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Este blog personal es solo eso: personal. No pretendo nada más que escribir sobre libros, autores y mis pensamientos literarios y poéticos y también sobre mis canciones favoritas. También en las páginas de Mi Arte y Recuerdos explico, con fotos, algo más de mí. En la página de Visitas España al blog pongo las banderas de las provincias españolas que me han visitado y una breve historia sobre la capital de cada provincia. De igual forma hago en la página Visitas países al blog, con la bandera del país y una breve historia sobre el mismo. Yo disfruto al máximo al escribir este blog y espero y deseo que los que entren y lo lean hagan lo mismo.

lunes, 26 de agosto de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (VIII)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:


Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial". El acertijo, según doña Enriqueta, habla de una tal Susi, y como la señora del Mirlo se llama Susana, ese es el motivo de ir a verla. Pero sus esperanzas son vanas, y sale de la casa lo más rápido posible ya que de lo contrario su vida corre peligro. Mientras va por las calles del pueblo en dirección a la casa de don Perico, el cabrero del pueblo, se encuentra con el alcalde, don Pascual, y su mujer, la Pascualina, la cual, tropieza y cae de bruces. Una vez que entre doña Enriqueta y el alcalde consiguen poner en pie a la Pascualina, éste, en agradecimiento, la invita a cenar a su casa. Doña Enriqueta acepta la invitación y de regreso a su casa visita al cabrero del pueblo. Lo que ve allí jamás lo olvidará y al final de su visita un chivo propina tal patada al cabrero que lo deja tendido en el suelo sin sentido. Doña Enriqueta sale del lugar huyendo despavorida. Mientras don Pascual y su mujer, la Pascualina, hablan de los preparativos para la cena.




Entrega nº 8





-2-
José Ninguno


         La decoración del salón era espectacular. Sillas doradas forradas de terciopelo rojo burdeos. Un suelo brillante como un espejo. Grandes ventanales que daba una luz especial. Lo que más le llamaba la atención era el brillo que tenía todo.
         Al fondo, justo en medio, había una gran puerta abierta que daba a otro salón. Ella caminaba lentamente hacia ahí. No sabía muy bien por qué lo hacía pero no podía estar parada. Al llegar un guardia la paró cruzando una lanza en la puerta. Era curioso pero antes no lo había visto.
         -Deténgase, dama de negro. Atienda a lo que le diga y haga todo lo que yo le indique –dijo el guardia en tono grave.
         La había llamado dama de negro y ahora que se fijaba bien iba vestida completamente de blanco. ¿A qué vendría ese apelativo?
         -Viuda es de hombre y virgen es de amor. Cuando el rey la llame a su presencia obedezca en todo lo que le indique. No sea irrespetuosa y sea muy complaciente.

         No sabía qué hacía allí pero cuando el guardia le dijo que el rey la llamaría no le sorprendió. Por alguna razón sabía que estaba en el Palacio Real pero lo que no entendía es que pretendía Pepe Botella.
-Todavía no me lo creo –exclamó en voz baja –¿Qué querrá José Ninguno? Dicen que es de aliento perruno y de un solo ojo. ¿Es posible que sea así de feo?
         El guardia retiró la lanza y la golpeó contra el suelo tres veces mientras alzaba bien la cabeza.
         -¡El rey proclama que entre la dama! –gritó –¡El rey proclama que se cierren las puertas del salón! –volvió a gritar el guardia volviendo a golpear con la lanza otras tres veces contra el suelo.
         Seguía estando muy asombrada. Todo aquello le parecía irreal porque jamás pensó en estar ante su majestad el rey. Aunque ella, ni ningún español lo consideraba el rey de España. Estaba impuesto por su hermano de manera cobarde y traicionera. Nadie quería a aquel gabacho de espantosa fealdad. Había una canción que se cantaba mucho por las calles, lo  hacían los niños mientras jugaban. Ella la aprendió de tanto escucharla.

El rey plazuelas va la corte
Con el porrón en la mano
Contento va el “Pipote”
Obedeciendo a su hermano.

Pepe Botella va asustando
A las buenas gentes de España
Derriba iglesias y conventos.

Su cuerpo se está quemando
Viene la hoz, viene la guadaña
Que arda su alma con sufrimientos.

         El segundo salón era más pequeño pero no por eso menos espectacular. Su decoración era fascinante, embaucadora. Y seguía asombrándole el brillo tan cegador de todo.
         El rey estaba de espaldas y al entrar doña Enriqueta éste se giró. Sonrió muy amablemente y dijo con acento francés:
         -Señora española; mis ojos se  nublan ante su belleza. Siéntese en éste sillón y deje que la admire.
         Ella no podía decir lo mismo de él. ¡Qué figura tan esperpéntica! Y la ropa estaba como sucia y muy arrugada;  como si no se la quitase ni para dormir. Había oído de su fealdad pero nunca pensó que lo era tanto.
         Doña Enriqueta se fue a sentar en aquel magnífico sillón, que a ella le pareció que era el trono real, cuando le cogió de la mano el monarca.
         -Todavía no se siente, señora castellana. Quiero que lea lo que pone en aquel gran cuadro que hay colgado en la pared. Venga conmigo, no se resista y no diga nada.
         ¡Pero si ella no había dicho absolutamente nada! Y no se estaba resistiendo pero al ver aquella mano tan sucia con unas uñas largas y negras ganas le dieron de hacerlo. ¡Menudo puerco! Aunque bueno, la mayoría de hombres que había conocido tenían así las uñas. A ella, eso, le daba particularmente mucho asco.
         Acompañó a José Ninguno hasta el mencionado cuadro. Estaba hecho de tela negra el fondo y sobre ésta había escrito unas frases con letras de oro. Decía lo siguiente:

“He venido a Madrid
A reinar en romance
A mandar en latín
Y a conquistar en trance
Me manda Napoleón
Quiere y es su voluntad
Que sea rey de ésta nación
Y quiero que ponga en mi blasón
José I Bonaparte, el rey lealtad”

         ¡Maldito franchute! ¿A qué venía todo eso? ¿Qué quería demostrar enseñándole aquel cuadro tan espantoso? Los franceses eran muy vanidosos; pensaban que por su revolución y por haberle cortado la cabeza a Luis XVI y María Antonieta, la Delfina, podían ser amos del mundo.
         -Señora española, mi hermano es emperador y yo rey. Francia es grande y hace grande al resto de las naciones. Vuestro pueblo nos debe pleitesía. Debemos poseer a las damas bellas españolas, aunque son escasas. La he hecho venir porque su alma es pura.
         -Majestad, todo esto es muy extraño –dijo doña Enriqueta muy nerviosa apartándose un paso del rey –Nos trata como si no fuéramos nada los españoles. ¿Qué quiere de mí realmente?
         -De vos solo me interesa su cuerpo. Usarlo por un momento. Quitarme el deseo impuro que me invade. Haré un esfuerzo y la complaceré.
         -¿Complacerme? ¡Yo no quiero sus favores! Yo solo soy una plebeya. Sois de sangre real impuesta y yo, discúlpeme, solo deseo que vos y su hermano se pudran. Odio a toda la realeza y a su corte, a sus imposiciones, a sus guerras y a sus obligaciones. ¡Jamás seré suya!
         -No se altere; ya no hay remedio. Venga, le enseñaré otra cosa –dijo el rey francés sin perder la calma.
         -¡No, no quiero verlo! –gritó la mujer apartando la vista.
         -He dicho que no se altere. Mire el cuadro de aquella pared –dijo señalando detrás de doña Enriqueta.
         ¿Más cuadros? Se giró y vio el salón vacío, completamente vació. En la pared del fondo había un único cuadro muy pequeño. Apenas si lo distinguía desde aquella distancia. Empezaron a caminar hacia él pero el cuadro seguía igual de pequeño. No llegaban nunca.
         Empezó a sentir un cansancio inexplicable. Le faltaba la respiración y notó un sudor frío. José Ninguno se sentó en el trono y comenzó a reírse a carcajadas.
         -No se preocupe. Nunca llegará a él. Quédese quieta, no se mueva y él vendrá a vos. Después venga y siéntese en el trono. Yo la espero.
         Doña Enriqueta quería chillar pero no podía. Quedó paralizada por el miedo. La pared del fondo se fue acercando a ella muy despacio. El cuadro ahora ocupaba todo el ancho y el alto del salón. En medio había escrito una frase que no entendía.
         Miró a la derecha pero el rey ya no estaba. Lo hizo por todo el salón y no lo vio. Volvió a mirar a la pared y escrita sobre ella, y no sobre el cuadro, estaba aquella frase:

Murotluts ero ni tadnuba susir


         ¿Por qué le sonaba aquella frase tanto? Estaba segura de haberla oído en algún sitio pero no lo recordaba. Si estuviera el rey tal vez él le podría explicar todo aquello, pero no estaba.
         -¿No entiende nada, verdad dama esbelta? –escuchó una voz justo detrás suya.
         Juraría que era la de Pepe Botella, el rey plazuelas, el rey ninguno, el rey españolizado. Se giró bruscamente y efectivamente era él. Estaba de pie sonriendo y señalando la pared. Ahora era altísimo, llegaba hasta el techo. Su pánico iba en aumento.
         Al volver a mirad a la pared se dio cuenta que había dos frases como la anterior escritas y estaban a la izquierda. Las leyó y vio como  había una tercera. Siguió leyendo y cada vez había una más. De repente se fijó y observó que toda la mitad izquierda estaba escrita con la frase una y otra vez. Ahora serían miles las frases escritas.
         -Majestad –balbuceó –sácame de aquí. Me estoy volviendo loca. No entiendo nada.
         -Señora; su vida no vale nada si vos no le dais valor. Su destino está en mis manos y yo solo sé cuál es. Solo si descubre que quiere decir la frase salvará su vida.
         ¿Salvar su vida? ¿Acaso pensaba quitársela? Leyó la frase repetidamente pero no conseguía entenderla.
         -¡Os lo suplico, majestad, ayudadme!
        -Mírese en aquel espejo. En él está la solución. Pero su vida aquí termina. Los franceses somos sajadores y su cabeza terminará cortada en la guillotina. ¡Guardias, llévensela! ¡Ordenen que le corten la cabeza! –gritó José Ninguno con autoridad.
         -¿Qué espejo? ¡No veo ningún espejo! –exclamó doña Enriqueta desesperada –¿La guillotina? ¿Me mandáis a la guillotina por qué no he querido acceder a sus instintos salvajes? ¡Pues prefiero la muerte! ¡Soy española y no me dejo corromper por ningún gabacho pestilente! ¡Su cuerpo, su acento y su cara me repugnan! ¡Moriré con la cabeza bien alta!
         -Todo lo contrario; morirá con la cabeza bien baja, se lo aseguro. No ha sabido escuchar, ni tan siquiera ver lo que tan claramente está ante sus ojos. Esta España es mundana, de gentes campesinas. Es tierra de conejos, estéril. Solo merecéis lo que sois. ¡Guardias, quítenla de mi presencia!
         Dos guardias reales la cogieron por los brazos y la obligaron a ir con ellos. Pasaron por una estancia llena de espejos. Las paredes estaban llenas de ellos de todos los tamaños.
         En la siguiente sala, en el centro, estaba él, José I Bonaparte. Tenía una sonrisa burlesca, prepotente. Tenía las dos manos apoyadas en sendas caderas con las piernas separadas. Doña Enriqueta miró a los lados y vio entonces que era un patio interior bastante grande. Detrás del rey había  un patíbulo y en el centro de éste una guillotina.
         -Nadie acudirá en su ayuda –le dijo el rey –Su tiempo ha finalizado. Es imposible escaparse a mi justicia. Y para que vea lo benévolo que soy la colocarán boca arriba para observar con todo detalle como la guillotina cae y le corta el cuello.
         El terror de doña Enriqueta se convirtió en aceptación. Dejó de temblar por el pánico de perder la vida. Prefería la muerte a caer en los deseos carnales e imposiciones de aquel rey francés tan pérfido.
        -¡No me da miedo la muerte, rey de pacotilla! –exclamó doña Enriqueta muy segura de sí misma –¡La prefiero antes a tan siquiera que me toque! ¡Todo vos y todo lo que le rodea me da asco! ¡No tengo marido que defenderme pero sí un pueblo que no se esconde y su muerte pretende!
         -Las pretensiones de éste pueblo son como un gorrino que engorda sin saber cuál es su destino.
         Las risotadas del rey eran enormes y no cesaban. Parecía que se había vuelto loco. Mientras, los guardias, colocaron a la desafortunada mujer en la guillotina. Lo hicieron boca arriba, como le dijo José Ninguno. Los brazos se los doblaron hacia atrás y ajustaron el artilugio para que cabeza y brazos quedaran sujetos.
         Doña Enriqueta miró la gran hoja que pendía en lo alto de su cabeza incrustada en aquel maldito invento. Brillaba de una manera espeluznante. Sabía que su hora había llegado. Cerró los ojos y esperó.
         -¡Guardias, retírense! –gritó el monarca mientras seguían sus risas diabólicas –¡Yo mismo haré de verdugo!
         El rey se acercó lentamente a ella. Sus pasos se escuchaban de manera atroz. Retumbaban como si cada paso pesara una tonelada.
         -¡Su alma no se refleja en el espejo! ¡Solo tenía que haber mirado en él! Ahora, señora, bajaré la palanca. La cuchilla hará su trabajo. Adiós, bella dama española. Su vida ahora será un sueño del cual ya no despertará.
         Doña Enriqueta escuchó como el monarca se colocaba al lado de ella. Veía de reojo el movimiento de éste cogiendo la palanca que accionaba todo aquel mecanismo. De nuevo el monarca empezó a reírse. Esta vez más fuerte que antes. Y sin parar de reírse accionó la palanca.
         La cuchilla bajaba lentamente, muy despacio. Doña Enriqueta abrió los ojos y de repente la guillotina cogió velocidad. Volvió a cerrar los ojos fuertemente y esperó el desenlace fatal.



Próxima entrega: El trovador y la cantiga



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