Novela por entregas
(Autor: Juan-Claudio Sanz)
Resumen de las entregas anteriores:
Entrega nº 8
-2-
José
Ninguno
La decoración del salón era
espectacular. Sillas doradas forradas de terciopelo rojo burdeos. Un suelo
brillante como un espejo. Grandes ventanales que daba una luz especial. Lo que
más le llamaba la atención era el brillo que tenía todo.
Al fondo, justo en medio, había una
gran puerta abierta que daba a otro salón. Ella caminaba lentamente hacia ahí.
No sabía muy bien por qué lo hacía pero no podía estar parada. Al llegar un
guardia la paró cruzando una lanza en la puerta. Era curioso pero antes no lo
había visto.
-Deténgase, dama de negro. Atienda a lo
que le diga y haga todo lo que yo le indique –dijo el guardia en tono grave.
La había llamado dama de negro y ahora
que se fijaba bien iba vestida completamente de blanco. ¿A qué vendría ese
apelativo?
-Viuda es de hombre y virgen es de
amor. Cuando el rey la llame a su presencia obedezca en todo lo que le indique.
No sea irrespetuosa y sea muy complaciente.
No sabía qué hacía allí pero cuando el
guardia le dijo que el rey la llamaría no le sorprendió. Por alguna razón sabía
que estaba en el Palacio Real pero lo que no entendía es que pretendía Pepe
Botella.
-Todavía
no me lo creo –exclamó en voz baja –¿Qué querrá José Ninguno? Dicen que es de
aliento perruno y de un solo ojo. ¿Es posible que sea así de feo?
El guardia retiró la lanza y la golpeó
contra el suelo tres veces mientras alzaba bien la cabeza.
-¡El rey proclama que entre la dama!
–gritó –¡El rey proclama que se cierren las puertas del salón! –volvió a gritar
el guardia volviendo a golpear con la lanza otras tres veces contra el suelo.
Seguía estando muy asombrada. Todo
aquello le parecía irreal porque jamás pensó en estar ante su majestad el rey.
Aunque ella, ni ningún español lo consideraba el rey de España. Estaba impuesto
por su hermano de manera cobarde y traicionera. Nadie quería a aquel gabacho de
espantosa fealdad. Había una canción que se cantaba mucho por las calles,
lo hacían los niños mientras jugaban.
Ella la aprendió de tanto escucharla.
El
rey plazuelas va la corte
Con
el porrón en la mano
Contento
va el “Pipote”
Obedeciendo
a su hermano.
Pepe
Botella va asustando
A
las buenas gentes de España
Derriba
iglesias y conventos.
Su
cuerpo se está quemando
Viene
la hoz, viene la guadaña
Que
arda su alma con sufrimientos.
El segundo salón era más pequeño pero
no por eso menos espectacular. Su decoración era fascinante, embaucadora. Y
seguía asombrándole el brillo tan cegador de todo.
El rey estaba de espaldas y al entrar
doña Enriqueta éste se giró. Sonrió muy amablemente y dijo con acento francés:
-Señora española; mis ojos se nublan ante su belleza. Siéntese en éste
sillón y deje que la admire.
Ella no podía decir lo mismo de él.
¡Qué figura tan esperpéntica! Y la ropa estaba como sucia y muy arrugada; como si no se la quitase ni para dormir. Había
oído de su fealdad pero nunca pensó que lo era tanto.
Doña Enriqueta se fue a sentar en aquel
magnífico sillón, que a ella le pareció que era el trono real, cuando le cogió
de la mano el monarca.
-Todavía no se siente, señora
castellana. Quiero que lea lo que pone en aquel gran cuadro que hay colgado en
la pared. Venga conmigo, no se resista y no diga nada.
¡Pero si ella no había dicho
absolutamente nada! Y no se estaba resistiendo pero al ver aquella mano tan
sucia con unas uñas largas y negras ganas le dieron de hacerlo. ¡Menudo puerco!
Aunque bueno, la mayoría de hombres que había conocido tenían así las uñas. A
ella, eso, le daba particularmente mucho asco.
Acompañó a José Ninguno hasta el
mencionado cuadro. Estaba hecho de tela negra el fondo y sobre ésta había
escrito unas frases con letras de oro. Decía lo siguiente:
“He venido a
Madrid
A reinar en
romance
A mandar en
latín
Y a conquistar
en trance
Me manda
Napoleón
Quiere y es su voluntad
Que sea rey de
ésta nación
Y quiero que
ponga en mi blasón
José I
Bonaparte, el rey lealtad”
¡Maldito franchute! ¿A qué venía todo
eso? ¿Qué quería demostrar enseñándole aquel cuadro tan espantoso? Los
franceses eran muy vanidosos; pensaban que por su revolución y por haberle
cortado la cabeza a Luis XVI y María Antonieta, la Delfina, podían ser amos del
mundo.
-Señora española, mi hermano es
emperador y yo rey. Francia es grande y hace grande al resto de las naciones.
Vuestro pueblo nos debe pleitesía. Debemos poseer a las damas bellas españolas,
aunque son escasas. La he hecho venir porque su alma es pura.
-Majestad, todo esto es muy extraño
–dijo doña Enriqueta muy nerviosa apartándose un paso del rey –Nos trata como
si no fuéramos nada los españoles. ¿Qué quiere de mí realmente?
-De vos solo me interesa su cuerpo.
Usarlo por un momento. Quitarme el deseo impuro que me invade. Haré un esfuerzo
y la complaceré.
-¿Complacerme? ¡Yo no quiero sus
favores! Yo solo soy una plebeya. Sois de sangre real impuesta y yo,
discúlpeme, solo deseo que vos y su hermano se pudran. Odio a toda la realeza y
a su corte, a sus imposiciones, a sus guerras y a sus obligaciones. ¡Jamás seré
suya!
-No se altere; ya no hay remedio. Venga,
le enseñaré otra cosa –dijo el rey francés sin perder la calma.
-¡No, no quiero verlo! –gritó la mujer
apartando la vista.
-He dicho que no se altere. Mire el
cuadro de aquella pared –dijo señalando detrás de doña Enriqueta.
¿Más cuadros? Se giró y vio el salón
vacío, completamente vació. En la pared del fondo había un único cuadro muy
pequeño. Apenas si lo distinguía desde aquella distancia. Empezaron a caminar
hacia él pero el cuadro seguía igual de pequeño. No llegaban nunca.
Empezó a sentir un cansancio
inexplicable. Le faltaba la respiración y notó un sudor frío. José Ninguno se
sentó en el trono y comenzó a reírse a carcajadas.
-No se preocupe. Nunca llegará a él.
Quédese quieta, no se mueva y él vendrá a vos. Después venga y siéntese en el
trono. Yo la espero.
Doña Enriqueta quería chillar pero no
podía. Quedó paralizada por el miedo. La pared del fondo se fue acercando a
ella muy despacio. El cuadro ahora ocupaba todo el ancho y el alto del salón.
En medio había escrito una frase que no entendía.
Miró a la derecha pero el rey ya no
estaba. Lo hizo por todo el salón y no lo vio. Volvió a mirar a la pared y
escrita sobre ella, y no sobre el cuadro, estaba aquella frase:
Murotluts ero ni tadnuba susir
¿Por qué le sonaba aquella frase tanto?
Estaba segura de haberla oído en algún sitio pero no lo recordaba. Si estuviera
el rey tal vez él le podría explicar todo aquello, pero no estaba.
-¿No entiende nada, verdad dama
esbelta? –escuchó una voz justo detrás suya.
Juraría que era la de Pepe Botella, el
rey plazuelas, el rey ninguno, el rey españolizado. Se giró bruscamente y
efectivamente era él. Estaba de pie sonriendo y señalando la pared. Ahora era
altísimo, llegaba hasta el techo. Su pánico iba en aumento.
Al volver a mirad a la pared se dio
cuenta que había dos frases como la anterior escritas y estaban a la izquierda.
Las leyó y vio como había una tercera.
Siguió leyendo y cada vez había una más. De repente se fijó y observó que toda
la mitad izquierda estaba escrita con la frase una y otra vez. Ahora serían
miles las frases escritas.
-Majestad –balbuceó –sácame de aquí. Me
estoy volviendo loca. No entiendo nada.
-Señora; su vida no vale nada si vos no
le dais valor. Su destino está en mis manos y yo solo sé cuál es. Solo si
descubre que quiere decir la frase salvará su vida.
¿Salvar su vida? ¿Acaso pensaba
quitársela? Leyó la frase repetidamente pero no conseguía entenderla.
-¡Os lo suplico, majestad, ayudadme!
-Mírese en aquel espejo. En él está la
solución. Pero su vida aquí termina. Los franceses somos sajadores y su cabeza
terminará cortada en la guillotina. ¡Guardias, llévensela! ¡Ordenen que le
corten la cabeza! –gritó José Ninguno con autoridad.
-¿Qué espejo? ¡No veo ningún espejo!
–exclamó doña Enriqueta desesperada –¿La guillotina? ¿Me mandáis a la
guillotina por qué no he querido acceder a sus instintos salvajes? ¡Pues
prefiero la muerte! ¡Soy española y no me dejo corromper por ningún gabacho
pestilente! ¡Su cuerpo, su acento y su cara me repugnan! ¡Moriré con la cabeza
bien alta!
-Todo lo contrario; morirá con la
cabeza bien baja, se lo aseguro. No ha sabido escuchar, ni tan siquiera ver lo
que tan claramente está ante sus ojos. Esta España es mundana, de gentes campesinas.
Es tierra de conejos, estéril. Solo merecéis lo que sois. ¡Guardias, quítenla
de mi presencia!
Dos guardias reales la cogieron por los
brazos y la obligaron a ir con ellos. Pasaron por una estancia llena de
espejos. Las paredes estaban llenas de ellos de todos los tamaños.
En la siguiente sala, en el centro,
estaba él, José I Bonaparte. Tenía una sonrisa burlesca, prepotente. Tenía las
dos manos apoyadas en sendas caderas con las piernas separadas. Doña Enriqueta
miró a los lados y vio entonces que era un patio interior bastante grande.
Detrás del rey había un patíbulo y en el
centro de éste una guillotina.
-Nadie acudirá en su ayuda –le dijo el
rey –Su tiempo ha finalizado. Es imposible escaparse a mi justicia. Y para que
vea lo benévolo que soy la colocarán boca arriba para observar con todo detalle
como la guillotina cae y le corta el cuello.
El terror de doña Enriqueta se
convirtió en aceptación. Dejó de temblar por el pánico de perder la vida.
Prefería la muerte a caer en los deseos carnales e imposiciones de aquel rey
francés tan pérfido.
-¡No me da miedo la muerte, rey de
pacotilla! –exclamó doña Enriqueta muy segura de sí misma –¡La prefiero antes a
tan siquiera que me toque! ¡Todo vos y todo lo que le rodea me da asco! ¡No tengo
marido que defenderme pero sí un pueblo que no se esconde y su muerte pretende!
-Las pretensiones de éste pueblo son
como un gorrino que engorda sin saber cuál es su destino.
Las risotadas del rey eran enormes y no
cesaban. Parecía que se había vuelto loco. Mientras, los guardias, colocaron a
la desafortunada mujer en la guillotina. Lo hicieron boca arriba, como le dijo
José Ninguno. Los brazos se los doblaron hacia atrás y ajustaron el artilugio
para que cabeza y brazos quedaran sujetos.
Doña Enriqueta miró la gran hoja que
pendía en lo alto de su cabeza incrustada en aquel maldito invento. Brillaba de
una manera espeluznante. Sabía que su hora había llegado. Cerró los ojos y
esperó.
-¡Guardias, retírense! –gritó el
monarca mientras seguían sus risas diabólicas –¡Yo mismo haré de verdugo!
El rey se acercó lentamente a ella. Sus
pasos se escuchaban de manera atroz. Retumbaban como si cada paso pesara una
tonelada.
-¡Su alma no se refleja en el espejo! ¡Solo
tenía que haber mirado en él! Ahora, señora, bajaré la palanca. La cuchilla
hará su trabajo. Adiós, bella dama española. Su vida ahora será un sueño del
cual ya no despertará.
Doña Enriqueta escuchó como el monarca
se colocaba al lado de ella. Veía de reojo el movimiento de éste cogiendo la palanca
que accionaba todo aquel mecanismo. De nuevo el monarca empezó a reírse. Esta
vez más fuerte que antes. Y sin parar de reírse accionó la palanca.
La cuchilla bajaba lentamente, muy
despacio. Doña Enriqueta abrió los ojos y de repente la guillotina cogió
velocidad. Volvió a cerrar los ojos fuertemente y esperó el desenlace fatal.