Novela por entregas
(Autor: Juan-Claudio Sanz)
Resumen de las entregas anteriores:
Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas.
Entrega nº 3
-3-
Doña Enriqueta visita a la señora
del Mirlo
(parte una)
¡Qué difícil era todo! No se iba a
obsesionar con la frasecita de la adivinadora, pero reconocía que en cierta
manera le intrigaba. Le dijo que cuando supiera resolver ese acertijo
encontraría lo que iba buscando. Y eso era lo que le extrañaba porque lo que
iba buscando era algo que tenían los hombres. Porque riquezas, amores nobles o
paganos y otras cosas parecidas no le interesaba. Tampoco es que quisiera
conocer a un mendigo, eso no, aunque no tenía nada en contra, pero si era de
posición acomodada mejor. Y por supuesto que tuviera una cierta cultura y
educación.
Se acordó del día de su boda. Ella
nació en Cabañas de la Sagra, Toledo. A los cuatro años se fue a vivir a Orgaz,
en la misma provincia, porque el trabajo
de su padre así lo requirió. Y aunque se casó ahí mismo conoció al que fue su
marido en Calzada de Valdunciel, en Salamanca. Lo conoció en una procesión de
Semana Santa. Él era nazareno del Paso “El Cristo de los Moros”, y recuerda que
destacaba sobre los demás, a pesar del capirote, por el cirio, y no se refería
a la vela.
Al acabar la procesión, cosa que verla
ya de por sí era bastante agónico y agotador, sin saber cómo, él se acercó a
ella. Cojeaba ligeramente y al quitarse el capirote fue cuando vio que era
musulmán o eso le pareció. Después él le contaría que era mitad español y mitad
mauritano. Su padre viajó a España por unos asuntos de negocio siendo joven y
fue cuando conoció a su madre que era de Salamanca. Se enamoraron perdidamente
pero al contrario que su caso ellos tardaron quince años en casarse.
La
cojera se debía, según confesó él después, a los nervios de ir a hablar con
ella. Cuando iba en procesión la vio y no pudo evitar sentir algo por dentro
que le dejó tieso por fuera. Por eso cuando terminó su viacrucis la buscó entre
la gente. No podía dejar escapar aquella oportunidad, siquiera de hablar con
ella.
Ella, al verlo venir, se puso nerviosa,
más de lo normal. Pero es que ver a un nazareno con semejante cirio en una mano
dirigiéndose a ella, y encima ser el nazareno de los dos cirios, el que vio
pasar antes que tanto le llamó la atención, hizo que sintiera ahogos y aparte de lo que
todos en el pueblo decían, se le secara la garganta.
-Buenas noches, buena samaritana.
Bendito sea Dios y Cristo Denna. Cadenas
y clavos Jesús soportó. En la cruz su corona de espinas, en mi corazón sus ojos
morenos posó.
¿Cristo Denna? ¿Y ese Cristo quién era?
¡Vaya manera más rara que tenía de hablar el nazareno! Y después de unos versos
que no entendió continuó con éstas palabras:
-Mi penitencia –continuó cambiándose el
cirio de mano –ha empezado esta noche,
en cuanto la he visto. Penitente es, encadenado en su infierno de crucifijos.
Mi dama serrana, acompañe con sus lágrimas de mujer mi deseo cristiano.
No entendía absolutamente nada. ¿Qué
quería decir con todo aquello? ¿Qué era, prosa dicha de manera arcaica, prosa
religiosa o prosa sin prosa dicha sin prisa? ¿O simplemente era así de raro?
Doña Enriqueta intentaba comprender
aquellas palabras. Tenía, según él, un deseo cristiano, y había dicho algo de
su crucifijo. Esperaba que se refiriera a otra clase de crucifijo y lo que no
había entendido bien es si había dicho que era penitente o impotente pero tenía
que ser lo primero por lo que estaba viendo.
-¿Perdone, me decía algo? –acertó a
preguntar.
-No se pregunta cuando se ama. Madre fue María y también fue
esposa. Santa la hizo el hombre y Virgen la hipocresía.
-No le comprendo, discúlpeme.
-No comprenda ni entienda. Simplemente
deje a su alma que se la lleve el viento.
¡Ay, dichoso mauritano! No se le
entendería pero su mejor arma no era la palabra. Desde esas palabras hasta el
altar pasó muy poco tiempo. Él le propuso matrimonio y ella no pudo decir que
no a pesar de su olor corporal, que era muy parecido a la leche agria. El porqué
los hombres no se lavaban no lo terminaba de entender y aunque a ella un cierto
aroma varonil le gustaba había veces que se le removían las tripas. Pero el
olor de él le parecía perfume de dioses.
Se casaron una mañana muy fresca de un
domingo muy caluroso. Ella iba más caliente que una hoguera de San Juan. Se
vestido era sencillo, regalo de su madre que a su vez había pertenecido a su
abuela y que según ésta era de su tatarabuela que le había dejado en herencia su
bisabuela. Estaba algo amarillento, por los años que llevaba guardado, pero una
lavandera del pueblo lo dejó inmaculado.
Su mulato iba también inmaculado.
Vestido para la ocasión. ¡Y hasta se había bañado! Olía a limpio y a claridad.
-Ir tan aseado no es bueno ni para
el hombre ni para la mujer –le dijo al
oído en el mismo altar.
-Calla, que estás muy guapo, amado mío.
Disfrutemos del día y del momento –le contestó ella mirándolo a los ojos y
sonriendo.
La ceremonia fue muy bonita y a la
salida todo el mundo aplaudía y gritaba, sobre todo
las mujeres mayores. Hasta había unos músicos,
amigos de la familia, que tocaron trovadas durante todo el banquete.
Hubo pocos invitados, los necesarios.
Ella odiaba eso de que por obligación se tenía que invitar a todo el mundo,
incluso a gente que no conocía. Fueron los familiares y amigos más cercanos y
poco más. La única que no asistió a su boda fue su tía Candelaria. Se excusó
diciendo que ella por una triste boda no se molestaba en ir desde Cuenca, que
era demasiado mayor para tanto trajín. Decía siempre que tenía cinco primaveras
menos que veranos cumplidos y después le daba unas carcajadas impresionantes. Lo
que no entendía muy bien era de dónde sacaba aquella fuerza y vitalidad a sus
años. Tal vez se debía a que era bastante deslenguada.
-Me poseyó tres veces ese día –se dijo
a sí misma muy bucólica- En tres sitios diferentes. Así de macho era mi macho.
En la sacristía fue de escándalo. Incluso creí ver a un monaguillo, qué no sé
qué hacía exactamente por allí, cómo nos espiaba. ¡Vaya guarrillo que estaba
hecho el puñetero! En la calle no estuvo mal, nada mal y lo del zaguán fue el
remate a una faena bien hecha. ¡Le echo tanto de menos!
Doña Enriqueta siguió caminando y disfrutando de la mañana.
Volvió al pueblo, a pesar de que su primera intención era visitar a la
Trinitaria, por otro camino diferente al que había tomado para ir a ver a la
adivinadora. A mitad de la calle, algo a lo lejos, divisó a don Elviro, el
herrero del pueblo. Era algo mayor, pero muy fornido y se notaba que de joven
tuvo que ser un buen mozo. Era experto con el yunque y el martillo y tenía un
buen torno. Eso sí, tenía muy mala leche, algo exagerado, y según cómo le
pillara el día te contestaba de una forma vulgar y a gritos. Pero su hierro
forjado era famoso en toda la comarca. Nunca
le había encargado ningún trabajo en particular pero se decía que para trabajos
sencillos solo tardaba un mes en empezarlo y otro en acabarlo ya que era muy
meticuloso y le gustaba dejarlo todo bien hecho. ¡Ah, y por supuesto, cobraba
por adelantado! De los cobros se encargaba su mujer.
Ahora había recordado que su esposa,
que era algo pestilente, aparte de obesa, que eso no le molestaba, se llamaba
Susana. Lo sabía porque se lo dijo ella misma en una ocasión que se encontraron
en la plaza y hablaron de los nombres de la familia y sus antepasados. Y la
adivinadora dijo algo de una tal Susi. Tal vez su marido la llamara así en
la intimidad aunque en el pueblo la apodaban la señora del
Mirlo.
Este
apodo se lo puso ella misma. Decía que cuando era joven era bella, fragante y
frágil como una libélula. Lo del Mirlo era porque era suave y sedosa como las
alas del pájaro del mismo nombre. Decía también que lo que tenían que hacer las
gentes del pueblo era admirarla y venerarla y darle una pequeña ofrenda diaria
por tener ella que soportarlas a ellas. No solo solía presumir de una bonita e
impresionante voz, si no que incluso, cada año, por las fiestas del pueblo, o
sin fiestas, cuando a ella le daba la gana, por la mañana, por el atardecer y a
veces hasta de madrugada, lo demostraba cantando siempre el mismo soneto vestida de vikinga:
“¡Oh, bella sílfide y bella dama!
¡De carnes tersas y espigada
figura!
¡Llena de gracia de suave escultura!
¡Divino portento de gran fama!
¡Oh, esplendorosa y bonita gacela!
¡Admirada y ansiada flor de loto!
¡De nobles pechos y corazón roto!
¡De aliento dulce de flor de
canela!
¡Soy cuan pajarito multicolor!
¡Diosa del amor y la belleza!
¡De lindas formas y suave olor!
¡Los ángeles tocan con gran
destreza!
¡Sus doradas arpas llenas de amor!
¡Para admirar mis labios color
cereza!”
Solo le faltaba la lira. No es que
estuviera mal del todo el dichoso soneto, aunque lo de “nobles pechos” le
impresionaba mucho cada vez que lo oía. Y por favor, ¡Cuan pajarito
multicolor!... ¡Si era basta y deforme como una grulla insatisfecha! Pero a ver
quién era capaz de llevarle la contraria. Al igual que su marido tenía muy mal
temperamento. En cierta ocasión casi degüella a un vecino porque éste le dijo
que era una flatulenta. Y lo que ya la sacaba de quicio era lo de “aliento
dulce de flor de canela”. Era mejor no opinar.
-¡Eh, señor herrero, buenos días tenga
usted! –le espetó doña Enriqueta con una gran sonrisa.
-¿Qué desea, señora? –contestó bastante
borde don Elviro.
-Pues verá. No sé cómo preguntárselo,
ciertamente, porque me da mucho apuro, mucha vergüenza. No es que sea una
pregunta muy delicada pero claro es que puede que le extrañe o le moleste y
sería lo último que yo quisiera: molestarle u ofenderle. Verá, señor herrero,
si quiere no es necesario que conteste, claro está, ya que la pregunta es algo
así….algo así… bueno, que no es una pregunta normal y puede que le resulte raro
por lo que si no quiere, ya le digo, no la conteste, en serio, no tiene porqué responderla
pero si fuera tan amable de hacerlo le estaría eternamente agradecida ya que
para mí es muy importante pero entiendo que por lo peculiar de la pregunta no
quiera contestarla aunque si le soy sincera…
-Señora, o me hace la pregunta o la
marco como a una becerra aquí mismo.
-Está bien, perdone –dijo doña
Enriqueta sonriendo nerviosamente algo asustada porque se imaginó a don Elviro
marcándola con un hierro al rojo vivo en sus nalgas –¿Su señora tiene moluscos
o tubos o algo parecido? (...)
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