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Este blog personal es solo eso: personal. No pretendo nada más que escribir sobre libros, autores y mis pensamientos literarios y poéticos y también sobre mis canciones favoritas. También en las páginas de Mi Arte y Recuerdos explico, con fotos, algo más de mí. En la página de Visitas España al blog pongo las banderas de las provincias españolas que me han visitado y una breve historia sobre la capital de cada provincia. De igual forma hago en la página Visitas países al blog, con la bandera del país y una breve historia sobre el mismo. Yo disfruto al máximo al escribir este blog y espero y deseo que los que entren y lo lean hagan lo mismo.

domingo, 21 de julio de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (III)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:

Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas.




Entrega nº 3





-3-
Doña Enriqueta visita a la señora del Mirlo
(parte una)

         ¡Qué difícil era todo! No se iba a obsesionar con la frasecita de la adivinadora, pero reconocía que en cierta manera le intrigaba. Le dijo que cuando supiera resolver ese acertijo encontraría lo que iba buscando. Y eso era lo que le extrañaba porque lo que iba buscando era algo que tenían los hombres. Porque riquezas, amores nobles o paganos y otras cosas parecidas no le interesaba. Tampoco es que quisiera conocer a un mendigo, eso no, aunque no tenía nada en contra, pero si era de posición acomodada mejor. Y por supuesto que tuviera una cierta cultura y educación.
         Se acordó del día de su boda. Ella nació en Cabañas de la Sagra, Toledo. A los cuatro años se fue a vivir a Orgaz, en la misma provincia,  porque el trabajo de su padre así lo requirió. Y aunque se casó ahí mismo conoció al que fue su marido en Calzada de Valdunciel, en Salamanca. Lo conoció en una procesión de Semana Santa. Él era nazareno del Paso “El Cristo de los Moros”, y recuerda que destacaba sobre los demás, a pesar del capirote, por el cirio, y no se refería a la vela.
         Al acabar la procesión, cosa que verla ya de por sí era bastante agónico y agotador, sin saber cómo, él se acercó a ella. Cojeaba ligeramente y al quitarse el capirote fue cuando vio que era musulmán o eso le pareció. Después él le contaría que era mitad español y mitad mauritano. Su padre viajó a España por unos asuntos de negocio siendo joven y fue cuando conoció a su madre que era de Salamanca. Se enamoraron perdidamente pero al contrario que su caso ellos tardaron quince años en casarse.
La cojera se debía, según confesó él después, a los nervios de ir a hablar con ella. Cuando iba en procesión la vio y no pudo evitar sentir algo por dentro que le dejó tieso por fuera. Por eso cuando terminó su viacrucis la buscó entre la gente. No podía dejar escapar aquella oportunidad, siquiera de hablar con ella.
         Ella, al verlo venir, se puso nerviosa, más de lo normal. Pero es que ver a un nazareno con semejante cirio en una mano dirigiéndose a ella, y encima ser el nazareno de los dos cirios, el que vio pasar antes que tanto le llamó la atención,  hizo que sintiera ahogos y aparte de lo que todos en el pueblo decían, se le secara la garganta.
         -Buenas noches, buena samaritana. Bendito sea Dios  y Cristo Denna. Cadenas y clavos Jesús soportó. En la cruz su corona de espinas, en mi corazón sus ojos morenos posó.
         ¿Cristo Denna? ¿Y ese Cristo quién era? ¡Vaya manera más rara que tenía de hablar el nazareno! Y después de unos versos que no entendió continuó con éstas palabras:
         -Mi penitencia –continuó cambiándose el cirio de mano –ha  empezado esta noche, en cuanto la he visto. Penitente es, encadenado en su infierno de crucifijos. Mi dama serrana, acompañe con sus lágrimas de mujer mi deseo cristiano.
         No entendía absolutamente nada. ¿Qué quería decir con todo aquello? ¿Qué era, prosa dicha de manera arcaica, prosa religiosa o prosa sin prosa dicha sin prisa? ¿O simplemente era así de raro?
         Doña Enriqueta intentaba comprender aquellas palabras. Tenía, según él, un deseo cristiano, y había dicho algo de su crucifijo. Esperaba que se refiriera a otra clase de crucifijo y lo que no había entendido bien es si había dicho que era penitente o impotente pero tenía que ser lo primero por lo que estaba viendo.
         -¿Perdone, me decía algo? –acertó a preguntar.
         -No se pregunta  cuando se ama. Madre fue María y también fue esposa. Santa la hizo el hombre y Virgen la hipocresía.
         -No le comprendo, discúlpeme.
         -No comprenda ni entienda. Simplemente deje a su alma que se la lleve el viento.
         ¡Ay, dichoso mauritano! No se le entendería pero su mejor arma no era la palabra. Desde esas palabras hasta el altar pasó muy poco tiempo. Él le propuso matrimonio y ella no pudo decir que no a pesar de su olor corporal, que era muy parecido a la leche agria. El porqué los hombres no se lavaban no lo terminaba de entender y aunque a ella un cierto aroma varonil le gustaba había veces que se le removían las tripas. Pero el olor de él le parecía perfume de dioses.
         Se casaron una mañana muy fresca de un domingo muy caluroso. Ella iba más caliente que una hoguera de San Juan. Se vestido era sencillo, regalo de su madre que a su vez había pertenecido a su abuela y que según ésta era de su tatarabuela que le había dejado en herencia su bisabuela. Estaba algo amarillento, por los años que llevaba guardado, pero una lavandera del pueblo lo dejó inmaculado.
         Su mulato iba también inmaculado. Vestido para la ocasión. ¡Y hasta se había bañado! Olía a limpio y a claridad.
         -Ir tan aseado no es bueno ni para el  hombre ni para la mujer –le dijo al oído en el mismo altar.
         -Calla, que estás muy guapo, amado mío. Disfrutemos del día y del momento –le contestó ella mirándolo a los ojos y sonriendo.
         La ceremonia fue muy bonita y a la salida todo el mundo aplaudía y  gritaba,  sobre  todo las   mujeres mayores. Hasta había unos músicos, amigos de la familia, que tocaron trovadas durante todo el banquete.
         Hubo pocos invitados, los necesarios. Ella odiaba eso de que por obligación se tenía que invitar a todo el mundo, incluso a gente que no conocía. Fueron los familiares y amigos más cercanos y poco más. La única que no asistió a su boda fue su tía Candelaria. Se excusó diciendo que ella por una triste boda no se molestaba en ir desde Cuenca, que era demasiado mayor para tanto trajín. Decía siempre que tenía cinco primaveras menos que veranos cumplidos y después le daba unas carcajadas impresionantes. Lo que no entendía muy bien era de dónde sacaba aquella fuerza y vitalidad a sus años. Tal vez se debía a que era bastante deslenguada.
         -Me poseyó tres veces ese día –se dijo a sí misma muy bucólica- En tres sitios diferentes. Así de macho era mi macho. En la sacristía fue de escándalo. Incluso creí ver a un monaguillo, qué no sé qué hacía exactamente por allí, cómo nos espiaba. ¡Vaya guarrillo que estaba hecho el puñetero! En la calle no estuvo mal, nada mal y lo del zaguán fue el remate a una faena bien hecha. ¡Le echo tanto de menos!
         Doña Enriqueta siguió caminando y disfrutando de la mañana. Volvió al pueblo, a pesar de que su primera intención era visitar a la Trinitaria, por otro camino diferente al que había tomado para ir a ver a la adivinadora. A mitad de la calle, algo a lo lejos, divisó a don Elviro, el herrero del pueblo. Era algo mayor, pero muy fornido y se notaba que de joven tuvo que ser un buen mozo. Era experto con el yunque y el martillo y tenía un buen torno. Eso sí, tenía muy mala leche, algo exagerado, y según cómo le pillara el día te contestaba de una forma vulgar y a gritos. Pero su hierro forjado era famoso en toda la comarca. Nunca le había encargado ningún trabajo en particular pero se decía que para trabajos sencillos solo tardaba un mes en empezarlo y otro en acabarlo ya que era muy meticuloso y le gustaba dejarlo todo bien hecho. ¡Ah, y por supuesto, cobraba por adelantado! De los cobros se encargaba su mujer.
         Ahora había recordado que su esposa, que era algo pestilente, aparte de obesa, que eso no le molestaba, se llamaba Susana. Lo sabía porque se lo dijo ella misma en una ocasión que se encontraron en la plaza y hablaron de los nombres de la familia y sus antepasados. Y la adivinadora dijo algo de una tal Susi. Tal vez su marido la llamara así en la  intimidad  aunque en el pueblo la apodaban la señora del Mirlo.
Este apodo se lo puso ella misma. Decía que cuando era joven era bella, fragante y frágil como una libélula. Lo del Mirlo era porque era suave y sedosa como las alas del pájaro del mismo nombre. Decía también que lo que tenían que hacer las gentes del pueblo era admirarla y venerarla y darle una pequeña ofrenda diaria por tener ella que soportarlas a ellas. No solo solía presumir de una bonita e impresionante voz, si no que incluso, cada año, por las fiestas del pueblo, o sin fiestas, cuando a ella le daba la gana, por la mañana, por el atardecer y a veces hasta de madrugada, lo demostraba cantando siempre  el mismo soneto vestida de vikinga:

“¡Oh, bella sílfide y bella dama!
¡De carnes tersas y espigada figura!
¡Llena de gracia de suave escultura!
¡Divino portento de gran fama!

¡Oh, esplendorosa y bonita gacela!
¡Admirada y ansiada flor de loto!
¡De nobles pechos y corazón roto!
¡De aliento dulce de flor de canela!

¡Soy cuan pajarito multicolor!
¡Diosa del amor y la belleza!
¡De lindas formas y suave olor!

¡Los ángeles tocan con gran destreza!
¡Sus doradas arpas llenas de amor!
¡Para admirar mis labios color cereza!”


         Solo le faltaba la lira. No es que estuviera mal del todo el dichoso soneto, aunque lo de “nobles pechos” le impresionaba mucho cada vez que lo oía. Y por favor, ¡Cuan pajarito multicolor!... ¡Si era basta y deforme como una grulla insatisfecha! Pero a ver quién era capaz de llevarle la contraria. Al igual que su marido tenía muy mal temperamento. En cierta ocasión casi degüella a un vecino porque éste le dijo que era una flatulenta. Y lo que ya la sacaba de quicio era lo de “aliento dulce de flor de canela”. Era mejor no opinar.
         -¡Eh, señor herrero, buenos días tenga usted! –le espetó doña Enriqueta con una gran sonrisa.
         -¿Qué desea, señora? –contestó bastante borde don Elviro.
         -Pues verá. No sé cómo preguntárselo, ciertamente, porque me da mucho apuro, mucha vergüenza. No es que sea una pregunta muy delicada pero claro es que puede que le extrañe o le moleste y sería lo último que yo quisiera: molestarle u ofenderle. Verá, señor herrero, si quiere no es necesario que conteste, claro está, ya que la pregunta es algo así….algo así… bueno, que no es una pregunta normal y puede que le resulte raro por lo que si no quiere, ya le digo, no la conteste, en serio, no tiene porqué responderla pero si fuera tan amable de hacerlo le estaría eternamente agradecida ya que para mí es muy importante pero entiendo que por lo peculiar de la pregunta no quiera contestarla aunque si le soy sincera…
         -Señora, o me hace la pregunta o la marco como a una becerra aquí mismo.
         -Está bien, perdone –dijo doña Enriqueta sonriendo nerviosamente algo asustada porque se imaginó a don Elviro marcándola con un hierro al rojo vivo en sus nalgas –¿Su señora tiene moluscos o tubos o algo parecido? (...)



Próxima entrega: Parte dos de Doña Enriqueta visita a la señora del Mirlo


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