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Este blog personal es solo eso: personal. No pretendo nada más que escribir sobre libros, autores y mis pensamientos literarios y poéticos y también sobre mis canciones favoritas. También en las páginas de Mi Arte y Recuerdos explico, con fotos, algo más de mí. En la página de Visitas España al blog pongo las banderas de las provincias españolas que me han visitado y una breve historia sobre la capital de cada provincia. De igual forma hago en la página Visitas países al blog, con la bandera del país y una breve historia sobre el mismo. Yo disfruto al máximo al escribir este blog y espero y deseo que los que entren y lo lean hagan lo mismo.

domingo, 18 de agosto de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (VII)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:

Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial". El acertijo, según doña Enriqueta, habla de una tal Susi, y como la señora del Mirlo se llama Susana, ese es el motivo de ir a verla. Pero sus esperanzas son vanas, y sale de la casa lo más rápido posible ya que de lo contrario su vida corre peligro. Mientras va por las calles del pueblo en dirección a la casa de don Perico, el cabrero del pueblo, se encuentra con el alcalde, don Pascual, y su mujer, la Pascualina, la cual, tropieza y cae de bruces. Una vez que entre doña Enriqueta y el alcalde consiguen poner en pie a la Pascualina, éste, en agradecimiento, la invita a cenar a su casa. Doña Enriqueta acepta la invitación y de regreso a su casa visita al cabrero del pueblo. Lo que ve allí jamás lo olvidará y al final de su visita un chivo propina tal patada al cabrero que lo deja tendido en el suelo sin sentido. Doña Enriqueta sale del lugar huyendo despavorida. 




Entrega nº 7





Capítulo segundo

“Acortar la esperanza del remordimiento
Sueños libres en sueños adormecidos
Esclavo del amor, libre de odios aprendidos
Caminar olvidando el atrás sangriento”



-1-
Don Pascual habla con su esposa de la cena


         La vida no era fácil en el pueblo. Y mucho menos para el alcalde. No solo tenía que aguantar a la gente y a sus rarezas y administrar los bienes, si no lo peor: tenía que aguantar a su señora y no administrar sus bienes, porque no tenía ninguno, si no… sus grasas.
         En realidad, él nunca la veía comer en exceso. Todo lo contrario, la controlaba mucho y le insistía permanentemente en que no debía comer por comer. Ella decía que hasta el agua le engordaba, porque no ingería alimentos como para que estuviera así.
         Es verdad que algún atracón sí que se había dado. Pero eso lo hacía todo el mundo aunque verla comer con ansia era un espectáculo sorprendente. Empezaba a salivar de una forma antes de empezar a masticar que uno tenía que mirar a otro lado. Una vez hizo un cabritillo asado que tenía que durar todo el día y cuando llegó el alcalde para almorzar solo quedaban los huesos. Ella dijo que fue probándolo de sal y que cuando se dio cuenta ya no había carne ninguna. Pero esto eran las excepciones. Su esposa era muy responsable y hacía todo lo posible por no engordar.
         Él, cada vez que podía, la acompañaba a dar un paseo. La acompañaba no; la obligaba. Es lo que había hecho por la mañana cuando su esposa tropezó y cayó al suelo. Menos mal que estaba por allí doña Enriqueta y le pudo dar una mano para levantarla. Sin su ayuda, seguramente, su mujer hubiese fallecido por asfixia por presión de su propio cuerpo. No podía estar tumbada por dicho motivo, de hecho, por la noche tenía que dormir sentada, con una almohada en la espalda, apoyada en el respaldo de la cama.
         Había noches que roncaba y cuando esto sucedía era lo peor que podía suceder. Dormía con la boca abierta y más de una vez pensó en meterle un trapo y que se ahogara pero siempre se contenía.
          Aparte, había algo en su interior que hacía que la mirase con ojos de enamorado, cosa que no terminaba de entender muy bien. Él no discriminaba a nadie por su físico pero lo de su esposa es que era diferente. Cualquier persona, en su sano juicio, la repudiaría y saldría huyendo. Y ya no solo era su aspecto, que no lo cuidaba para nada, si no sus formas y su mala educación. Tenía sus propias ideas sobre cualquier aspecto de la vida pero era la forma de decirlas. Era muy vulgar y burda.
         Después de la caída, don Pascual llevó a su mujer a su casa y la acostó para que descansara. No la quiso despertar ni para el almuerzo. Fue un momento de verdadera paz para él. Comió tranquilo y se sentó en su mecedora favorita  donde solía echarse la siesta.
         Al despertar de ésta vio que su mujer seguía durmiendo pero no en su cama, sino en la otra mecedora que habían hecho construir a propósito para ella. ¡Qué visión más espeluznante! Siempre dormía así, en esa postura y… ¡desnuda! Decía que le molestaba la ropa. Tomó aire y aprovechó para asearse un poco. Después se marcharía a la alcaldía. Ya había quedado con su mujer que él iría a trabajar y que ella se encargaría de la cena. Tenían de todo y no era necesario comprar nada extra. Le dijo que no se preocupara, que ella prepararía una cena sorpresa y que sus invitados iban a quedar encantados.
         Eso no sabía si tomárselo bien o mal. Fue el tono con el que lo dijo que le preocupó algo. Pero vamos, no creía que nada saliera mal. Él era el alcalde y tenía que quedar magníficamente con sus invitados de esa noche. Ella en eso llevaba mucho cuidado y mantenía las formas.
         Abrió la puerta de la calle con mucho cuidado para no despertar a su mujer. Después volvería a por ella para ir al funeral en memoria de sus padres fallecidos hacía unos años.
         Cuando se giró para cerrar la puerta desde la calle la vio. Vio a su señora al fondo sonriendo y mirándolo fijamente. ¡Era una visión diabólica! El corazón casi se le paró del susto.
         -¿Dónde vas, esposo mío? –preguntó con voz ronca de recién levantada.
         -Donde me sale del pimiento morrón –pensó don Pascual apretando los dientes –Voy a la alcaldía, mi cara bonita. Tengo que despachar unos asuntos importantes –le dijo con voz cariñosa.
         -¿Más importante que yo?
         -Más importante que tú no hay nada, ya lo sabes, amada mía. Pero soy el alcalde y tengo la obligación de ir. Ya me marchaba.
         -Me he levantado con mucha energía. La siesta me ha sentado muy bien. Y eso que no he comido nada. Me siento ligera como el viento y la brisa del mar.
         -Guárdate las energías para esta noche. Recuerda que tenemos invitados para cenar. Y antes hay que ir a la iglesia por lo de la misa.
         No le hizo mucha gracia a la Pascualina que le recordara su marido lo de la cena. A ella esos compromisos la ponían nerviosa. Había mucha falsedad en todas esas reuniones. La gente solo aparentaba y hablaban siempre  hipócritamente. El alcalde le decía que había que ser formal y diplomático y no decir las cosas tan directamente. Había que ser fina y educada.
         A ella tanta finura y tanta educación le cansaba. Sabía que era la mujer del alcalde y tenía que dejarlo, siempre, en buen lugar. Y en buen lugar lo dejaba. A quien se atreviera a meterse con él o hablar mal simplemente lo aplastaba.
         -Lo tengo ya todo pensado. Tendrán, tus invitados, la cena que se merecen. Yo me ocuparé de todo.
         -Nuestros invitados.
         -¿Cómo?
         -Son nuestros invitados, no mis invitados. Yo invité a doña Enriqueta y a su tía Candelaria. Y tú a don Alfonsino, su hermana doña Milagros y a la Trinitaria.
     -Bueno, da igual de quien sean los invitados. Tendrán una recepción que jamás olvidarán –dijo la Pascualina mientras se sentaba en la mecedora de su marido. Se sentó de golpe y ésta crujió pero no se llegó a romper pero cualquier día lo haría.
         -¿Has pensado en lo que vas a hacer de cenar? –preguntó el alcalde muy preocupado.
         -Ya te dije antes que era una sorpresa. Vete a laborar tranquilo. Yo mientras tanto prepararé todo y me vestiré para estar lista para cuando vengas a buscarme para ir a la iglesia.
         -¿Pero no me puedes dar una pista, mi flor de romero?
         -Si me das un beso apasionado te doy una pista, becerro mío –le dijo la Pascualina toda zalamera mientras cerró los ojos y preparó los labios juntándolos y haciendo un morrito.
         Después de un minuto de silencio volvió a insistir.
         -Estoy esperando, querido –exigió la mujer volviendo a poner los labios como antes.
         Volvió a pasar otro minuto y no hubo respuesta.
         Abrió los ojos y no vio a su marido. Incluso la puerta de la calle estaba cerrada. ¿Qué le habría pasado? Si estaba ahí mismo  hablando con ella. Salió a la calle toda preocupada por si le había sucedido algo.
         Miró a la derecha y no estaba. Miró a la izquierda y tampoco estaba. Quien sí estaba era la señora que le dijo a doña Enriqueta que llamara con más fuerza a la casa del cabrero y que la saludó cuando hablaba con don Elviro, el herrero del pueblo.
         -¿A quien busca señora alcaldesa?
         La Pascualina la miró con cara de circunstancias y algo asesina. Pero a lo mejor sabía algo.
         -Buscaba a mi esposo. Estaba aquí ahora mismo.
       -Si lo sé. Pasaba por aquí y he visto que hablaba con usted. Le iba a saludar cuando ha salido corriendo despavorido. Nunca había visto hacerlo tan de prisa en mi vida. ¿Qué le habrá pasado? ¿Lo sabe?
         -Señora; la curiosidad mató al gato. ¿No tiene nada mejor qué hacer?
         -Pues no, no tengo nada mejor que hacer. Solo me preocupo por la gente por si necesita ayuda. ¿Es que se han discutido?
         -Señora; la curiosidad mató al gato. Segunda vez que se lo digo. A la tercera le suelto tal guantazo que se traga todos esos dientes podridos que tiene.
         La Pascualina miró con tal odio a la señora que ésta desvió la mirada y se  hizo la despistada. En ese instante pasaba una vecina y fue a saludarla como si no hubiese pasado nada.
         -Ya pillaré a mi marido, ya. Éste se va a enterar por dejarme así. Ni siquiera se ha despedido. Lo había visto muy pusilate, no sé por qué. Pero me tendré que conformar.
         Se metió de nuevo en la casa y se volvió a sentar en la mecedora. Tenía que descansar y tenía tiempo suficiente para preparar la cena. Cerró los ojos y suspiró profundamente y empezó a balancearse. La mecedora crujió de nuevo pero ella se balanceó más deprisa. Eso la aireaba y hacía que se sintiera bien.


Próxima entrega: José Ninguno

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