Supongo que ya sabéis que A sus pies, señora mía es el título de mi segundo libro, en el cual estoy trabajando actualmente y que en los próximos meses espero poder terminar. Como en el mes de enero, os pongo varios dibujos del libro, hechos por mí, y aparte unos extractos de la novela. Es parte del pasaje cuarto y quinto del primer capítulo donde doña Enriqueta, después de encontrarse con el alcalde y su mujer va a visitar a don Perico, el cabrero del pueblo. Son unos breves exctractos del pasaje 4 y 5.
EXTRACTOS:
Del pasaje 4
(...)
-¿Estás cansada, mi vida?
-Bastante. No sé por qué me haces dar
estos paseos. Aparte hay gente que al verla me revuelven las tripas y me mareo.
Huelen a estiércol.
-Amor, para olor penetrante el tuyo. Desde
el día que te conocí hasta hoy no ha cambiado. Más bien ha aumentado y eso ya
es sufrimiento extremo.
-Esposo mío. Recuerdo que lo qué más te
gustó de mí fue mi olor natural. Te volvió loco. La noche de bodas fue
apoteósica. ¿Es qué ya no te acuerdas?
-Pero es que tu olor no es natural, mi
bella florecilla. Y no, no lo recuerdo. Debe ser una defensa de la mente ante
un gran impacto.
-Impacto el que te vas a llevar del jetazo
que te voy a soltar. ¡Y camina más despacio que pierdo el equilibrio! –bufó la
Pascualina.
-¿Más despacio? ¡Pero si voy a paso de
procesión! ¡Más lento y me quedo parado! –exclamó don Pascual algo alterado.
-¡He dicho qué más despacio que me
puede dar algo!
-Tranquila, esposa mía, es imposible
que te pase algo. San Pedro no creo que esté preparado para recibirte. Seguro
que tienes una larga y pesada vida por delante.
-Si sufro de ésta manera no creo; tengo
el corazón que se me va a salir –contestó la mujer entre aspiraciones para
coger aire.
-Vamos, no te pares. Necesitas caminar
mucho. Verás cómo de esta forma te quedarás hecha una sílfide –le animó su
esposo –Aunque no creo. Semejante gordura no se quita caminando. Ni caminando,
ni corriendo, ni siquiera dejando de comer. Tiene carne magra para alimentar a un
batallón completo durante una centuria –pensó don Pascual contrariado subiendo
la parte derecha de su labio superior.
Aunque la mañana estaba siendo fresca
los sudores del matrimonio eran enormes. Ella por el esfuerzo de caminar con
cierta ligereza y él por llevarla del brazo sujetándola fuertemente.
Momento en que don Pascual alza la vista y divisa, a lo lejos, a doña Enriqueta
Iba ensimismado en tal tarea cuando don
Pascual alzó la vista y vio a un burro y a lo lejos a doña Enriqueta. Iba con
una sombrilla para protegerse del sol, lo cual, según su opinión, realzaba su
belleza, ya que ella era muy blanca de piel y a pesar de la frescura de aquella
mañana el sol de mayo era muy fuerte.
El
corazón le dio un vuelco. Siempre que la veía le sucedía lo mismo. Se le
aceleraba todo. Intentaba que no se le notara porque él estaba casado y muy
enamorado de su esposa.
Él
era fiel al sagrado matrimonio. Pero lo que era evidente, era evidente y es que
doña Enriqueta estaba de muy buen ver y encima era una dama culta y de
excelentes modales.
Se alegró profundamente de verla.
Aprovecharía para hacer una parada y poder charlar un rato. Iba por la acera de
la izquierda, la única de esa calle y que junto a la del ayuntamiento, las
cuales se cruzaban, eran las únicas con aquel invento para las personas y que
tanto le había costado construir ya que la gente era muy reacia a esa
disposición que consideraban tan inútil.
Doña Enriqueta también los vio dirigirse
a ellos. Le cambió el rictus.
-¡Estoy atrapada! ¡No me ha dado tiempo
de darme la vuelta y evitarlos! –pensó horrorizada –No por él, que me produce
hormigueos extraños, si no por ella que también me los produce pero estos sí
que no me extrañan.
Don Pascual era el alcalde del pueblo.
Tenía buen porte, de buenas maneras y muy educado. Se casó con la Pascualina en
segundas nupcias, cosa que sorprendió a todos porque lo hizo tras repudiar a su
primera Esposa, llamada Belinda y apodada la Prepucia.
Belinda
era una mujer muy bella de blanca tez y facciones muy suaves cosa que por la
comarca era muy raro encontrar. Venía de una familia de atractivas y delgadas
mujeres y por el contrario: los hombres eran todos muy obesos.
El apodo era de su bisabuela, la auténtica
Prepucia hija de un elegante pordiosero que había aprendido en el extranjero a
consolar a los hombres con gran astucia.
A
don Pascual le perseguían todas las casamenteras pero no se sabe cómo después
de casarse con Belinda, justo al noveno día, la repudió para casarse con la
Pascualina.
Se
rumoreaba que fue porque ésta acudió a
la adivinadora del pueblo que también hacía pócimas y conjuros y le pidió que
embrujara a don Pascual para conseguir sus favores. Pero todo esto era lo que
se decía porque ella, particularmente, no lo creía. Algo tendría la gorda para
conseguir el amor del alcalde. No todo estaba en el físico.
Lo
que sí era cierto es que no se vio más a Belinda y se comentaba que había
envejecido por lo menos veinte años. Todo esto sucedió durante el pasado
invierno y todavía se discutía del asunto por las calles del pueblo.
La Pascualina por seguir
el paso de su marido al acelerarlo éste al ver a doña Enriqueta tropezó sobre
sus propios pies y cayó al suelo. Lo hizo de frente, dando un pequeño traspiés.
A pesar de poner las manos delante no pudo evitar golpearse ligeramente la
frente. Hizo un efecto rebote y después de rodar y dar dos vueltas quedó boca
abajo (...)
Del pasaje 5
Doña Enriqueta siguió, esta vez sí, su
paseo. Ahora le daba vergüenza el haber preguntado nada a don Pascual y a su
mujer sobre la venta de mejillones. ¿Qué habrían pensado? Lo que sí que no
sabía era lo de que hacía tanto tiempo que estaba prohibido vender pescado en
el pueblo. Llevaba seis años viviendo ahí y le extrañaba, la verdad, pero nunca
preguntó por el asunto y nadie nunca le dijo nada. ¡Qué gente más rara, por
Dios! ¡Qué paciencia y aguante había que tener!
Recordó las palabras de don Elviro al
marcharse de su casa diciéndole que el cabrero tenía una cabra a la cual
llamaba Susana. Ella eso no lo recordaba aunque al cabrero no lo había visto
nunca pero sí olido. Y muchas veces ya que cada vez que salía a pasear tenía que
pasar por delante de su casa.
Tal vez él supiera algo en relación con
el acertijo. Si su cabra se llamaba Susana y él cariñosamente la llamaba Susi
puede que la ayudara en sus dudas. No estaba segura de que esto fuera así pero
si no iba a visitarlo no lo averiguaría.
Tenía que pasar por delante de su casa
así es que llamaría a la puerta. Ahora, eso sí, que no la viera nadie llamar.
No por nada, pero mejor que no la vieran. Ella tenía cierta reputación y si la
veían entrar podrían pensar lo que no era.
El cabrero se llamaba Perico, y su casa
consistía en una especie de caseta hecha de piedra y un patio amurallado que
daba a la calle con una entrada sin puerta. Solo había unos palos cruzados.
No tardó mucho en llegar a la casa del
cabrero. Hacía ya un ratillo que el olor a chivo se hacía medio insoportable. Y
eso que estaba en la calle. No quería imaginar lo que sería dentro de aquella
caseta pero parecía que su destino era oler las podredumbres y malos olores de
los demás. Así es que no le pasaría nada por oler un poco más a choto.
Al llegar se aseguró que no hubiera
nadie en la calle. Miró a los dos lados rápidamente y llamó. No contestó nadie
por lo que llamó más fuerte. Al seguir sin contestar nadie intentó otra vez
llamar con más contundencia. Esta vez aporreó la puerta repetidas veces y gritó
suavemente para que nadie la escuchase.
-¡Señor Perico, señor Perico! –insistió
doña Enriqueta.
Pero el cabrero seguía sin contestar.
¿Dónde leñe se habría metido el puñetero? A lo mejor estaba ordeñando alguna
cabra. Iría a mirar al corral
Al darse la vuelta, de repente, como
una presencia de ultratumba, vio una figura humana oscura que la estaba
observando. ¡Era la misma señora que antes saludó mientras hablaba con el
herrero! La miraba fijamente y sonriendo.
-¿Qué hace doña Enriqueta?
¿De dónde habría salido aquella mujer?
¡Hace un instante no estaba! ¡Ella se había asegurado de que nadie la estuviera
observando! ¿Qué que hacía? ¿Y a ella qué carajo le importaba? ¿Y cómo es que
sabía su nombre? Porque ella no lo sabía. La había visto alguna vez pero no
tenía ni idea ni donde vivía ni cómo se llamaba.
-¿Busca al cabrero para algo? ¿Es que
necesita verlo? ¿No le contesta, no?
¡Pero válgame Dios! ¿Sería posible lo
curiosa que era aquella mujer? Le daban ganas de dar unas palmadas y decirle:
¡zape! Lo que tenía qué hacer era meterse en sus cosas y dejarla a ella con las
suyas. A lo mejor si se hacía la sorda la mujer se iría por donde había venido
y no la molestaría más.
-Si llama más fuerte tal vez le oiga.
Él es duro de oído. ¿Quiere que llame yo?
-No señora, no se moleste –le contestó
por fin de mala gana doña Enriqueta –Seguramente es que no está.
-Sí que está.
-¿Cómo está tan segura, señora mía?
-Porque nunca se va sin su chivo y éste
está detrás suya –dijo la señora señalándolo.
Doña Enriqueta se giró despacio y allí
lo vio. Estaba justo detrás de ella, mirándola fijamente a los ojos.
El chivo del cabrero
¿Y semejante bicho que hacía allí en la
calle? ¡Jesús, si parecía un búfalo, no una cabra! Encima la miraba mal y tenía una sonrisa sospechosa y
estaba muy quieto. Se le notaba que tenía ganas de toparla. No haría ningún
movimiento raro.
-¿De dónde ha salido éste animal?
–preguntó angustiada doña Enriqueta.
-Siempre lo hace. Cada vez que alguien
llama a la puerta viene del corral a ver quién es.
-¿Y usted cómo sabe todo esto? Yo es
que he venido a por un poco de leche de cabra porque mi tía quiere hacer unos
quesos. Es la primera vez que vengo. Alguien me dijo que su leche era de la
máxima calidad, que no encontraría otra semejante por aquí.
La señora no paraba de sonreír y de
observar atentamente todos sus movimientos. A doña Enriqueta estaba a punto de
darle un ataque de nervios. Encima de que era una metomentodo no hacía nada por
quitarle a aquella cabra maloliente.
-Llame más fuerte, hágame caso. Si
tarda mucho puede que el choto la chotee.
-¿Qué el choto me chotee? –preguntó con
los ojos muy abiertos –ya podía chotearla a ella que así, a lo mejor, se le
quitaba aquella cara de cebolla que tenía –pensó.
Miró de nuevo al chivo. Este, sin
apartar la mirada, agachó la cabeza. Doña Enriqueta llamó desesperadamente a la
puerta porque sabía que si salía corriendo se llevaría un buen topetazo.
-¡Abra, cabrero, abra de una vez!
¡Abra, por lo que más quiera!
Volvió a mirar detrás suya y vio al
chivo dispuesto a arrancar y a la mujer mirándolo todo. La so asquerosa estaba
disfrutando de aquella escena. Ya tenía motivos para ir de chismorreos por todo
el pueblo.
Ella buscaba anonimato y como la
embistiera el dichoso chivo se enteraría toda la comarca. Cosas así no eran muy
comunes y menos que le pasara a una dama como ella.
Como el dichoso cabrero no abría la
puerta y el chivo ya iba a embestir cerró los ojos y arrugó la cara esperando
el golpe. Apretó los dientes y las nalgas todo lo que pudo. La Gran Embestida
era inevitable (...)
A sus pies, señora mía, está basado en mi primer libro, Doña Enriqueta, escrito en verso.
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