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Este blog personal es solo eso: personal. No pretendo nada más que escribir sobre libros, autores y mis pensamientos literarios y poéticos y también sobre mis canciones favoritas. También en las páginas de Mi Arte y Recuerdos explico, con fotos, algo más de mí. En la página de Visitas España al blog pongo las banderas de las provincias españolas que me han visitado y una breve historia sobre la capital de cada provincia. De igual forma hago en la página Visitas países al blog, con la bandera del país y una breve historia sobre el mismo. Yo disfruto al máximo al escribir este blog y espero y deseo que los que entren y lo lean hagan lo mismo.

domingo, 11 de agosto de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (VI)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:

Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial". El acertijo, según doña Enriqueta, habla de una tal Susi, y como la señora del Mirlo se llama Susana, ese es el motivo de ir a verla. Pero sus esperanzas son vanas, y sale de la casa lo más rápido posible ya que de lo contrario su vida corre peligro. Mientras va por las calles del pueblo en dirección a la casa de don Perico, el cabrero del pueblo, se encuentra con el alcalde, don Pascual, y su mujer, la Pascualina, la cual, tropieza y cae de bruces. Una vez que entre doña Enriqueta y el alcalde consiguen poner en pie a la Pascualina, éste, en agradecimiento, la invita a cenar a su casa.




Entrega nº 6





-5-
Perico el cabrero

         Doña Enriqueta siguió, esta vez sí, su paseo. Ahora le daba vergüenza el haber preguntado nada a don Pascual y a su mujer sobre la venta de mejillones. ¿Qué habrían pensado? Lo que sí que no sabía era lo de que hacía tanto tiempo que estaba prohibido vender pescado en el pueblo. Llevaba seis años viviendo ahí y le extrañaba, la verdad, pero nunca preguntó por el asunto y nadie nunca le dijo nada. ¡Qué gente más rara, por Dios! ¡Qué paciencia y aguante había que tener!
         Recordó las palabras de don Elviro al marcharse de su casa diciéndole que el cabrero tenía una cabra a la cual llamaba Susana. Ella eso no lo recordaba aunque al cabrero no lo había visto nunca pero sí olido. Y muchas veces ya que cada vez que salía a pasear tenía que pasar por delante de su casa.
         Tal vez él supiera algo en relación con el acertijo. Si su cabra se llamaba Susana y él cariñosamente la llamaba Susi puede que la ayudara en sus dudas. No estaba segura de que esto fuera así pero si no iba a visitarlo no lo averiguaría.
         Tenía que pasar por delante de su casa así es que llamaría a la puerta. Ahora, eso sí, que no la viera nadie llamar. No por nada, pero mejor que no la vieran. Ella tenía cierta reputación y si la veían entrar podrían pensar lo que no era.
         El cabrero se llamaba Perico, y su casa consistía en una especie de caseta hecha de piedra y un patio amurallado que daba a la calle con una entrada sin puerta. Solo había unos palos cruzados.
         No tardó mucho en llegar a la casa del cabrero. Hacía ya un ratillo que el olor a chivo se hacía medio insoportable. Y eso que estaba en la calle. No quería imaginar lo que sería dentro de aquella caseta pero parecía que su destino era oler las podredumbres y malos olores de los demás. Así es que no le pasaría nada por oler un poco más a choto.
         Al llegar se aseguró que no hubiera nadie en la calle. Miró a los dos lados rápidamente y llamó. No contestó nadie por lo que llamó más fuerte. Al seguir sin contestar nadie intentó otra vez llamar con más contundencia. Esta vez aporreó la puerta repetidas veces y gritó suavemente para que nadie la escuchase.
         -¡Señor Perico, señor Perico! –insistió doña Enriqueta.
         Pero el cabrero seguía sin contestar. ¿Dónde leñe se habría metido el puñetero? A lo mejor estaba ordeñando alguna cabra. Iría a mirar al corral.
         Al darse la vuelta, de repente, como una presencia de ultratumba, vio una figura humana oscura que la estaba observando. ¡Era la misma señora que antes saludó mientras hablaba con el herrero! La miraba fijamente y sonriendo.
         -¿Qué hace doña Enriqueta?
         ¿De dónde habría salido aquella mujer? ¡Hace un instante no estaba! ¡Ella se había asegurado de que nadie la estuviera observando! ¿Qué que hacía? ¿Y a ella qué carajo le importaba? ¿Y cómo es que sabía su nombre? Porque ella no lo sabía. La había visto alguna vez pero no tenía ni idea ni donde vivía ni cómo se llamaba.
         -¿Busca al cabrero para algo? ¿Es que necesita verlo? ¿No le contesta, no?
         ¡Pero válgame Dios! ¿Sería posible lo curiosa que era aquella mujer? Le daban ganas de dar unas palmadas y decirle: ¡zape! Lo que tenía qué hacer era meterse en sus cosas y dejarla a ella con las suyas. A lo mejor si se hacía la sorda la mujer se iría por donde había venido y  no la molestaría más.
         -Si llama más fuerte tal vez le oiga. Él es duro de oído. ¿Quiere que llame yo?
         -No señora, no se moleste –le contestó por fin de mala gana doña Enriqueta –Seguramente es que no está.
         -Sí que está.
         -¿Cómo está tan segura, señora mía?
         -Porque nunca se va sin su chivo y éste está detrás suya –dijo la señora señalándolo.
         Doña Enriqueta se giró despacio y allí lo vio. Estaba justo detrás de ella, mirándola fijamente a los ojos.
         ¿Y semejante bicho que hacía allí en la calle? ¡Jesús, si parecía un búfalo, no una cabra! Encima la miraba mal y tenía una sonrisa sospechosa y estaba muy quieto. Se le notaba que tenía ganas de toparla. No haría ningún movimiento raro.
-¿De dónde ha salido éste animal? –preguntó angustiada doña Enriqueta.
         -Siempre lo hace. Cada vez que alguien llama a la puerta viene del corral a ver quién es.
         -¿Y usted cómo sabe todo esto? Yo es que he venido a por un poco de leche de cabra porque mi tía quiere hacer unos quesos. Es la primera vez que vengo. Alguien me dijo que su leche era de la máxima calidad, que no encontraría otra semejante por aquí.
         La señora no paraba de sonreír y de observar atentamente todos sus movimientos. A doña Enriqueta estaba a punto de darle un ataque de nervios. Encima de que era una metomentodo no hacía nada por quitarle a aquella cabra maloliente.
         -Llame más fuerte, hágame caso. Si tarda mucho puede que el choto la chotee.
         -¿Qué el choto me chotee? –preguntó con los ojos muy abiertos –ya podía chotearla a ella que así, a lo mejor, se le quitaba aquella cara de cebolla que tenía –pensó.
         Miró de nuevo al chivo. Este, sin apartar la mirada, agachó la cabeza. Doña Enriqueta llamó desesperadamente a la puerta porque sabía que si salía corriendo se llevaría un buen topetazo.
         -¡Abra, cabrero, abra de una vez! ¡Abra, por lo que más quiera!
         Volvió a mirar detrás suya y vio al chivo dispuesto a arrancar y a la mujer mirándolo todo. La so asquerosa estaba disfrutando de aquella escena. Ya tenía motivos para ir de chismorreos por todo el pueblo.
         Ella buscaba anonimato y como la embistiera el dichoso chivo se enteraría toda la comarca. Cosas así no eran muy comunes y menos que le pasara a una dama como ella.
         Como el dichoso cabrero no abría la puerta y el chivo ya iba a embestir cerró los ojos y arrugó la cara esperando el golpe. Apretó los dientes y las nalgas todo lo que pudo. La Gran Embestida era inevitable.
         De repente se oyó una voz dentro de la casa. Suponía que era la voz del cabrero porque parecían más bien gruñidos. Era un voz quebrada, como si tuviera una carraspera exagerada.
         -¿Quién llama? ¿Quién grita? –se oyó –¡La puerta abra que está trancada!
         Doña Enriqueta se quedó algo sorprendida de esa forma de hablar. ¿Había dicho trancada? Le recordó a su abuelo que tenía una manera de expresarse muy antigua.
         -¡Pase y no se asuste que no hay embuste!
         La viuda abrió poco a poco la puerta. Ésta chirriaba, como todas las puertas que se abrían poco a poco. De repente salió una nube negra de moscas que jamás había visto cosa semejante. Seguramente huían despavoridas.
         Alguien le había dicho en alguna ocasión que para acostumbrarse a los malos olores era mejor hacer una primera bocanada profunda y si se resistía y uno  no se desmayaba la siguiente respiración ya no olía nada o casi nada. Ella en casa de la adivinadora y con la señora del Mirlo respirar poco a poco no le había dado resultado así que lo intentaría de esta forma. Haría una gran respiración. Pero no le dio tiempo. Detrás de las moscas vino La Gran Peste Cabrina. Había escuchado hablar  de ella. La describían como lo peor que le podía ocurrir a una persona y que si por desgracia se olía después ya no se volvía a ser el mismo, que la vida cambiaba. Siempre pensó que todo era una exageración. De acuerdo que los malos olores podían producir náuseas pero ella estaba muy acostumbrada.
         Pero estaba muy equivocada. Lo primero que sintió es como si alguien le clavara un puñal en el estómago. Después como si alguien la quemara con una antorcha en la cara. También sintió como si alguien le diera un gran mordisco en mitad del… Fue tal el dolor que hasta se encogió. Luego notó como si alguien le arrancara todas las tripas con la mano y finalmente sintió como si alguien le estuviera soplando en el trasero.
         Pero esto último era real. Porque era el chivo. Y lo hacía muy interesado. Seguramente, al abrir la puerta doña Enriqueta y salir de golpe toda aquella esencia el chivo creyó que venía de ella y que estaba en celo.
         -Estoy atrapada, pardiez. Esto sí que no me lo esperaba –pensó muy afectada la viuda –Se complica el asunto.
         -Tenga confianza, que soy el cabrero Perico. Rico en formas y modos. Dos peludas orejas y codos. Dos bultos cate, os suplico. Soy de miembro porténtico con mirada y risa diabólica. Y aunque de creencia apostólica soy de aliento de mono auténtico.
         ¡Era trovador! ¡Por eso esa forma de hablar! Era cierto que había gente que no hablaba, sino que trovaba. Pero los que ella conocía eran trovadores auténticos los cuales iban por las ferias de los pueblos cantando sus cantigas, pastorelas, decires y zéjeles.
         -Discúlpeme, señor cabrero. Si en realidad no necesito nada de usted. Yo ya me marcho –se excusó doña Enriqueta poniéndose la mano en la nariz. Con la otra palpó por detrás y notó una gran cosa muy dura. Era un cuerno del chivo el cual seguía oliéndola y le empezó a dar pequeños empujones que la introdujeron más en la casa.
          Lo miró y vio, toda  horripilada, como levantaba el labio superior de una forma muy rara y sacaba la lengua hacia un lado con los ojos como en blanco. Y el chivo también.
         -Bien, aquí queden con Dios. Yo me marcho a mis labores –se oyó decir a la señora de la calle.
         Doña Enriqueta no sabía cómo salir de aquel embrollo. Al cabrero todavía no lo había visto pero notó su sombra al fondo de la caseta. Sus visitas de la mañana eran todas así; estancias oscuras malolientes y al fondo una figura que no se dejaba ver claramente al principio.
         -Enséñeme el busto, que así paso gusto. No sea mal educada que la tengo preparada –dijo el cabrero –Si quiere –continuó –el hocico arrimo con mucho mimo a su morera de color negrera. ¿Está ya tumbada?
         -¡Por Judas Tadeo y Judas Iscariote, el traicionero! –gritó sin poder evitarlo intentando al mismo tiempo quitarse al chivo de su lado más oscuro. Lo de morera de color negrera y lo de si ya estaba tumbada la asustó de veras.
           ¿Pero qué era todo aquello? ¿Quién era aquel hombre? Se había metido en la boca del lobo y no sabía cómo salir. Eso le pasaba por meterse donde no la llamaban. ¿Por cierto, qué era lo qué tenía preparada? Sería alguna cabra que estaría lista para ordeñarla. Aprovecharía para preguntar por sus cabras y así cambiar de tema y que no hubiera tanta tensión.
         -¿Quiere que con mucho ardiz use bien mi nariz? –preguntó el cabrero sin moverse.
         -¡Por todos los diablos de rabo largo! ¡Que esto no sea realidad si no sueño porque aunque mucho quiera y ponga empeño éste mal trago está siendo muy amargo! –suplicó doña Enriqueta.
         ¡Vaya, si había hablado en verso! Lo había hecho sin querer. Se le habría pegado de aquel engendro. Se acercaría un poco más para al menos ver cómo era físicamente y hacerle la pregunta.
         -Señor Perico, le confesaré la verdad. Venía para conocer a sus cabras. Me han hablado de una que se llama Susana. Tal vez esté interesada en comprársela pero antes me tiene que hablar de ella. Donde nació, cuanto pesó al nacer, quienes son sus padres, ya sabe, todo esa información.
         -Señora mía, yo también le confesaré la verdad. Estos versos siempre los digo a todas mis visitas femeninas cuando vienen por primera vez. Y si cae algo pues bienvenido. Lo que pasa es que nunca más regresan. Comprenderá mi necesidad entonces. Viene poca gente y menos mujeres solitarias –dijo el cabrero haciendo un ruido raro con la boca, rozando la lengua con el paladar, parecido a como cuando se arría a un animal de carga.
         -Espero que ese ruido lo haga con la lengua –pensó la viuda –Y vaya sorpresa. Sabe mantener una conversación normal por lo que parece.
         -¿En serio quiere comprar una cabra? –preguntó sorprendido el cabrero.
     Doña Enriqueta se fue acercando. Nunca pensó que se podía haber acostumbrado a aquel olor que había. Pero lo hizo. Tenían razón los que decían que si resistías la primera bocanada después te inmunizabas. Aunque ella pensó que había perdido el olfato para siempre.
       La figura del cabrero se fue haciendo más nítida. Por fin lo pudo distinguir. ¡Era más feo de lo que habría pensando jamás! ¡Y esa risa de baboso! ¡Por Dios que asco! ¡Los pocos dientes que tenía los tenía marrones y como podridos! Tenía cierta semejanza con el chivo, y no podría jurar que no fueran parientes.
         Pero reconocía que le había sorprendido. Era más profundo de lo que hubiese imaginado.  Y el olor del cabrero también. La vida daba sorpresas y ella lo hacía continuamente. Y ésta era una de ellas. ¿Dónde habría aprendido a hablar tan correctamente?
         -Don Perico ¿alguna de sus cabras tiene por nombre Susana?
         -¿Y ese interés por mi Susana? –preguntó el cabrero cambiando el tono de voz.
         Este era cariñoso y a la vez melancólico. Debía de tenerle mucho aprecio a esa cabra.
         -Es largo de contar. Solo dígame cosas de ella –¡Vaya –pensó –por lo tanto es verdad que tiene una cabra que se llama Susana!
         -¿Y qué le puedo contar, señora mía? –sonrió don Perico –Es la más bella de mis cabras. Estamos muy unidos y nos entendemos a la perfección. Ella me quiere como se debe de querer a pesar de mi ceguera.
         ¿Ceguera? ¡Ahora comprendía aquella forma de mirar! Lo que no terminaba de comprender era esa deformidad. Era como chepado pero sin chepa. Al principio cuando lo vio en la oscuridad pensó que estaba sentado pero ahora que lo veía bien se dio cuenta que era así de bajo. Y por eso no se movía del sitio, porque no veía ni torta. Por cierto… ¿a qué se referiría con lo de que su cabra le quería como se debía de querer?
         -Soy ciego de nacimiento –continuó –Pero no necesito de la vista para oler a una buena hembra. Como estamos de confesiones le diré que cuando conocí a Susana su aroma me impregnó y quedé prendado de ella. No supe que era una cabra hasta pasados unos días pero eso ya daba igual: Cupido había hecho su trabajo.
         Mientras el cabrero iba hablando la cara de doña Enriqueta iba cambiando. Solo imaginarse a la cabra y a don Perico juntos en el lecho conyugal hizo que los dedos gordos de los pies le hicieran unos movimientos muy extraños hacia los lados. Lo de “Cupido había hecho su trabajo” hizo que por un momento se marease.
         La viuda volvió a mirar a la cara del cabrero porque no se terminaba de creer lo que acababa de oír. Le vinieron unas pequeñas arcadas que pudo controlar.
         Volvió a notar un aliento en su trasero. ¡El chivo! ¡Ya ni se acordaba de él! Había que ver que cuando uno se acostumbraba a algo ya ni echaba cuentas. Intentó apartarlo con la mano pero éste no cejaba en su empeño. Ahora empezó a darle pequeños topetazos y seguía subiendo el labio superior y oliendo en el aire y sacando la lengua a un lado.
         -¿Y podría verla, si no es mucha molestia? Me gustaría ver como es. Sé que le parecerá raro pero es muy importante que la vea. En realidad no sé por qué es importante pero quiero verla.
         -Señora, está detrás suya. Su olor es inconfundible. Siempre que recibo visita mi Susana la recibe. Ella es muy cariñosa y educada.
         Doña Enriqueta volvió a mirar por todos lados. Allí solo estaba el chivo. Tal vez la tal Susana estaba en algún rincón. Ya no estaba segura de nada.
         -Perdone –sonrió forzadamente –yo hablo de una cabra hembra. ¿Puedo verla?
         -Jamás me ha fallado mi olfato. Mi Susi está detrás suya. Se lo demostraré.
         El cabrero hizo unos ruidos con la garganta y chascó los dedos. Inmediatamente el animal se dirigió al hombre. Éste lo cogió por las patas traseras y lo empezó a palpar. Se arrimó un poco y aspiró con fuerza.
         -¿Lo ve? ¡Es mi Susana! –dijo el cabrero muy orgulloso –Yo no he visto cosa igual. Es femenina y hembra entre las hembras.
         -Yo tampoco he visto cosa igual, se lo prometo –dijo doña Enriqueta con voz baja y verdaderamente horripilada.
         ¡Hembra entre las hembras había dicho! ¡Pero si era un chivo, un macho cabrío y de los buenos! ¡Era lo más desagradable que había visto hasta la fecha! No quería seguir mirando pero no podía apartar la vista.
         No deseaba quitarle la ilusión al cabrero con su amada. Bueno, su supuesta amada. Ya había visto suficiente y hora era ya de marcharse. Un minuto más allí y fallecería.  No quería saber más de cabras, ni de cabreros ni de chivos salidos, ni de acertijos, ni de Susanas ni de nada.
         -Señor cabrero, me acabo de acordar. Tengo que irme sin más dilaciones. Gracias por todo. Ha sido muy amable.
         Doña Enriqueta se dio media vuelta y se apresuró a salir de aquella vivienda tan pestilente. Le iba a costar mucho olvidar todo aquello. ¡Vaya manera que había tenido de perder el tiempo!
         En cuanto la viuda se dirigió a la puerta el chivo salió detrás de ella. Pero el cabrero la tenía bien agarrada de las patas traseras y no la dejó marchar.
         -¿Dónde vas, morena mía? Ven aquí que te acaricie entera. ¿Sabe, señora? Yo intenté que el cura nos casara. Pero no fue posible. Me dijo que era Satanás y que rezara cuatro padrenuestros y cinco avemarías. ¿Aunque ya que importa?
         -¡Por Santa Justa Violata! –exclamó doña Enriqueta –¡Por Cristo y San Benigno! ¡Por Satanás y el Maligno! ¡Si gruñe y hace ruidos como una rata!
         Era lo que le quedaba por escuchar. Aquel hombre estaba completamente loco. Lo de hablar correctamente la había engañado por un momento pero ahora se daba cuenta que era un animal salvaje y que más valía poner pies en polvorosa.
         El chivo hizo fuerza para deshacerse del cabrero pero éste le agarró con  más fuerza. Forcejearon un rato hasta que el desespero del chivo por seguir a doña Enriqueta hizo que éste le soltara una patada en toda la cara. Lo hizo con tal fuerza que lo tumbó boca arriba. No hubo ni gritos ni lamentos. Simplemente cayó al suelo. El chivo se revolvió y lo embistió unas cuantas veces. Y lo hizo con rabia, como si llevase mucho tiempo desear hacerlo. Paró un momento y se quedó mirando el cuerpo y le dio otros cuantos topetazos más. Después salió corriendo de la casa a toda velocidad.
         Ella haría lo mismo. Saldría huyendo sin mirar atrás. Era lo mejor. Demasiadas impresiones en muy poco tiempo. ¿Y total para qué? No había averiguado nada acerca del acertijo y solo había conseguido conocer peligrosos nuevos olores. Se juraba a sí misma que jamás contaría a  nadie lo que le acababa de pasar.
         Salió de la casa mirando antes de que no estuviera el chivo ni hubiera nadie por la calle. Cerró la puerta con cuidado y se dirigió calle abajo como si no hubiera pasado nada. Incluso sonrió forzadamente para no pensar en lo sucedido. Intentaría que no se le notara en la cara, así evitaría preguntas engorrosas.
         Daría la vuelta por la siguiente calle y se dirigiría a descansar un rato a su casa. Necesitaba tumbarse y dormir un poco. No comería, no podría hacerlo después de ver lo que vio en casa del cabrero. Esperaba que éste se encontrara bien porque los topetazos del chivo habían sido impresionantes. Parecía que lo hacía con saña como alguien que está siendo sometido todo el tiempo y al final estalla en un ataque de ira. Pero es que también, por donde lo cogía el cabrero y lo que le hacía, no había quien aguantara eso. Aunque él dijo que llevaban así varios años.
         -¡Pobre chivo! –pensó muy angustiada –¡Lo que ha tenido que aguantar el pobre bicho! Ahora entiendo esa forma de cornearle. ¿Y la patada? ¡Por Dios qué patada le ha soltado en toda la cara! Hasta a mí me ha dolido. Se la ha dado de golpe, en seco. Lo que me extraña es que el cabrero no ha dicho ni pío. En fin, cuando se despierte del golpe no sabrá ni qué ha pasado. Ahora necesito descansar y lavar bien toda mi ropa y asearme yo para quitarme este olor.
         A los pocos minutos llegó a su casa y de forma inusual no se encontró a nadie por la calle, por suerte para ella, y por suerte para la otra persona; olerla no hubiese sido nada agradable.
         Después de poner su ropa en agua hirviendo y de bañarse con jabón durante un buen rato se metió en la cama a descansar. ¡Qué placer poder dormir la siesta! Intentaría olvidarse de todo. Lo necesitaba.


Próxima entrega: Capítulo Segundo (-1- Don Pascual habla con su esposa de la cena)

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