Novela por entregas
(Autor: Juan-Claudio Sanz)
Resumen de las entregas anteriores:
Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial". El acertijo, según doña Enriqueta, habla de una tal Susi, y como la señora del Mirlo se llama Susana, ese es el motivo de ir a verla. Pero sus esperanzas son vanas, y sale de la casa lo más rápido posible ya que de lo contrario su vida corre peligro. Mientras va por las calles del pueblo en dirección a la casa de don Perico, el cabrero del pueblo, se encuentra con el alcalde, don Pascual, y su mujer, la Pascualina, la cual, tropieza y cae de bruces. Una vez que entre doña Enriqueta y el alcalde consiguen poner en pie a la Pascualina, éste, en agradecimiento, la invita a cenar a su casa.
Entrega nº 6
-5-
Perico
el cabrero
Doña Enriqueta siguió, esta vez sí, su
paseo. Ahora le daba vergüenza el haber preguntado nada a don Pascual y a su
mujer sobre la venta de mejillones. ¿Qué habrían pensado? Lo que sí que no
sabía era lo de que hacía tanto tiempo que estaba prohibido vender pescado en
el pueblo. Llevaba seis años viviendo ahí y le extrañaba, la verdad, pero nunca
preguntó por el asunto y nadie nunca le dijo nada. ¡Qué gente más rara, por
Dios! ¡Qué paciencia y aguante había que tener!
Recordó las palabras de don Elviro al
marcharse de su casa diciéndole que el cabrero tenía una cabra a la cual
llamaba Susana. Ella eso no lo recordaba aunque al cabrero no lo había visto
nunca pero sí olido. Y muchas veces ya que cada vez que salía a pasear tenía
que pasar por delante de su casa.
Tal vez él supiera algo en relación con
el acertijo. Si su cabra se llamaba Susana y él cariñosamente la llamaba Susi
puede que la ayudara en sus dudas. No estaba segura de que esto fuera así pero
si no iba a visitarlo no lo averiguaría.
Tenía que pasar por delante de su casa
así es que llamaría a la puerta. Ahora, eso sí, que no la viera nadie llamar.
No por nada, pero mejor que no la vieran. Ella tenía cierta reputación y si la
veían entrar podrían pensar lo que no era.
El cabrero se llamaba Perico, y su casa
consistía en una especie de caseta hecha de piedra y un patio amurallado que
daba a la calle con una entrada sin puerta. Solo había unos palos cruzados.
No tardó mucho en llegar a la casa del
cabrero. Hacía ya un ratillo que el olor a chivo se hacía medio insoportable. Y
eso que estaba en la calle. No quería imaginar lo que sería dentro de aquella
caseta pero parecía que su destino era oler las podredumbres y malos olores de
los demás. Así es que no le pasaría nada por oler un poco más a choto.
Al llegar se aseguró que no hubiera
nadie en la calle. Miró a los dos lados rápidamente y llamó. No contestó nadie
por lo que llamó más fuerte. Al seguir sin contestar nadie intentó otra vez
llamar con más contundencia. Esta vez aporreó la puerta repetidas veces y gritó
suavemente para que nadie la escuchase.
-¡Señor Perico, señor Perico! –insistió
doña Enriqueta.
Pero el cabrero seguía sin contestar.
¿Dónde leñe se habría metido el puñetero? A lo mejor estaba ordeñando alguna
cabra. Iría a mirar al corral.
Al darse la vuelta, de repente, como
una presencia de ultratumba, vio una figura humana oscura que la estaba
observando. ¡Era la misma señora que antes saludó mientras hablaba con el
herrero! La miraba fijamente y sonriendo.
-¿Qué hace doña Enriqueta?
¿De dónde habría salido aquella mujer?
¡Hace un instante no estaba! ¡Ella se había asegurado de que nadie la estuviera
observando! ¿Qué que hacía? ¿Y a ella qué carajo le importaba? ¿Y cómo es que
sabía su nombre? Porque ella no lo sabía. La había visto alguna vez pero no
tenía ni idea ni donde vivía ni cómo se llamaba.
-¿Busca al cabrero para algo? ¿Es que
necesita verlo? ¿No le contesta, no?
¡Pero válgame Dios! ¿Sería posible lo
curiosa que era aquella mujer? Le daban ganas de dar unas palmadas y decirle:
¡zape! Lo que tenía qué hacer era meterse en sus cosas y dejarla a ella con las
suyas. A lo mejor si se hacía la sorda la mujer se iría por donde había venido
y no la molestaría más.
-Si llama más fuerte tal vez le oiga.
Él es duro de oído. ¿Quiere que llame yo?
-No señora, no se moleste –le contestó
por fin de mala gana doña Enriqueta –Seguramente es que no está.
-Sí que está.
-¿Cómo está tan segura, señora mía?
-Porque nunca se va sin su chivo y éste
está detrás suya –dijo la señora señalándolo.
Doña Enriqueta se giró despacio y allí
lo vio. Estaba justo detrás de ella, mirándola fijamente a los ojos.
¿Y semejante bicho que hacía allí en la
calle? ¡Jesús, si parecía un búfalo, no una cabra! Encima la miraba mal y tenía
una sonrisa sospechosa y estaba muy quieto. Se le notaba que tenía ganas de
toparla. No haría ningún movimiento raro.
-¿De
dónde ha salido éste animal? –preguntó angustiada doña Enriqueta.
-Siempre lo hace. Cada vez que alguien
llama a la puerta viene del corral a ver quién es.
-¿Y usted cómo sabe todo esto? Yo es
que he venido a por un poco de leche de cabra porque mi tía quiere hacer unos
quesos. Es la primera vez que vengo. Alguien me dijo que su leche era de la
máxima calidad, que no encontraría otra semejante por aquí.
La señora no paraba de sonreír y de
observar atentamente todos sus movimientos. A doña Enriqueta estaba a punto de
darle un ataque de nervios. Encima de que era una metomentodo no hacía nada por
quitarle a aquella cabra maloliente.
-Llame más fuerte, hágame caso. Si
tarda mucho puede que el choto la chotee.
-¿Qué el choto me chotee? –preguntó con
los ojos muy abiertos –ya podía chotearla a ella que así, a lo mejor, se le
quitaba aquella cara de cebolla que tenía –pensó.
Miró de nuevo al chivo. Este, sin
apartar la mirada, agachó la cabeza. Doña Enriqueta llamó desesperadamente a la
puerta porque sabía que si salía corriendo se llevaría un buen topetazo.
-¡Abra, cabrero, abra de una vez!
¡Abra, por lo que más quiera!
Volvió a mirar detrás suya y vio al
chivo dispuesto a arrancar y a la mujer mirándolo todo. La so asquerosa estaba
disfrutando de aquella escena. Ya tenía motivos para ir de chismorreos por todo
el pueblo.
Ella buscaba anonimato y como la
embistiera el dichoso chivo se enteraría toda la comarca. Cosas así no eran muy
comunes y menos que le pasara a una dama como ella.
Como el dichoso cabrero no abría la
puerta y el chivo ya iba a embestir cerró los ojos y arrugó la cara esperando
el golpe. Apretó los dientes y las nalgas todo lo que pudo. La Gran Embestida
era inevitable.
De repente se oyó una voz dentro de la
casa. Suponía que era la voz del cabrero porque parecían más bien gruñidos. Era
un voz quebrada, como si tuviera una carraspera exagerada.
-¿Quién llama? ¿Quién grita? –se oyó –¡La
puerta abra que está trancada!
Doña Enriqueta se quedó algo
sorprendida de esa forma de hablar. ¿Había dicho trancada? Le recordó a su
abuelo que tenía una manera de expresarse muy antigua.
-¡Pase y no se asuste que no hay
embuste!
La viuda abrió poco a poco la puerta.
Ésta chirriaba, como todas las puertas que se abrían poco a poco. De repente
salió una nube negra de moscas que jamás había visto cosa semejante.
Seguramente huían despavoridas.
Alguien le había dicho en alguna
ocasión que para acostumbrarse a los malos olores era mejor hacer una primera
bocanada profunda y si se resistía y uno
no se desmayaba la siguiente respiración ya no olía nada o casi nada. Ella
en casa de la adivinadora y con la señora del Mirlo respirar poco a poco no le
había dado resultado así que lo intentaría de esta forma. Haría una gran
respiración. Pero no le dio tiempo. Detrás de las moscas vino La Gran Peste
Cabrina. Había escuchado hablar de ella.
La describían como lo peor
que le podía ocurrir a una persona y que si por desgracia se olía después ya no
se volvía a ser el mismo, que la vida cambiaba. Siempre pensó que todo era una
exageración. De acuerdo que los malos olores podían producir náuseas pero ella
estaba muy acostumbrada.
Pero estaba muy equivocada. Lo primero
que sintió es como si alguien le clavara un puñal en el estómago. Después como
si alguien la quemara con una antorcha en la cara. También sintió como si
alguien le diera un gran mordisco en mitad del… Fue tal el dolor que hasta se
encogió. Luego notó como si alguien le arrancara todas las tripas con la mano y
finalmente sintió como si alguien le estuviera soplando en el trasero.
Pero esto último era real. Porque era
el chivo. Y lo hacía muy interesado. Seguramente, al abrir la puerta doña
Enriqueta y salir de golpe toda aquella esencia el chivo creyó que venía de
ella y que estaba en celo.
-Estoy atrapada, pardiez. Esto sí que
no me lo esperaba –pensó muy afectada la viuda –Se complica el asunto.
-Tenga confianza, que soy el cabrero
Perico. Rico en formas y modos. Dos peludas orejas y codos. Dos bultos cate, os
suplico. Soy de miembro porténtico con mirada y risa diabólica. Y aunque de
creencia apostólica soy de aliento de mono auténtico.
¡Era trovador! ¡Por eso esa forma de
hablar! Era cierto que había gente que no hablaba, sino que trovaba. Pero los
que ella conocía eran trovadores auténticos los cuales iban por las ferias de
los pueblos cantando sus cantigas, pastorelas, decires y zéjeles.
-Discúlpeme, señor cabrero. Si en
realidad no necesito nada de usted. Yo ya me marcho –se excusó doña Enriqueta
poniéndose la mano en la nariz. Con la otra palpó por detrás y notó una gran
cosa muy dura. Era un cuerno del chivo el cual seguía oliéndola y le empezó a
dar pequeños empujones que la introdujeron más en la casa.
Lo miró y vio, toda horripilada, como levantaba el labio superior
de una forma muy rara y sacaba la lengua hacia un lado con los ojos como en
blanco. Y el chivo también.
-Bien, aquí queden con Dios. Yo me
marcho a mis labores –se oyó decir a la señora de la calle.
Doña Enriqueta no sabía cómo salir de
aquel embrollo. Al cabrero todavía no lo había visto pero notó su sombra al
fondo de la caseta. Sus visitas de la mañana eran todas así; estancias oscuras
malolientes y al fondo una figura que no se dejaba ver claramente al principio.
-Enséñeme el busto, que así paso gusto.
No sea mal educada que la tengo preparada –dijo el cabrero –Si quiere –continuó
–el hocico arrimo con mucho mimo a su morera de color negrera. ¿Está ya tumbada?
-¡Por Judas Tadeo y Judas Iscariote, el
traicionero! –gritó sin poder evitarlo intentando al mismo tiempo quitarse al
chivo de su lado más oscuro. Lo de morera de color negrera y lo de si ya estaba
tumbada la asustó de veras.
¿Pero qué era todo aquello? ¿Quién era
aquel hombre? Se había metido en la boca del lobo y no sabía cómo salir. Eso le
pasaba por meterse donde no la llamaban. ¿Por cierto, qué era lo qué tenía
preparada? Sería alguna cabra que estaría lista para ordeñarla. Aprovecharía
para preguntar por sus cabras y así cambiar de tema y que no hubiera tanta
tensión.
-¿Quiere que con mucho ardiz use bien
mi nariz? –preguntó el cabrero sin moverse.
-¡Por todos los diablos de rabo largo!
¡Que esto no sea realidad si no sueño porque aunque mucho quiera y ponga empeño
éste mal trago está siendo muy amargo! –suplicó doña Enriqueta.
¡Vaya, si había hablado en verso! Lo
había hecho sin querer. Se le habría pegado de aquel engendro. Se acercaría un
poco más para al menos ver cómo era físicamente y hacerle la pregunta.
-Señor Perico, le confesaré la verdad.
Venía para conocer a sus cabras. Me han hablado de una que se llama Susana. Tal
vez esté interesada en comprársela pero antes me tiene que hablar de ella.
Donde nació, cuanto pesó al nacer, quienes son sus padres, ya sabe, todo esa
información.
-Señora mía, yo también le confesaré la
verdad. Estos versos siempre los digo a todas mis visitas femeninas cuando
vienen por primera vez. Y si cae algo pues bienvenido. Lo que pasa es que nunca
más regresan. Comprenderá mi necesidad entonces. Viene poca gente y menos
mujeres solitarias –dijo el cabrero haciendo un ruido raro con la boca, rozando
la lengua con el paladar, parecido a como cuando se arría a un animal de carga.
-Espero que ese ruido lo haga con la
lengua –pensó la viuda –Y vaya sorpresa. Sabe mantener una conversación normal
por lo que parece.
-¿En serio quiere comprar una cabra?
–preguntó sorprendido el cabrero.
Doña Enriqueta se fue acercando. Nunca
pensó que se podía haber acostumbrado a aquel olor que había. Pero lo hizo.
Tenían razón los que decían que si resistías la primera bocanada después te inmunizabas.
Aunque ella pensó que había perdido el olfato para siempre.
La figura del cabrero se fue haciendo
más nítida. Por fin lo pudo distinguir. ¡Era más feo de lo que habría pensando
jamás! ¡Y esa risa de baboso! ¡Por Dios que asco! ¡Los pocos dientes que tenía
los tenía marrones y como podridos! Tenía cierta semejanza con el chivo, y no
podría jurar que no fueran parientes.
Pero reconocía que le había
sorprendido. Era más profundo de lo que hubiese imaginado. Y el olor del cabrero también. La vida daba
sorpresas y ella lo hacía continuamente. Y ésta era una de ellas. ¿Dónde habría
aprendido a hablar tan correctamente?
-Don Perico ¿alguna de sus cabras tiene
por nombre Susana?
-¿Y ese interés por mi Susana?
–preguntó el cabrero cambiando el tono de voz.
Este era cariñoso y a la vez
melancólico. Debía de tenerle mucho aprecio a esa cabra.
-Es largo de contar. Solo dígame cosas
de ella –¡Vaya –pensó –por lo tanto es verdad que tiene una cabra que se llama
Susana!
-¿Y qué le puedo contar, señora mía?
–sonrió don Perico –Es la más bella de mis cabras. Estamos muy unidos y nos
entendemos a la perfección. Ella me quiere como se debe de querer a pesar de mi
ceguera.
¿Ceguera? ¡Ahora comprendía aquella
forma de mirar! Lo que no terminaba de comprender era esa deformidad. Era como
chepado pero sin chepa. Al principio cuando lo vio en la oscuridad pensó que
estaba sentado pero ahora que lo veía bien se dio cuenta que era así de bajo. Y
por eso no se movía del sitio, porque no veía ni torta. Por cierto… ¿a qué se
referiría con lo de que su cabra le quería como se debía de querer?
-Soy ciego de nacimiento –continuó
–Pero no necesito de la vista para oler a una buena hembra. Como estamos de
confesiones le diré que cuando conocí a Susana su aroma me impregnó y quedé
prendado de ella. No supe que era una cabra hasta pasados unos días pero eso ya
daba igual: Cupido había hecho su trabajo.
Mientras el cabrero iba hablando la
cara de doña Enriqueta iba cambiando. Solo imaginarse a la cabra y a don Perico
juntos en el lecho conyugal hizo que los dedos gordos de los pies le hicieran
unos movimientos muy extraños hacia los lados. Lo de “Cupido había hecho su
trabajo” hizo que por un momento se marease.
La viuda volvió a mirar a la cara del
cabrero porque no se terminaba de creer lo que acababa de oír. Le vinieron unas
pequeñas arcadas que pudo controlar.
Volvió a notar un aliento en su
trasero. ¡El chivo! ¡Ya ni se acordaba de él! Había que ver que cuando uno se
acostumbraba a algo ya ni echaba cuentas. Intentó apartarlo con la mano pero
éste no cejaba en su empeño. Ahora empezó a darle pequeños topetazos y seguía
subiendo el labio superior y oliendo en el aire y sacando la lengua a un lado.
-¿Y podría verla, si no es mucha
molestia? Me gustaría ver como es. Sé que le parecerá raro pero es muy
importante que la vea. En realidad no sé por qué es importante pero quiero
verla.
-Señora, está detrás suya. Su olor es
inconfundible. Siempre que recibo visita mi Susana la recibe. Ella es muy
cariñosa y educada.
Doña Enriqueta volvió a mirar por todos
lados. Allí solo estaba el chivo. Tal vez la tal Susana estaba en algún rincón.
Ya no estaba segura de nada.
-Perdone –sonrió forzadamente –yo hablo
de una cabra hembra. ¿Puedo verla?
-Jamás me ha fallado mi olfato. Mi Susi
está detrás suya. Se lo demostraré.
El cabrero hizo unos ruidos con la
garganta y chascó los dedos. Inmediatamente el animal se dirigió al hombre.
Éste lo cogió por las patas traseras y lo empezó a palpar. Se arrimó un poco y
aspiró con fuerza.
-¿Lo ve? ¡Es mi Susana! –dijo el
cabrero muy orgulloso –Yo no he visto cosa igual. Es femenina y hembra entre
las hembras.
-Yo tampoco he visto cosa igual, se lo
prometo –dijo doña Enriqueta con voz baja y verdaderamente horripilada.
¡Hembra entre las hembras había dicho!
¡Pero si era un chivo, un macho cabrío y de los buenos! ¡Era lo más desagradable
que había visto hasta la fecha! No quería seguir mirando pero no podía apartar
la vista.
No deseaba quitarle la ilusión al
cabrero con su amada. Bueno, su supuesta amada. Ya había visto suficiente y
hora era ya de marcharse. Un minuto más allí y fallecería. No quería saber más de cabras, ni de cabreros
ni de chivos salidos, ni de acertijos, ni de Susanas ni de nada.
-Señor cabrero, me acabo de acordar.
Tengo que irme sin más dilaciones. Gracias por todo. Ha sido muy amable.
Doña Enriqueta se dio media vuelta y se
apresuró a salir de aquella vivienda tan pestilente. Le iba a costar mucho
olvidar todo aquello. ¡Vaya manera que había tenido de perder el tiempo!
En cuanto la viuda se dirigió a la
puerta el chivo salió detrás de ella. Pero el cabrero la tenía bien agarrada de
las patas traseras y no la dejó marchar.
-¿Dónde vas, morena mía? Ven aquí que te
acaricie entera. ¿Sabe, señora? Yo intenté que el cura nos casara. Pero no fue
posible. Me dijo que era Satanás y que rezara cuatro padrenuestros y cinco
avemarías. ¿Aunque ya que importa?
-¡Por Santa Justa Violata! –exclamó
doña Enriqueta –¡Por Cristo y San Benigno! ¡Por Satanás y el Maligno! ¡Si gruñe
y hace ruidos como una rata!
Era lo que le quedaba por escuchar.
Aquel hombre estaba completamente loco. Lo de hablar correctamente la había
engañado por un momento pero ahora se daba cuenta que era un animal salvaje y
que más valía poner pies en polvorosa.
El chivo hizo fuerza para deshacerse
del cabrero pero éste le agarró con más
fuerza. Forcejearon un rato hasta que el desespero del chivo por seguir a doña
Enriqueta hizo que éste le soltara una patada en toda la cara. Lo hizo con tal
fuerza que lo tumbó boca arriba. No hubo ni gritos ni lamentos. Simplemente
cayó al suelo. El chivo se revolvió y lo embistió unas cuantas veces. Y lo hizo
con rabia, como si llevase mucho tiempo desear hacerlo. Paró un momento y se
quedó mirando el cuerpo y le dio otros cuantos topetazos más. Después salió
corriendo de la casa a toda velocidad.
Ella haría lo mismo. Saldría huyendo
sin mirar atrás. Era lo mejor. Demasiadas impresiones en muy poco tiempo. ¿Y
total para qué? No había averiguado nada acerca del acertijo y solo había
conseguido conocer peligrosos nuevos olores. Se juraba a sí misma que jamás
contaría a nadie lo que le acababa de
pasar.
Salió de la casa mirando antes de que
no estuviera el chivo ni hubiera nadie por la calle. Cerró la puerta con
cuidado y se dirigió calle abajo como si no hubiera pasado nada. Incluso sonrió
forzadamente para no pensar en lo sucedido. Intentaría que no se le notara en
la cara, así evitaría preguntas engorrosas.
Daría la vuelta por la siguiente calle
y se dirigiría a descansar un rato a su casa. Necesitaba tumbarse y dormir un
poco. No comería, no podría hacerlo después de ver lo que vio en casa del
cabrero. Esperaba que éste se encontrara bien porque los topetazos del chivo
habían sido impresionantes. Parecía que lo hacía con saña como alguien que está
siendo sometido todo el tiempo y al final estalla en un ataque de ira. Pero es
que también, por donde lo cogía el cabrero y lo que le hacía, no había quien
aguantara eso. Aunque él dijo que llevaban así varios años.
-¡Pobre chivo! –pensó muy angustiada
–¡Lo que ha tenido que aguantar el pobre bicho! Ahora entiendo esa forma de
cornearle. ¿Y la patada? ¡Por Dios qué patada le ha soltado en toda la cara!
Hasta a mí me ha dolido. Se la ha dado de golpe, en seco. Lo que me extraña es
que el cabrero no ha dicho ni pío. En fin, cuando se despierte del golpe no
sabrá ni qué ha pasado. Ahora necesito descansar y lavar bien toda mi ropa y
asearme yo para quitarme este olor.
A los pocos minutos llegó a su casa y
de forma inusual no se encontró a nadie por la calle, por suerte para ella, y
por suerte para la otra persona; olerla no hubiese sido nada agradable.
Después de poner su ropa en agua
hirviendo y de bañarse con jabón durante un buen rato se metió en la cama a
descansar. ¡Qué placer poder dormir la siesta! Intentaría olvidarse de todo. Lo
necesitaba.
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