Novela por entregas
(Autor: Juan-Claudio Sanz)
Resumen de las entregas anteriores:
Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial".
Entrega nº 4
-3-
Doña Enriqueta visita a la señora del Mirlo
(parte dos)
(...)
La
cara del herrero era de total asombro.
-¿He oído bien? ¿Ha dicho, por
casualidad, moluscos o tubos?
-Sí –sonrió avergonzada- Sé que suena
raro, don Elviro, pero es importante que
me conteste. Bueno, o a lo mejor ella toca la tuba.
-¿Importante? ¿Por qué es importante? ¿Ha
dicho si toca la tuba?
-Necesito saberlo, sólo dígame si su
esposa tiene moluscos y si estos están dentro de unos tubos, por favor, o si
toca la tuba.
-El único molusco que conozco que yo
sepa no está dentro de un tubo, precisamente. Todo lo contrario, demasiado al
aire está.
-¡Huy, don Elviro, qué cosas dice!
–sonrió falsamente doña Enriqueta.
-No las digo, las padezco. Pero ya me
aclarará el motivo de tan extraña consulta. Y por supuesto que no toca la tuba.
Don Elviro, cuando hablaba guiñaba
levemente un ojo. Y eso la ponía muy nerviosa. A ella le daban ganas de
guiñarlo igual. Sabía que era un defecto, incluso se decía que quien lo
padecía, que solo eran hombres, era porque en alguna ocasión había mirado con
ojos libidinosos a otra mujer pero, aún así, no podía evitarlo.
-Es difícil de explicar. Solo era
curiosidad. De todas formas ha sido muy amable.
-Mire, señora. En el pueblo la llaman,
la del “higo seco”. Y no creo que sea por su afición a las brevas. Sea clara y
no se ande con rodeos.
-No son rodeos, es que siento una
vergüenza atroz. Y ser conocida en éste pueblo por ese mote es horripilante.
-Pero eso tiene solución –le contestó
el herrero con una sonrisa mirándola de arriba abajo.
¡Vaya con don Elviro! No había nada
como ser soltera y estar rica como la miel para tener a los moscardones
revoloteando. Tenía fama de duro y ahora que le miraba bien sabía por qué. ¡Por
Dios y por la Virgen! ¿No le daba cosa de no darle cosa?
Sería mejor dejar el asunto. De todas
formas no recordaba la frase exacta de la adivinadora y no tenía ganas de
explicar todo aquel asunto porque es que sonaba raro y todo. Entonces sí que la
iban a poner un apodo muy a tono. Allí, por cualquier cosa, ya te ponían
sobrenombres raros. Muy poca gente se libraba. Entre ellos estaba don Pascual, el alcalde
del pueblo. Era muy
respetado y querido. Era el tipo
de hombre que a ella le gustaba. Alto,
moreno, no muy fuerte pero tampoco ningún flacucho, de mediana edad, pelo negro
azabache con unos dientes blancos y una sonrisa cautivadora. Lástima que
estuviera casado porque hombres como él había muy pocos, por no decir ninguno.
Solo
le veía una pega, si es que se podía llamar pega. Era que muchas veces desprendía
cierto olor, pero nada grave. La mayoría de los hombres del pueblo, si te
quedabas mucho rato a su lado, o aguantabas todo lo que podías la respiración o
te daban unas arcadas terribles.
-Mire, don Elviro, no creo, pensándolo
bien, que su mujer me pueda ayudar. Además quería ir a visitar a sor
Concepción, ya sabe, la Trinitaria. Si el único molusco que conoce de su esposa
no está entubado no importa que yo vaya a molestarla. Puede ofenderse y nada
más me gustaría que sucediese. A no ser que su señora conozca a alguien que
venda mejillones o toque la tuba. O tal vez sea usted quien la conozca.
-Si mi señora esposa se ofende solo
puede pasar que entre en tronía. Y eso sí que no se lo recomiendo. Ni a usted,
ni a nadie del pueblo. Puede llegar a ser agónico. Pero si con suerte, ni se
ofende ni pretende, puede que sí le sirva de ayuda. ¿No lo cree así? Por
cierto, yo no conozco a nadie que venda mejillones ni toque esa cosa.
-Yo ya no sé qué creer, sinceramente.
¿Usted qué cree?
-Escúcheme bien, doña –dijo el herrero
con un tono de voz algo agresivo –Es usted la que me ha parado, la que me ha
molestado. Aclárese primero antes de interrumpir con fatualidades a la gente
honrada.
¿Fatualidades? ¿Y aquello qué
significaba? ¡Y la había llamado doña, a
secas, así, en
toda su cara!
¡Cuánta ignorancia! ¡Si ella era doña
su mujer era redoña! Bueno, doña mojada, por el sudor y la humedad del ambiente, “porque la morsa no se lava ni por éstas” dijo
haciendo la señal de la cruz con el índice de la mano y el pulgar y
llevándoselos a la boca para besarlos con rabia.
-¡Buenos días doña Enriqueta! ¡Buenos
días don Elviro! –saludó una vecina del pueblo que en ese instante pasaba por
delante de ellos – ¿Disfrutando de la mañana?
-Buenos días, señora –contestó el
herrero.
Doña Enriqueta sonrió, pero por
cortesía. Que se entrometieran en sus asuntos no le gustaba nada y menos que se
quedaran así parados para ver que hablaban.
Simplemente no le hicieron caso. Se
miraron los dos y empezaron a caminar por la calle. De esa forma evitarían la
curiosidad de la vecina.
-Podemos ir a mi casa y ver de qué
manera mi mujer le puede ayudar –dijo don Elviro algo nervioso al mismo tiempo
que tartamudeó levemente, como si
estuviera pensando en otra cosa.
Le acompañaría. Total, no tenía nada
que perder. Bueno, sí, la vida pero eso como qué no le importaba demasiado. Ella
era muy alegre y vital pero tanta desidia y tanta mala educación y tanta falta
de…hacía que estuviera con mucha desgana.
-De acuerdo, don Elviro –asintió
sumisa.
-Pero le aviso, no haga ninguna
referencia a su gordura ni a nada que tenga que ver con el aseo personal. Que
no le vea hacer ningún gesto extraño o le aseguro que sabrá lo que es El
Apocalipsis.
-Vamos, vamos. No será para tanto. A su
esposa lo que le pasa es que está aburrida.
-Aburrido estoy yo de sus efluvios
primaverales. Primaverales, otoñales, invernales
y veraniegos. Estoy aburrido
de sus
extravagancias mensuales, de sus impertinencias semanales y de sus rabietas
diarias. E incluso de sus paralises nocturnos que me impiden azezuyarla.
Doña Enriqueta sonrió dándole la razón
pero no entendía absolutamente nada de lo que decía. Nunca entendía nada de
estas gentes y algo parecido le sucedió el tiempo que estuvo casada con su
marido. Tenía una forma rara de terminar las frases. Lo de azezuyarla del señor
herrero le había sorprendido. No le preguntaría por si acaso.
Llegaron a la casa de don Elviro. Ésta
tenía un gran porche interior donde estaba la entrada. Tenía dos plantas y en
la de arriba había dos grandes balcones. En la parte derecha de la casa estaba
la herrería. Todo estaba hecho de piedra. Era de las casas que por fuera más le
gustaba a doña Enriqueta ya que por dentro no había estado nunca, ésta sería la
primera vez. El hombre abrió muy despacio la puerta y le indicó a doña
Enriqueta que no entrase, que se estuviese quieta y en silencio.
-¿Querida? –preguntó tímido don Elviro-
¿Estás por aquí mi flor de mormareja?
Silencio.
-Vengo con doña Enriqueta…
Un trueno.
-… que te quiere consultar una
cuestión.
Un segundo trueno, éste más largo y
ruidoso.
-¡Por Dios, siempre está igual! ¿No se
cansa? –exclamó el herrero con cara de angustia.
Doña
Enriqueta palideció. Por instinto se apartó ligeramente de la puerta. No se
fiaba.
-Mi
esposa, ¿estás indispuesta? No suena muy bien el asunto por lo que veo. Dime si
podemos entrar porque no quiero que a nuestra visita le dé un trayo.
Más
silencio.
Y más truenos, en concreto dos.
-Señor herrero –balbuceó doña Enriqueta
–¿Ha dicho trayo o rayo? Bueno…si da igual, en serio, si eso ya vengo yo
mañana.
-Ahora o nunca. Sea valiente, mi
señora, las apariencias engañan. Ya verá que no es para tanto. En realidad ella
es una azucena en un campo de amapolas.
-La madre que lo parió –pensó doña
Enriqueta – ¡Una azucena en un campo de
amapolas…Si le digo yo lo que me parece qué es se va a enterar! ¡Jesús! ¿Éste
olor que sale de la casa es normal? Yo me largo de aquí más rápida que una
liebre con prisa.
Don Elviro la cogió con fuerza por un
brazo e hizo que pasara. Ella se dejó arrastrar, simplemente. Quería huir pero
no podía. De repente sintió como un golpetazo en la cara, una fuerza invisible
que la sacudió. ¡Qué barbaridad! ¡Qué olor a cerrado y qué olor a todo!
-Recuerde, señora, no dé ninguna señal
de contrariedad. Sea fuerte, cuando se acostumbre toda sensación de mareo desaparecerá.
La cara del herrero no es que fuera
mejor que la de doña Enriqueta pero se le notaba como más acostumbrado, como
más hecho.
-Pero es que se me ha revuelto el
estómago, herrero del diablo. Siento como
el ombligo me ha salido fuera y
como una corva me tiembla
de mala manera. ¿Es grave lo que tengo? ¿Está seguro que saldré viva de ésta?
-¡Amor! ¿Vienes a hacerme feliz, mi herrero fornido? –preguntó una voz al fondo de la casa, completamente a oscuras.
-¡Amor! ¿Vienes a hacerme feliz, mi herrero fornido? –preguntó una voz al fondo de la casa, completamente a oscuras.
-¡Mi princesa angustiada! Estoy aquí
con la vecina de la calle de arriba. Es doña Enriqueta que viene a pedirte de
unos favores.
-¡Qué ya me lo has dicho, pesado! ¡Ya
sé que está aquí esa señora! ¿Y se puede saber qué quiere de mí esa fresca?
–preguntó la mujer del herrero medio enfadada.
-Pues a ver si la puedes ayudar.
Necesita saber algo de unos tubos y no sé qué de moluscos o de alguien que los
venda o de alguien que toque la tuba, que no sé ni lo que es. Y por favor, mi
dulce estrella polar, contente.
-Contente tú, que ya sé que estás
deseando darme arrumacos. Y no me extraña. ¡Soy irresistible!
-¿Por qué todas las gordas dicen que
están irresistibles? –se dijo a sí misma
doña Enriqueta –Además, es que huele a perro muerto por Dios. ¡Qué harta estoy
de los malos olores!
-¿Darte arrumacos, querida mía? Ahora
mismo no es lo que me apetezca más. Ya sé que cuesta mucho decirte que no, pero
nuestra invitada tiene cierta prisa –dijo don Elviro muy angustiado –Venga,
señora Enriqueta, pregunte, pregunte.
-¡Pues si tiene prisa ya sabe lo que
tiene que hacer! –respondió algo ofendida –Mi belleza me impide hacer las cosas
de manera acelerada.
-Pues cuando entra en tronía y encima
hace la rueda coge una velocidad endiablada, la so asquerosa –pensó el herrero.
-Señora,
¿a usted la llaman Susi por casualidad? –se atrevió a preguntar doña Enriqueta
finalmente.
De nuevo se hizo un silencio extraño.
Era inquietante. Demasiado silencio. Demasiada quietud.
Doña Enriqueta estaba asustada de
verdad. ¿Por qué le habría dado la idea de preguntar nada a don Elviro? Ella no
sabría nada de lo que le había dicho la adivinadora; semejante bestia de campo
era imposible que supiera algo. Miró al herrero, éste ya la estaba mirando con
cara de interrogación y encogiendo los hombros. Le hizo un gesto con la mano
para que no hiciera ni dijera nada.
Y de repente…
Se oyó lo que jamás se había oído. Fue
corto, seco pero muy intenso. Hizo temblar toda la casa. Tocar la tuba no la
tocaría pero aquello era una buena orquesta en su punto más álgido.
Doña Enriqueta sintió en todo su cuerpo
La Gran Vibración. Seguido de La Gran Ventisca. Se le movió el pelo y el
vestido. El corazón, simplemente, se le paró, dejó de latir. Pero era el
herrero que la había cogido de los brazos y la zarandeaba.
Éste, después de la primera impresión,
se repuso como pudo y sonrió avergonzadamente a doña Enriqueta.
-Este ha sido de los buenos, ¿eh?
–exclamó sonriendo más todavía.
-¿Esto es a diario? –preguntó la viuda
con los ojos bien abiertos.
-¿A diario? ¡No, que va, mi señora
seca! ¡Es cada hora! Y mire por donde la
hemos pillado en punto.
-Ahora comprendo muchas cosas, don
Elviro, se lo aseguro. ¡Pero que muchas cosas!
-¿Y bien? ¿Desea alguna cosa más?
¿Quiere preguntarle otra cosa?
-He
tenido más que suficiente. Ha sido muy amable. Nunca había obtenido una
respuesta tan clara a una pregunta. Me voy…no sé cómo explicarle para que me
entienda, me voy… muy impresionada. Esto ha sido El Gran Suceso, algo fuera de
lo común. Algo que jamás podré olvidar. Gracias por su ayuda, muchas gracias.
-Ha sido un placer, doña Enriqueta. Yo
ahora iré a ver por qué no ha salido de su cuarto mi señora. Siento como ha
entrado en marrunto y conformarle su cachumba es mi obligación. No se preocupe
por su costerna, ya se le pasará.
-¿Qué no me preocupe por su costerna?
No, si preocupada no estoy, la verdad, ni siquiera sé lo que es costerna –pensó
Doña Enriqueta muy asombrada dirigiéndose muy despacio hacia la puerta. No
estaba lejos pero le pareció que estaba a varias leguas. ¿Cómo una persona
podía acumular tanta potencia en su interior? Se juró a sí misma, pasara lo que
pasara, no volver a aquella casa. Volver a oír a aquella moñorda le podía salir
muy caro a su salud.
-¿Ya se marcha, vecina? –preguntó la
mujer del herrero desde el fondo de la casa -¿No desea quedarse un rato más?
¿Ha venido para algo, no?
El tono de la señora del Mirlo era muy
sarcástico. Entró en el salón muy sonriente, como una gran dama que entra en
una recepción real.
-Ser una buscona de ciertas “cosas”
cómo usted lo hace me produce curiosidad. ¿Es cierto que se conforma con lo que
sea cómo se dice por todo el pueblo y por toda la comarca? –continuó
preguntando.
El marido sintió mucha vergüenza. Aunque
él no era una persona culta y no le habían enseñado modales de ricos no era tan
vulgar como su esposa. Le daban ganas de mandar a esquilarla a ver si así se le
iban todas aquellas tonterías de bella dama y alta alcurnia.
-Querida; doña Enriqueta solo quería
saber si en tu molusco tienes algún tubo o algo parecido. ¿Es así, verdad? –preguntó
mirando a la viuda.
¿Pero dónde se había metido? ¡Menudo
par de invertebrados! La rabia que sentía por dentro era de difícil explicación.
-Señora del Mirlo –se atrevió a
responder la viuda – Ya he visto y oído lo que es usted capaz. Mis dudas han
sido resueltas completamente, se lo aseguro. No quiero molestarles más. Sigan
ustedes en sus ambientes que yo me voy a tomar aire fresco que me devuelva la
vida.
-Su vida me importa bien poco. A mí
solo me interesa mantener mi cuerpo lozano preparado para mi macho. Esa es mi
vida. Lo demás tiene poca importancia
Dicho esto la mujer del herrero se
limitó a sonreír. Se giró e hizo algo raro con las manos. Don Elviro se dirigió
hacia la puerta donde estaba ella haciendo un gesto con la mano también, pero
éste era de disculpa.
Doña Enriqueta se fue de allí muy
escaldada. Nunca lo había pasado tan mal. ¡Y todo por el dichoso acertijo! Le
entraron unas rabias internas que le daban ganas de volver a casa de la
adivinadora y de soltarle cuatro frescas o un escobazo.
Lo mejor era no obsesionarse y seguir
su vida normal como había hecho hasta ahora. ¡Pero es que era tan tediosa y
aburrida…! Aunque ella pensaba que las personas se aburren si no eran capaces
de usar
la inteligencia. Pero a ella no le había servido de nada. No tenía marido y
vivía sola. El único familiar que tenía en el pueblo era su tía Candelaria y
cuanto menos la viera mejor. ¡Menuda era su tía! ¡Deslenguada donde las
hubiera!
Salió de casa del herrero todavía con
ciertos temblores en las piernas. Sintió como un pinchazo detrás de las orejas
aunque al respirar aire puro de nuevo notó como le volvieron las fuerzas.
-¡A lo mejor el cabrero puede ayudarle!
¡Una de sus cabras se llama igual que mi esposa! ¡Lo sé porque me la presentó
un día!–oyó gritar a don Elviro.
Se giró y por cortesía sonrío al
herrero pero no quería entretenerse ni un instante más y aceleró el paso.
Le entraron unos aires internos en
movimiento algo molestos. A lo mejor aquello era contagioso porque ella no era
de qué le pasara algo así de esa manera tan repentina. Pero como era una dama
se contendría, ¡cómo debía ser!