapiada.
Contra la pared había un montón de troncos de árbol para hacer leña. Dio la
vuelta completamente a la ermita y no vio nada. ¿Y ahora qué?
Podría esperar a ver si aparecía el
eremita. Según se decía en el pueblo él odiaba a toda la Iglesia Católica y a
sus feligreses por hacer de esa forma tan sumisa sus mandamientos. Sus padres
eran nacidos en Roma y él era de Jerusalén, curiosamente. ¿Dónde se habría
metido el dichoso ermitaño?
Caminó un poco por los alrededores
haciendo tiempo. No muy lejos divisó lo que parecía como una cueva. Estaba
cubierta por ramas de arbustos y puede que por eso nunca la viera. Ella no era
la primera vez que paseaba por allí. Se acercó un poco más y vio que era
profunda. Tenía que llevar cuidado porque podría ser la guarida de algún animal
salvaje. Aunque ahora que se fijaba, había pisadas de ser humano.
No sabía qué hacer. Mejor sería volver
a la ermita y ver si había regresado su morador. Si no estaba volvería a la
cueva. Y no tardó en hacerlo porque después de esperar en la puerta de la
ermita media hora regresó. Ahora bien, se tenía que llevar mucho cuidado.
Al apartar las ramas para poder entrar
a la cueva salieron de improviso dos grajos volando. El susto que se llevó la
hizo enmudecer y palidecer. Se echó mano la boca de la impresión. ¿Qué estarían
haciendo ahí dos grajos?
Entró con sumo cuidado y el olor era
rancio total. Era una mezcla entre cuadra y pocilga aunque nada comparable a la
casa del cabrero. Cuando su vista se adaptó a la oscuridad divisó al fondo la
figura del ermitaño. ¡Allí estaba, “El Buscado”, “El Consultado”, “El
Silencioso”, el Gran Buda, el Sabio de los sabios! Estaba sentado mirando hacia la pared del fondo de la cueva.
Se puso muy nerviosa. Por fin podría
hablar con alguien serio e inteligente del pueblo. Bueno, aparte del alcalde,
pero esto era otra historia. Se emocionó y dos lágrimas le recorrieron las
mejillas.
-Be…be… -tartamudeó doña Enriqueta
–Bendiciones tenga don Rodrigo.
“El Silencioso” no contestó. Tal vez
estuviera meditando. No quería interrumpirle pero ya que había llegado hasta
allí no quería volverse de vacío.
-He venido, oh gran Consultado, porque
tengo un acertijo que resolver. Es una frase corta, en un idioma que jamás
había escuchado. Me gustaría decírsela y que me dijera su opinión.
Seguía sin contestar. Se acercó un poco
más. Tal vez no la hubiese escuchado bien. Al hacerlo se fijó más detenidamente
en el suelo y vio, alrededor de él, gran cantidad de papeles. Y parecían que
estaban escritos. ¿Por qué estarían ahí? A lo mejor es lo que usaba él para
limpiarse el… ¡Oh, no! ¡Solo de pensarlo le entró angustia!
-Si ahora no puede hablar, no importa,
yo le espero el tiempo que me diga –dijo en tono bajo doña Enriqueta.
Estaba tensa. No sabía si le estaba
molestando y ella era muy mirada en eso. De todas formas si contestara saldría
de dudas. Aunque podía ser que estuviera en meditación profunda y ni siquiera
la escuchase.
No sabía qué hacer. Estaba ahí parada
en mitad de la cueva como una tonta. Se acercó otro poco más. Según se iba
adaptando su vista a la oscuridad iba viendo mejor. Vio, efectivamente, una
gran cantidad de papeles escritos en el suelo. Cogió uno por curiosidad. Lo
hizo con mucho cuidado no fuera a estar sucio. Había algo escrito pero era
ininteligible. Lo tiró y cogió otro. Éste sí que se podía leer y tenía, encima,
buena letra:
Me cago en todos tus muertos
-¡Muchacho, que ordinariez! ¿Quién
podría haber escrito aquello? Si es que la gente era una maleducada –pensó doña
Enriqueta molesta.
Lo arrugó y lo tiró a un lado. Cogería
otro. Todavía se preguntaba que hacía tanto papel allí tirado en el suelo. Y
todos parecían escritos, eso era lo más curioso. Serían peticiones o
agradecimientos al ermitaño. Y no le extrañaba. Su fama de Gran Consejero era
algo fuera de lo común y ella tenía la suerte de que vivía en el mismo pueblo.
No se podía quejar.
Revolvió entre toda aquella cantidad de
papeles y cogió uno que estaba medio roto y lo leyó atentamente:
Y
yo en los tuyos
¡Esto sí que no se lo esperaba! ¿Así
iban a ser todos los papeles aquellos? ¿Qué es que se contestaban unos a otros?
¡Claro, era eso! Alguien escribía un mensaje y otro le contestaba. Luego la
gente se entretenía en buscar. Seguramente también habría peticiones. Solo
tenía que buscar más pero antes volvería a hablar al Gran Sabio.
-Me gustaría que me aconsejara sobre
una cuestión personal. Tengo muchas dudas en mi forma de actuar sobre este
parecer y me gustaría escuchar lo que, oh Gran Figura de la Sapiencia, tenga
que decir. Sobre todo necesito saber el significado de una misteriosa frase.
-¡Shsssssss!
¡Hombre! Le había pedido que se
callara. Bueno, algo era. Definitivamente estaba en meditación. Sería su hora.
Ahora estaba más tranquila. Sabía que la había oído y que estaba allí. Mientras
cogió otro papel. En éste parecía que había mucho escrito.
Los
tengo mayores
Rellenos de sangruna
Los tengo menores
Cantan como tenores
Tienen hambruna.
Las rajas a pares
Grandes y peludas
Agonías y pesares
Con lírica y cantares
No son menudas.
¿Qué era aquello, madre mía? El asombro
de doña Enriqueta era monumental. Ella esperaba haber encontrado alguna poesía
de amor, de verdaderos sentimientos. Había mucha gente que eran unos grandes
poetas sin ser conocidos. Pero aquello era poesía vulgar. Ella era muy delicada
en estos temas pero seguiría leyendo. No había terminado de entender lo
rellenos de sangruna y que cantan como tenores. Pero bueno, ella nunca entendía
muy bien del todo ni lo que le decían ni lo que leía.
Oscura es mi cueva
Ancha y sin funda
No es vieja ni nueva
Quien quiere la prueba
De Toledo es oriunda.
Como flor de lavanda
Abejas en enjambre
Olerla por banda
Liban y engranda
A mi pistilo y estambre.
Se pegan y despegan
A veces sonríen
Su deseo entregan
Y si se refriegan
Siempre se deciden.
-Parece que la mujer que ha escrito esto
es de Toledo. Es una casualidad porque yo también lo soy –pensó sonriendo doña
Enriqueta –Aunque sigue siendo muy vulgar. Pero ya que he empezado voy a
terminar de leer.
Se están pudriendo
Necesitan vibraciones
Se están encogiendo
Morir y no viviendo
Rugen como leones.
Acabo y finalizo
Con sabio consejo
Salgan del cobertizo
Y sin aún ruborizo
Me soplen el conejo.
-¿Qué le soplen el qué? ¡Madre mía de
mi corazón! ¡Basta ya de leer tonterías! –exclamó en voz alta la viuda mientras
arrugó el papel y lo tiró al mismo lado que el anterior –Se le están pudriendo
dice ¡Habrase visto!
-¡Shsssssss!
El ermitaño la había vuelto a hacer
callar. ¡Qué vergüenza! Le había regañado por segunda vez. Pensaría que era una
mala educada.
-Ya me callo, ya. Disculpe mi mala
educación. Estaré aquí callada hasta que su Sapiencia me lo indique.
-¡Shsssssss!
-¡Qué impertinente! –pensó doña
Enriqueta muy ofendida –No es menester que me lo diga tantas veces.
Decidió no moverse ni siquiera, a la
espera de que “El Silencioso” se dignara a atenderla.
Al cabo de media hora seguía en la
misma posición y esperando alguna indicación o algún signo del puñetero
ermitaño.
Pasó otra media hora y empezaba a
impacientarse. Había estado atenta y es que no había hecho ni un movimiento.
Estaba como petrificado. ¡Menuda concentración que tenía el ermitaño! Había
pocas personas que consiguieran tal punto de éxtasis mental. Por cierto, era
tan poderosa su voluntad y conseguía tal punto de meditación que ni se le
escuchaba respirar.
Cuando pasó media hora más decidió
hablar. Estaba ya cansada de los silencios del cuevista. Ni sabio, ni nada; era
un maleducado por no contestarla. Se podía meditar, pero no tanto. Y dormirse
no se había dormido porque se hubiese tumbado. Aunque escuchó en alguna ocasión
que sí que había personas que conseguían dormir de pie o sentado.
-Perdone que le moleste, señor, pero es
que si no va a hablarme dígamelo claramente y me marcho por donde he venido.
Verá tengo una cena esta noche muy importante
y la tarde se va pasando y no puedo perder más tiempo.
No había forma. No contestaba. Esto ya
se estaba pasando de castaño oscuro. Iría por la espalda y le tocaría el
hombro. Le daba igual despertarlo pero es que ya estaba bien.
Se acercó y le tocó suavemente en el
hombro. ¡Qué raro! Era como si tocase hueso. Comían poco los ermitaños, eso sí
que era verdad. Le volvió a tocar un poco más fuerte y esta vez con toda la
mano. Ahora sí que le dio la sensación de que estaba muy delgado. Apenas notó
carne.
-¡Señor ermitaño, señor ermitaño!
–exclamó doña Enriqueta algo ya desesperada de tanto silencio –¿Me quiere
contestar ya de una dichosa vez, sapo
venenoso? ¿Le ha comido la lengua el gato, eh, rata sin bigotes?
Ante el silencio del ermitaño dio la
vuelta y se puso delante de él. Ahora comprobaría si estaba despierto o no.
Tenía una caperuza como los monjes que le tapaba toda la cara pero se la
quitaría. Antes, como última oportunidad, le preguntaría de nuevo.
-¿Está despierto buen hombre? Mire, si
le molesto, de verdad, dígalo claro. Yo cojo y me voy, no pasa nada. Hay veces
que uno no está para dar consejos pero no me tenga así que me entra
desesperación y nerviosismo.
Daba igual, no contestaba. Sin pensarlo
más decidió quitarle el capuchón y verle la cara. Aparte es que ya le daba
curiosidad por saber cómo era el ermitaño al que llamaban no sabía cuántas
cosas buenas pero para ella era el Gran Cagarro porque no contestarle en dos
horas y solo haberle hecho callar era de gañanes.
Muy despacio empezó a levantarle la
capucha y cuando vio lo que vio no pudo evitar gritar horrorizada.
-Pero… pero si es una… ¡calavera! ¡“El Consultado”, “El Silencioso”, “El Gran
Sabio”… solo es un esqueleto!
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