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Este blog personal es solo eso: personal. No pretendo nada más que escribir sobre libros, autores y mis pensamientos literarios y poéticos y también sobre mis canciones favoritas. También en las páginas de Mi Arte y Recuerdos explico, con fotos, algo más de mí. En la página de Visitas España al blog pongo las banderas de las provincias españolas que me han visitado y una breve historia sobre la capital de cada provincia. De igual forma hago en la página Visitas países al blog, con la bandera del país y una breve historia sobre el mismo. Yo disfruto al máximo al escribir este blog y espero y deseo que los que entren y lo lean hagan lo mismo.

domingo, 4 de agosto de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (V)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:

Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial". El acertijo, según doña Enriqueta, habla de una tal Susi, y como la señora del Mirlo se llama Susana, ese es el motivo de ir a verla. Pero sus esperanzas son vanas, y sale de la casa lo más rápido posible ya que de lo contrario su vida corre peligro.




Entrega nº 5





-4-
El encuentro  con la Pascualina y el alcalde

         -¿Estás cansada, mi vida?
         -Bastante. No sé por qué me haces dar estos paseos. Aparte hay gente que al verla me revuelven las tripas y me mareo. Huelen a estiércol.
         -Amor, para olor penetrante el tuyo. Desde el día que te conocí hasta hoy no ha cambiado. Más bien ha aumentado y eso ya es sufrimiento extremo.
         -Esposo mío. Recuerdo que lo qué más te gustó de mí fue mi olor natural. Te volvió loco. La noche de bodas fue apoteósica. ¿Es qué ya no te acuerdas?
         -Pero es que tu olor no es natural, mi bella florecilla. Y no, no lo recuerdo. Debe ser una defensa de la mente ante un gran impacto.
         -Impacto el que te vas a llevar del jetazo que te voy a soltar. ¡Y camina más despacio que pierdo el equilibrio! –bufó la Pascualina.
         -¿Más despacio? ¡Pero si voy a paso de procesión! ¡Más lento y me quedo parado! –exclamó don Pascual algo alterado.
         -¡He dicho qué más despacio que me puede dar algo!
         -Tranquila, esposa mía, es imposible que te pase algo. San Pedro no creo que esté preparado para recibirte. Seguro que tienes una larga y pesada vida por delante.
         -Si sufro de ésta manera no creo; tengo el corazón que se me va a salir –contestó la mujer entre aspiraciones para coger aire.
         -Vamos, no te pares. Necesitas caminar mucho. Verás cómo de esta forma te quedarás hecha una sílfide –le animó su esposo –Aunque no creo. Semejante gordura no se quita caminando. Ni caminando, ni corriendo, ni siquiera dejando de comer. Tiene carne magra para alimentar a un batallón completo durante una centuria –pensó don Pascual contrariado subiendo la parte derecha de su labio superior.
         Aunque la mañana estaba siendo fresca los sudores del matrimonio eran enormes. Ella por el esfuerzo de caminar con cierta ligereza y él por llevarla del brazo sujetándola fuertemente.
         Iba ensimismado en tal tarea cuando don Pascual alzó la vista y vio a un burro y a lo lejos a doña Enriqueta. Iba con una sombrilla para protegerse del sol, lo cual, según su opinión, realzaba su belleza, ya que ella era muy blanca de piel y a pesar de la frescura de aquella mañana el sol de mayo era muy fuerte.
         El corazón le dio un vuelco. Siempre que la veía le sucedía lo mismo. Se le aceleraba todo. Intentaba que no se le notara porque él estaba casado y muy enamorado de su esposa.
Él era fiel al sagrado matrimonio. Pero lo que era evidente, era evidente y es que doña Enriqueta estaba de muy buen ver y encima era una dama culta y de excelentes modales.
         Se alegró profundamente de verla. Aprovecharía para hacer una parada y poder charlar un rato. Iba por la acera de la izquierda, la única de esa calle y que junto a la del ayuntamiento, las cuales se cruzaban, eran las únicas con aquel invento para las personas y que tanto le había costado construir ya que la gente era muy reacia a esa disposición que consideraban tan inútil.
         Doña Enriqueta también los vio dirigirse a ellos. Le cambió el rictus.
         -¡Estoy atrapada! ¡No me ha dado tiempo de darme la vuelta y evitarlos! –pensó horrorizada –No por él, que me produce hormigueos extraños, si no por ella que también me los produce pero estos sí que no me extrañan.
         Don Pascual era el alcalde del pueblo. Tenía buen porte, de buenas maneras y muy educado. Se casó con la Pascualina en segundas nupcias, cosa que sorprendió a todos porque lo hizo tras repudiar a su primera Esposa, llamada Belinda y apodada la Prepucia.
Belinda era una mujer muy bella de blanca tez y facciones muy suaves cosa que por la comarca era muy raro encontrar. Venía de una familia de atractivas y delgadas mujeres y por el contrario: los hombres eran todos muy obesos.
 El apodo era de su bisabuela, la auténtica Prepucia hija de un elegante pordiosero que había aprendido en el extranjero a consolar a los hombres con gran astucia.
A don Pascual le perseguían todas las casamenteras pero no se sabe cómo después de casarse con Belinda, justo al noveno día, la repudió para casarse con la Pascualina.
Se rumoreaba que fue porque  ésta acudió a la adivinadora del pueblo que también hacía pócimas y conjuros y le pidió que embrujara a don Pascual para conseguir sus favores. Pero todo esto era lo que se decía porque ella, particularmente, no lo creía. Algo tendría la gorda para conseguir el amor del alcalde. No todo estaba en el físico.
Lo que sí era cierto es que no se vio más a Belinda y se comentaba que había envejecido por lo menos veinte años. Todo esto sucedió durante el pasado invierno y todavía se discutía del asunto por las calles del pueblo.
La Pascualina por seguir el paso de su marido al acelerarlo éste al ver a doña Enriqueta tropezó sobre sus propios pies y cayó al suelo. Lo hizo de frente, dando un pequeño traspiés. A pesar de poner las manos delante no pudo evitar golpearse ligeramente la frente. Hizo un efecto rebote y después de rodar y dar dos vueltas quedó boca abajo.
         Don Pascual no pudo hacer nada. Todo lo contrario; se hizo daño en el hombro del brazo que la estaba sujetando. Enseguida fue a socorrerla.
         -¡Querida mía! ¿Te has caído? –preguntó muy angustiado.
         -¡No, no me he caído, estoy así por gusto! –gritó la desdichada –¡Dame la vuelta que no puedo respirar!
         -¡Ya voy amada mía, no te preocupes, que ahora mismo te ayudo a levantarte! –gritó desesperado el alcalde.
         Doña Enriqueta miraba toda aquella escena con verdadera angustia.  Angustia  porque  no  podía  escapar  y  ahora, seguramente, tendría que ir a ayudar al alcalde a levantar a su mujer. Vio como don Pascual se faenaba en izarla.
La cogió por un brazo e hizo fuerza.
No pudo.
Intentó darle la vuelta.
No pudo.
La cogió del otro brazo.
 No pudo.
Lo intentó por la cintura con todas sus fuerzas.
         No pudo. Es más, casi le cuesta herniarse y se quedó durante un momento con un dolor terrible en la espalda. Le dieron ganas de llorar y todo.
De alguna manera la Pascualina se dio la vuelta. Quedó panza arriba y ahora sí que era espantosa la visión. Se quedó con las piernas dobladas en una postura muy parecida a cuando se va tener un hijo. Estiró las piernas y se puso a gritar como una condenada.
-¡Socorredme, por Dios, socorredme! ¡Me desangro sin remedio! ¡Mi vida pierdo! ¡Esposo del diablo, ayúdame, pide auxilio, haz algo pero no te quedes ahí parado rascándote!
-¿Rascándome? –pensó airado don Pascual - ¡Como te rasque lo que yo me sé te vas a enterar! Bueno mejor, no, que ahora de pensarlo se me ha como revuelto el estómago.
El alcalde alzó la mirada y vio a doña Enriqueta mirando muy asombrada con la boca abierta y una mano tapándosela. Esta no sabía exactamente qué  hacer. Estaba esperando que alguien, algún vecino, ayudara a  don  Pascual a socorrer a su esposa. Pero es que justamente, no había  nadie, aunque hacía un momento le pareció que sí había gente por la calle, y tampoco nadie salió a la calle al oír los gritos desgarradores de la infortunada mujer. Era todo muy extraño, extrañísimo.
-En fin, iré a ayudarla, aunque sea solo por caridad cristiana –pensó resignada –Buenos días, señor alcalde –saludó la viuda con una leve sonrisa –Señora alcaldesa…
Miró por todos lados de nuevo como última esperanza. Pero ni esperanza ni nada. La calle seguía completamente desierta, a excepción del pollino, que por cierto… ¿qué hacía un asno allí solo?
-A sus pies, señora mía –contestó don Pascual casi sin respiración. Después de unos segundos suplicó: -¡Doña Enriqueta, ayúdeme, por lo que más quiera! ¡Ayúdeme a levantar a este portento de la naturaleza! ¡O eso o despídame de este mundo cruel y pagano!
         La Pascualina empezó a respirar con mucha dificultad. Tanto que empezaron a temer por su vida. Incluso ya había aposentados en un tejado dos buitres y tres cuervos.
         Don Pascual se repuso algo de su dolor de espalda y cogió a su esposa por una axila. Hizo un gesto con la cabeza para que doña Enriqueta la cogiera por la otra.
A la viuda se le transfiguró la cara. Eran ya varias veces en la misma   mañana   que   se   le   había   transfigurado.  No  ganaba  para impresiones. Pero esta vez pensaba que era la peor. Coger a la alcaldesa, como la llamaban algunos, por las axilas no le hacía mucha gracia.
-¡Vamos, dese prisa! –le insistió don Pascual.
Doña Enriqueta la cogió por la axila izquierda. La notó completamente sudada y le dio una pequeña arcada. No podía asirla bien por lo que pasó su brazo derecho por debajo del hombro e hizo presa con la mano izquierda. Hizo todas las fuerzas que pudo, hasta el punto que notó como las venas del cuello se le hincharon sobre manera.
-Doña Enriqueta, así no. Espere a que hagamos los dos fuerza a la vez, si no será completamente imposible – le dijo el alcalde mirándola como pidiendo perdón –Cuento hasta tres y por la madre que la parió haga toda la fuerza que pueda. ¿Entendido?
-No. Pero vamos, cuente rápido y salgamos de ésta.
-De acuerdo. Venga, atenta. Unos segundos para coger aire y empiezo a contar.
La Pascualina empezó mover las piernas desesperadamente. Intentaba respirar pero lo hacía con mucha dificultad. Su cara empezó a amoratarse.
-Uno…dos y…
Don Pascual miró a doña Enriqueta y gritó:
         -¡Tres!
Hicieron toda la fuerza posible y tiraron de los brazos de la mujer. Consiguieron incorporarla de manera que ya pudo empezar a respirar. Lo hizo a grandes bocanadas volviendo poco a poco a recuperar un color normal en la piel.
-¡Marido, he visto la muerte muy de cerca! ¡No podía respirar!
-No podía izarte. Pero gracias a doña Enriqueta lo hemos podido lograr.
La Pascualina miró a su izquierda y vio a doña Enriqueta asida a su brazo. Todavía lo hacía con excesiva fuerza.
-¡Doña Enriqueta, suélteme ya el brazo que me lo va a romper! No sé con qué he tropezado. Esposo, bájame el vestido y ayúdame a ponerme de pie.
-¡Que te lo baje tu madre! –pensó don Pascual –Ahora mismo lo hago mi vida. Lo peor ya ha pasado –dijo finalmente.
La mujer del alcalde estaba sentada sobre la calle y con la ayuda de su marido, la de doña Enriqueta y un poco de voluntad se puso de pie finalmente.
-Gracias, ha sido un placer ayudarla –dijo doña Enriqueta algo irónica. ¡Qué modales! Encima que había hecho un esfuerzo sobrehumano para ayudarla ni se lo agradecía. Había mucha gente así. Le hacías algún favor y ni te miraban.
-No me dé las gracias, señora, era su deber de ciudadana –le contestó arrugando el morro –Esposo –continuó antes de respirar profundamente –has tardado mucho tiempo en socorrerme. Pensaba que éste era mi último día sobre la faz de la Tierra. ¿No me consuelas?
         -No ha sido para tanto, mi dulce amanecer. Bueno para doña Enriqueta y sobre todo para mí sí que lo ha sido. Algo me he roto, pero no sé el qué. Y por favor, querida, ya sé que a cada cerdo le llega su San Martín pero el tuyo está muy lejos.
         Don Pascual miraba a su esposa muy sofocado. Tenía un ahogamiento que hasta le costaba respirar con normalidad. Otro sobreesfuerzo de esa magnitud y su vida finalizaría sin más.
¡Que no le diera las gracias había dicho! Doña Enriqueta ardía por dentro. ¡Qué mujer! Era basta entre las bastas. Tenía los brazos dormidos del esfuerzo y decía que no le diera las gracias, que era su deber. ¡Su deber era denunciarla a las autoridades por maleducada! Por maleducada y por atufadora, porque ya le valía a la alcaldesa el olor que desprendía. Ella era maniática de los olores, lo reconocía, pero esto rayaba la asquerosidad.
-Estoy esperando –dijo la Pascualina.
-¿A qué, mi amor? –preguntó don Pascual sonriendo y tratando de disimular delante de doña Enriqueta.
-A que me consueles.
El alcalde quedó petrificado pero con la misma sonrisa. Durante unos segundos deseó que ocurriera una de las plagas de Egipto.
-Yo me voy de aquí –pensó la viuda.
-Querida, los consuelos son cosa de tontos al igual que el aburrimiento. Y aburrido ya estoy te tus tonterías. Que te consuele tu abuelo o tu madre que bien a gusto se tuvo que quedar la pobre. ¡Y deja de echar el aliento a mi cara, so animal!
Todo esto se lo hubiese dicho de buena gana pero no lo  hizo. Ella, en el fondo no tenía la culpa. Todos cometen errores y estaba claro que sus progenitores lo habían hecho, eso era todo. Aunque si ella pusiera algo de su parte todo iría mejor.
-No te preocupes, amada mía. Ya llegaremos a casa y podrás descansar y asearte. Así te quitarás la tierra y el polvo que llevas por la caída.
-Y otras cosas que se podrá quitar –pensó de nuevo doña Enriqueta.
-Por cierto, querido, ¿qué has dicho de qué a cada cerdo le llega su San Martín? Es que no te he oído bien –la mirada de la Pascualina era de asesina total.
-No, mi amada. He dicho que yo sería un lerdo si te dejara sin tu festín. Ya sabes a que festín me refiero, picarona mía.
Don Pascual le bajó el vestido todo amoroso y le quitó el polvo con la mano. Casi se desmaya. Se mareó, seguramente, porque bajó la cabeza muy rápido para limpiar a su esposa. Era posible que el esfuerzo realizado le hubiera dejado algo flojo.
-¿Se encuentra bien, señora alcaldesa? –preguntó doña Enriqueta por preguntar algo.
-¡Vaya, la Gran Dama ha hablado! Pensaba que le había comido la lengua el gato. Gracias por su preocupación. A cambio le recitaré algo:

“Se me nubla la vista
Me duele todo el ojal
Voz sin voz estoy lista
Mi alma de vivir dista
Y mi sangre está sin sal”

-¡Vaya, me ha dejado sin habla! ¿Qué es una quintilla mayor o menor? ¿Es de su propia cosecha o tal vez de algún gran poeta? Lo digo por lo del ojal. Ha quedado precioso.
Doña Enriqueta estaba a punto del colapso. ¡Cuánta vulgaridad y cuánta estupidez! ¿Se podía ser más cateta y arrabalera? No, seguramente no se podía. Miró al alcalde esperando unas disculpas en nombre de su señora para reponer aquella felonía. Sabía que él no tenía la culpa pero las esperaba no obstante.
         Y éstas no tardaron en llegar.
         -Lo siento mucho, señora Enriqueta. Seguramente el golpe la ha dejado trastornada y no sabe lo que dice. Ella no es tan basta y tan vulgar. Tiene una educación exquisita y unos modales tan refinados que yo mismo estoy muy asombrado. Viene de una familia muy acomodada…
         -Señor alcalde, no siga por favor –le cortó doña Enriqueta –No es necesario que se disculpe. Todo ha sido un accidente desgraciado. Lo importante es que su esposa se encuentre bien.
         -Y tan bien que se encuentra. Hierba mala nunca muere. –dijo entre dientes en tono muy bajo don Pascual –Bien, estoy pensando, mi querida doña Enriqueta, que podríamos mi señora y yo invitarles a una cena en nuestra casa para así darles las gracias por su ayuda.
         -¿Cenar en su casa? –preguntó muy nerviosa doña Enriqueta. Solo la idea le hacía temblar. Le vino de repente la imagen de la Pascualina cenando con la boca llena y abierta y casi le da  un vahído.
         -No podemos, esposo mío. Tenemos que ir a misa. Hoy es diecisiete, recuerda –dijo la mujer del alcalde toda presurosa –Es el aniversario de la muerte de mis padres. Tenemos que ir al funeral en su memoria.
         -Será después del funeral. Hoy es sábado y no lo vamos a desaprovechar por algo tan insustancioso. Prepararemos una buena cena para doña Enriqueta y para su tía. Serán nuestras invitadas.
         -¿Su tía? ¿Y por qué tiene que venir la urraca esa? Lo siento pero me pone de los nervios.
         ¿Urraca? ¿Había escuchado bien? ¿Había llamado urraca a su tía? Vale que lo era pero si había alguien que se lo llamara era ella y no la gorda del pueblo, por muy mujer del alcalde que fuera.
         -No sé qué decir, don Pascual –contestó doña Enriqueta reponiéndose a la rabia que tenía por dentro –Mi tía siempre está muy ocupada, ya lo sabe, y no sé podrá venir.
         -Ocupada dice. Pues como no sea que esté despotricando de alguien no creo que esté ocupada. Vamos, querido, sigamos con el paseo.
         -No seas descortés. La señora Enriqueta ha sido muy amable por ayudarnos a levantarte y eso hay que recompensarlo. No es fácil izar un quintal. Y en cuanto a su tía, haga lo posible por que venga, así estará acompañada y se animará a venir usted.
         -¿Y ese interés repentino, amado mío? La cena puede hacerse otro día. Por ejemplo el miércoles que viene que es luna llena. No quiero salir de la iglesia a toda prisa.
         -No, si prisa ya sé que no te das. Pero tenemos tiempo de sobra. El funeral es a las siete y podemos hacer la cena a las nueve. ¿Qué me dice, doña Enriqueta, acepta la invitación?
         No sabía que decir. Por una lado le apetecía mucho, así se distraía y tenía algo de compañía y conversación con un hombre hecho y derecho. Por otro lado eso de estar cenando con la Pascualina no le hacía ninguna gracia y si iba su tía sabía que podía haber problemas.
         Las dos se tenían cierta ojeriza. Bueno, la mujer del alcalde, le tenía ojeriza a todo el mundo. Era un ser algo insociable, aunque su tía era algo parecido, para qué engañarse.
         Doña Enriqueta fue a contestar pero se adelantó la Pascualina.
         -Pues si viene la Candelaria que vengan también don Alfonsino y su hermana. Así podré hablar yo con más gente.
         -¿El cura y su  hermana? ¡Pero si no los aguantas, amor! Siempre que vas a la iglesia estás remulgando todo el rato.
         -Siempre es bueno estar en paz. Ellos son de alma cándida y bondadosa. Son hijos de Dios. Ahora pasaremos por la iglesia y se lo diremos. Por cierto, creo que está con ellos la Trinitaria, que había quedado para almorzar, así es que también la invitaremos.
         -¿La iglesia vieja?
         -¡No, esposo olvidadizo! ¡En la nueva! –exclamó algo molesta la alcaldesa –Recuerda que en la vieja ya solo se celebran bautizos y estos son cada tres años nazca quien nazca antes.
         -¡Ah, muy bien, sí, no me acordaba! ¿Y alguien más, mi fiel esposa para esta velada tan apetecible que nos espera?
         -No, con estos son ya suficientes. Preparé algo especial. Será una velada inolvidable y apetecible como tú dices –dijo la Pascualina con un cierto tono diabólico.
         -Eso espero, mi flor de azahar, que la velada sea inolvidable. Ahora, señora Enriqueta, discúlpenos. Seguiremos nuestro paseo. La esperamos a usted y a su tía esta noche a las nueve. Buenos días.
         No le dieron tiempo a contestar. Siempre le pasaba algo parecido. Y eso le pasaba porque no sabía decir que no.  Doña Enriqueta inclinó la cabeza cortésmente y siguió su paseo matinal.
         No se lo explicaba. No se explicaba nada de lo que le estaba pasando. Entre la adivinadora y la Pascualina le estaban dando la mañana y llevaba ya dos sofocones que le habían quitado el apetito y todo.
         De repente se acordó del acertijo. Se dio media vuelta y llamó al alcalde.
         -¡Disculpe, señor alcalde, discúlpeme! ¿Les puedo hacer una consulta? Solo es curiosidad.
         La pareja se detuvo. Mientras doña Enriqueta se acercó a ellos.
         -Díganos, señora mía. ¿Qué quiere consultarnos? –preguntó don Pascual muy curioso.
         -¿Saben de alguna vendedora de mejillones?
         La cara del alcalde era de asombro y la de su mujer no digamos.
         -Pues la verdad es que no –contestó el hombre con decepción porque pensaba que le iba a hacer otra clase de pregunta -¿Tú sabes de alguna, mi amor?
         -Aquí los mejillones no se venden, se comen. Hace años hubo una mujer que vendía por la comarca pero hubo una intoxicación y creo que la ahorcaron. Desde entonces nadie más se ha atrevido ni siquiera a vender pescado. Se huele a pescado, eso sí, pero no está prohibida su venta.
         -¿Prohibida? ¿Desde cuándo está prohibida la venta de pescado que no estoy enterado?
         -Unos dos años antes de ser tú elegido alcalde. Deberías saberlo; es tu obligación.
         -¿Entonces por qué dices que huele a pescado si no se puede vender pescado? –preguntó don Pascual.
         -¿Te lo tengo que explicar, eh, te lo tengo que explicar?
         -Da igual, no se preocupen –quiso zanjar doña Enriqueta la conversación –Yo solo era por si acaso. Gracias por su tiempo. Nos veremos a la noche. Buenos días.
         -Buenos días –dijeron a la vez el matrimonio.


Próxima entrega: Perico el cabrero

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