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Este blog personal es solo eso: personal. No pretendo nada más que escribir sobre libros, autores y mis pensamientos literarios y poéticos y también sobre mis canciones favoritas. También en las páginas de Mi Arte y Recuerdos explico, con fotos, algo más de mí. En la página de Visitas España al blog pongo las banderas de las provincias españolas que me han visitado y una breve historia sobre la capital de cada provincia. De igual forma hago en la página Visitas países al blog, con la bandera del país y una breve historia sobre el mismo. Yo disfruto al máximo al escribir este blog y espero y deseo que los que entren y lo lean hagan lo mismo.

domingo, 28 de julio de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (IV)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:

Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial".




Entrega nº 4






-3-
Doña Enriqueta visita a la señora del Mirlo
(parte dos)


(...)


La cara del herrero era de total asombro.
         -¿He oído bien? ¿Ha dicho, por casualidad, moluscos o tubos?
         -Sí –sonrió avergonzada- Sé que suena raro, don Elviro, pero es  importante que me conteste. Bueno, o a lo mejor ella toca la tuba.
         -¿Importante? ¿Por qué es importante? ¿Ha dicho si toca la tuba?
         -Necesito saberlo, sólo dígame si su esposa tiene moluscos y si estos están dentro de unos tubos, por favor, o si toca la tuba.
         -El único molusco que conozco que yo sepa no está dentro de un tubo, precisamente. Todo lo contrario, demasiado al aire está.
         -¡Huy, don Elviro, qué cosas dice! –sonrió falsamente doña Enriqueta.
         -No las digo, las padezco. Pero ya me aclarará el motivo de tan extraña consulta. Y por supuesto que  no toca la tuba.
         Don Elviro, cuando hablaba guiñaba levemente un ojo. Y eso la ponía muy nerviosa. A ella le daban ganas de guiñarlo igual. Sabía que era un defecto, incluso se decía que quien lo padecía, que solo eran hombres, era porque en alguna ocasión había mirado con ojos libidinosos a otra mujer pero, aún así, no podía evitarlo.
         -Es difícil de explicar. Solo era curiosidad. De todas formas ha sido muy amable.
         -Mire, señora. En el pueblo la llaman, la del “higo seco”. Y no creo que sea por su afición a las brevas. Sea clara y no se ande con rodeos.
         -No son rodeos, es que siento una vergüenza atroz. Y ser conocida en éste pueblo por ese mote es horripilante.
         -Pero eso tiene solución –le contestó el herrero con una sonrisa mirándola de arriba abajo.
         ¡Vaya con don Elviro! No había nada como ser soltera y estar rica como la miel para tener a los moscardones revoloteando. Tenía fama de duro y ahora que le miraba bien sabía por qué. ¡Por Dios y por la Virgen! ¿No le daba cosa de no darle cosa?
         Sería mejor dejar el asunto. De todas formas no recordaba la frase exacta de la adivinadora y no tenía ganas de explicar todo aquel asunto porque es que sonaba raro y todo. Entonces sí que la iban a poner un apodo muy a tono. Allí, por cualquier cosa, ya te ponían sobrenombres raros. Muy poca gente se libraba. Entre ellos estaba don Pascual,  el  alcalde  del pueblo.  Era  muy respetado  y querido. Era el tipo de  hombre que a ella le gustaba. Alto, moreno, no muy fuerte pero tampoco ningún flacucho, de mediana edad, pelo negro azabache con unos dientes blancos y una sonrisa cautivadora. Lástima que estuviera casado porque hombres como él había muy pocos, por no decir ninguno.
Solo le veía una pega, si es que se podía llamar pega. Era que muchas veces desprendía cierto olor, pero nada grave. La mayoría de los hombres del pueblo, si te quedabas mucho rato a su lado, o aguantabas todo lo que podías la respiración o te daban unas arcadas terribles.
         -Mire, don Elviro, no creo, pensándolo bien, que su mujer me pueda ayudar. Además quería ir a visitar a sor Concepción, ya sabe, la Trinitaria. Si el único molusco que conoce de su esposa no está entubado no importa que yo vaya a molestarla. Puede ofenderse y nada más me gustaría que sucediese. A no ser que su señora conozca a alguien que venda mejillones o toque la tuba. O tal vez sea usted quien la conozca.
         -Si mi señora esposa se ofende solo puede pasar que entre en tronía. Y eso sí que no se lo recomiendo. Ni a usted, ni a nadie del pueblo. Puede llegar a ser agónico. Pero si con suerte, ni se ofende ni pretende, puede que sí le sirva de ayuda. ¿No lo cree así? Por cierto, yo no conozco a nadie que venda mejillones ni toque esa cosa.
         -Yo ya no sé qué creer, sinceramente. ¿Usted qué cree?
         -Escúcheme bien, doña –dijo el herrero con un tono de voz algo agresivo –Es  usted la que me ha parado, la que me ha molestado. Aclárese primero antes de interrumpir con fatualidades a la gente honrada.
         ¿Fatualidades? ¿Y aquello qué significaba? ¡Y la había llamado doña,  a  secas,  así,  en  toda  su  cara! ¡Cuánta ignorancia! ¡Si ella era doña su mujer era redoña! Bueno, doña mojada, por el sudor y la humedad del  ambiente, “porque  la morsa no se lava ni por éstas” dijo haciendo la señal de la cruz con el índice de la mano y el pulgar y llevándoselos a la boca para besarlos con rabia.
         -¡Buenos días doña Enriqueta! ¡Buenos días don Elviro! –saludó una vecina del pueblo que en ese instante pasaba por delante de ellos – ¿Disfrutando de la mañana?
         -Buenos días, señora –contestó el herrero.
         Doña Enriqueta sonrió, pero por cortesía. Que se entrometieran en sus asuntos no le gustaba nada y menos que se quedaran así parados para ver que hablaban.
         Simplemente no le hicieron caso. Se miraron los dos y empezaron a caminar por la calle. De esa forma evitarían la curiosidad de la vecina.
         -Podemos ir a mi casa y ver de qué manera mi mujer le puede ayudar –dijo don Elviro algo nervioso al mismo tiempo que  tartamudeó levemente, como si estuviera pensando en otra cosa.
         Le acompañaría. Total, no tenía nada que perder. Bueno, sí, la vida pero eso como qué no le importaba demasiado. Ella era muy alegre y vital pero tanta desidia y tanta mala educación y tanta falta de…hacía que estuviera con mucha desgana.
         -De acuerdo, don Elviro –asintió sumisa.
         -Pero le aviso, no haga ninguna referencia a su gordura ni a nada que tenga que ver con el aseo personal. Que no le vea hacer ningún gesto extraño o le aseguro que sabrá lo que es El Apocalipsis.
         -Vamos, vamos. No será para tanto. A su esposa lo que le pasa es que está aburrida.
         -Aburrido estoy yo de sus efluvios primaverales. Primaverales, otoñales,    invernales    y     veraniegos.    Estoy    aburrido      de   sus extravagancias mensuales, de sus impertinencias semanales y de sus rabietas diarias. E incluso de sus paralises nocturnos que me impiden azezuyarla.
         Doña Enriqueta sonrió dándole la razón pero no entendía absolutamente nada de lo que decía. Nunca entendía nada de estas gentes y algo parecido le sucedió el tiempo que estuvo casada con su marido. Tenía una forma rara de terminar las frases. Lo de azezuyarla del señor herrero le había sorprendido. No le preguntaría por si acaso.
         Llegaron a la casa de don Elviro. Ésta tenía un gran porche interior donde estaba la entrada. Tenía dos plantas y en la de arriba había dos grandes balcones. En la parte derecha de la casa estaba la herrería. Todo estaba hecho de piedra. Era de las casas que por fuera más le gustaba a doña Enriqueta ya que por dentro no había estado nunca, ésta sería la primera vez. El hombre abrió muy despacio la puerta y le indicó a doña Enriqueta que no entrase, que se estuviese quieta y en silencio.
         -¿Querida? –preguntó tímido don Elviro- ¿Estás por aquí mi flor de mormareja?
         Silencio.                                                                                                
         -Vengo con doña Enriqueta…
         Un trueno.
         -… que te quiere consultar una cuestión.
         Un segundo trueno, éste más largo y ruidoso.
         -¡Por Dios, siempre está igual! ¿No se cansa? –exclamó el herrero con cara de angustia.
Doña Enriqueta palideció. Por instinto se apartó ligeramente de la puerta. No se fiaba.        
-Mi esposa, ¿estás indispuesta? No suena muy bien el asunto por lo que veo. Dime si podemos entrar porque no quiero que a nuestra visita le dé un trayo.
         Más silencio.                                                                               
         Y más truenos, en concreto dos.
         -Señor herrero –balbuceó doña Enriqueta –¿Ha dicho trayo o rayo? Bueno…si da igual, en serio, si eso ya vengo yo mañana.
         -Ahora o nunca. Sea valiente, mi señora, las apariencias engañan. Ya verá que no es para tanto. En realidad ella es una azucena en un campo de amapolas.
         -La madre que lo parió –pensó doña Enriqueta – ¡Una  azucena en un campo de amapolas…Si le digo yo lo que me parece qué es se va a enterar! ¡Jesús! ¿Éste olor que sale de la casa es normal? Yo me largo de aquí más rápida que una liebre con prisa.
         Don Elviro la cogió con fuerza por un brazo e hizo que pasara. Ella se dejó arrastrar, simplemente. Quería huir pero no podía. De repente sintió como un golpetazo en la cara, una fuerza invisible que la sacudió. ¡Qué barbaridad! ¡Qué olor a cerrado y qué olor a todo!
         -Recuerde, señora, no dé ninguna señal de contrariedad. Sea fuerte, cuando se acostumbre toda sensación de mareo desaparecerá.
         La cara del herrero no es que fuera mejor que la de doña Enriqueta pero se le notaba como más acostumbrado, como más hecho.
         -Pero es que se me ha revuelto el estómago, herrero del diablo. Siento  como  el  ombligo  me  ha  salido  fuera  y  como una corva me tiembla de mala manera. ¿Es grave lo que tengo? ¿Está seguro que saldré viva de ésta?

          -¡Amor! ¿Vienes a hacerme feliz, mi herrero fornido? –preguntó una voz al fondo de la casa, completamente a oscuras.
         -¡Mi princesa angustiada! Estoy aquí con la vecina de la calle de arriba. Es doña Enriqueta que viene a pedirte de unos favores.
         -¡Qué ya me lo has dicho, pesado! ¡Ya sé que está aquí esa señora! ¿Y se puede saber qué quiere de mí esa fresca? –preguntó la mujer del herrero medio enfadada.
         -Pues a ver si la puedes ayudar. Necesita saber algo de unos tubos y no sé qué de moluscos o de alguien que los venda o de alguien que toque la tuba, que no sé ni lo que es. Y por favor, mi dulce estrella polar, contente.
         -Contente tú, que ya sé que estás deseando darme arrumacos. Y no me extraña. ¡Soy irresistible!
         -¿Por qué todas las gordas dicen que están irresistibles?  –se dijo a sí misma doña Enriqueta –Además, es que huele a perro muerto por Dios. ¡Qué harta estoy de los malos olores!
         -¿Darte arrumacos, querida mía? Ahora mismo no es lo que me apetezca más. Ya sé que cuesta mucho decirte que no, pero nuestra invitada tiene cierta prisa –dijo don Elviro muy angustiado –Venga, señora Enriqueta, pregunte, pregunte.
         -¡Pues si tiene prisa ya sabe lo que tiene que hacer! –respondió algo  ofendida –Mi belleza me impide hacer las cosas de manera acelerada.
         -Pues cuando entra en tronía y encima hace la rueda coge una velocidad endiablada, la so asquerosa –pensó el herrero.
-Señora, ¿a usted la llaman Susi por casualidad? –se atrevió a preguntar doña Enriqueta finalmente.
         De nuevo se hizo un silencio extraño. Era inquietante. Demasiado silencio. Demasiada quietud.
         Doña Enriqueta estaba asustada de verdad. ¿Por qué le habría dado la idea de preguntar nada a don Elviro? Ella no sabría nada de lo que le había dicho la adivinadora; semejante bestia de campo era imposible que supiera algo. Miró al herrero, éste ya la estaba mirando con cara de interrogación y encogiendo los hombros. Le hizo un gesto con la mano para que no hiciera ni dijera nada.
         Y de repente…
         Se oyó lo que jamás se había oído. Fue corto, seco pero muy intenso. Hizo temblar toda la casa. Tocar la tuba no la tocaría pero aquello era una buena orquesta en su punto más álgido.
         Doña Enriqueta sintió en todo su cuerpo La Gran Vibración. Seguido de La Gran Ventisca. Se le movió el pelo y el vestido. El corazón, simplemente, se le paró, dejó de latir. Pero era el herrero que la había cogido de los brazos y la zarandeaba.
         Éste, después de la primera impresión, se repuso como pudo y sonrió avergonzadamente a doña Enriqueta.
         -Este ha sido de los buenos, ¿eh? –exclamó sonriendo más todavía.
         -¿Esto es a diario? –preguntó la viuda con los ojos bien abiertos.
         -¿A diario? ¡No, que va, mi señora seca! ¡Es cada  hora! Y mire por donde la hemos pillado en punto.
         -Ahora comprendo muchas cosas, don Elviro, se lo aseguro. ¡Pero que muchas cosas!
         -¿Y bien? ¿Desea alguna cosa más? ¿Quiere preguntarle otra cosa?
-He tenido más que suficiente. Ha sido muy amable. Nunca había obtenido una respuesta tan clara a una pregunta. Me voy…no sé cómo explicarle para que me entienda, me voy… muy impresionada. Esto ha sido El Gran Suceso, algo fuera de lo común. Algo que jamás podré olvidar. Gracias por su ayuda, muchas gracias.
         -Ha sido un placer, doña Enriqueta. Yo ahora iré a ver por qué no ha salido de su cuarto mi señora. Siento como ha entrado en marrunto y conformarle su cachumba es mi obligación. No se preocupe por su costerna, ya se le pasará.
         -¿Qué no me preocupe por su costerna? No, si preocupada no estoy, la verdad, ni siquiera sé lo que es costerna –pensó Doña Enriqueta muy asombrada dirigiéndose muy despacio hacia la puerta. No estaba lejos pero le pareció que estaba a varias leguas. ¿Cómo una persona podía acumular tanta potencia en su interior? Se juró a sí misma, pasara lo que pasara, no volver a aquella casa. Volver a oír a aquella moñorda le podía salir muy caro a su salud.
         -¿Ya se marcha, vecina? –preguntó la mujer del herrero desde el fondo de la casa -¿No desea quedarse un rato más? ¿Ha venido para algo, no?
         El tono de la señora del Mirlo era muy sarcástico. Entró en el salón muy sonriente, como una gran dama que entra en una recepción real.
         -Ser una buscona de ciertas “cosas” cómo usted lo hace me produce curiosidad. ¿Es cierto que se conforma con lo que sea cómo se dice por todo el pueblo y por toda la comarca? –continuó preguntando.
         El marido sintió mucha vergüenza. Aunque él no era una persona culta y no le habían enseñado modales de ricos no era tan vulgar como su esposa. Le daban ganas de mandar a esquilarla a ver si así se le iban todas aquellas tonterías de bella dama y alta alcurnia.
         -Querida; doña Enriqueta solo quería saber si en tu molusco tienes algún tubo o algo parecido. ¿Es así, verdad? –preguntó mirando a la viuda.
         ¿Pero dónde se había metido? ¡Menudo par de invertebrados! La rabia que sentía por dentro era de difícil explicación.
         -Señora del Mirlo –se atrevió a responder la viuda – Ya he visto y oído lo que es usted capaz. Mis dudas han sido resueltas completamente, se lo aseguro. No quiero molestarles más. Sigan ustedes en sus ambientes que yo me voy a tomar aire fresco que me devuelva la vida.
         -Su vida me importa bien poco. A mí solo me interesa mantener mi cuerpo lozano preparado para mi macho. Esa es mi vida. Lo demás tiene poca importancia
         Dicho esto la mujer del herrero se limitó a sonreír. Se giró e hizo algo raro con las manos. Don Elviro se dirigió hacia la puerta donde estaba ella haciendo un gesto con la mano también, pero éste era de disculpa.
         Doña Enriqueta se fue de allí muy escaldada. Nunca lo había pasado tan mal. ¡Y todo por el dichoso acertijo! Le entraron unas rabias internas que le daban ganas de volver a casa de la adivinadora y de soltarle cuatro frescas o un escobazo.
         Lo mejor era no obsesionarse y seguir su vida normal como había hecho hasta ahora. ¡Pero es que era tan tediosa y aburrida…! Aunque ella pensaba que las personas se aburren si no eran capaces de usar la inteligencia. Pero a ella no le había servido de nada. No tenía marido y vivía sola. El único familiar que tenía en el pueblo era su tía Candelaria y cuanto menos la viera mejor. ¡Menuda era su tía! ¡Deslenguada donde las hubiera!
         Salió de casa del herrero todavía con ciertos temblores en las piernas. Sintió como un pinchazo detrás de las orejas aunque al respirar aire puro de nuevo notó como le volvieron las fuerzas.
         -¡A lo mejor el cabrero puede ayudarle! ¡Una de sus cabras se llama igual que mi esposa! ¡Lo sé porque me la presentó un día!–oyó gritar a don Elviro.
         Se giró y por cortesía sonrío al herrero pero no quería entretenerse ni un instante más y aceleró el paso.
         Le entraron unos aires internos en movimiento algo molestos. A lo mejor aquello era contagioso porque ella no era de qué le pasara algo así de esa manera tan repentina. Pero como era una dama se contendría, ¡cómo debía ser!


Próxima entrega: El encuentro con la Pascualina y el alcalde

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