POR ENTREGAS
A sus pies, señora mía, es el título de mi segunda novela. Hago referencia a ella en la entrada de enero de 2013 Mi segundo libro (A sus pies, señora mía), escrito en prosa, basado, a su vez, en mi primer libro Doña Enriqueta (ver entrada sobre Doña Enriqueta). Doña Enriqueta está escrito en verso y este segundo, A sus pies, señora mía, cuenta la misma historia, con algunos cambios, evidentemente, pero escrito en prosa, como hemos dicho antes. He decidido ir publicándolo en mi blog, de una forma que se hacía antiguamente: por entregas. Cada semana un pasaje completo. De esta forma no se hace pesada la novela y creo que es más entretenida. En un principio, y así lo tengo anunciado en el blog, iba a ilustrarlo yo mismo; con mis propios dibujos. Pero he decidido que es mejor que no ante la dificultad y laboriosidad de los mismos. No obstante, los que he publicado aquí en el blog, seguirán en él ya que forman parte de los cuadros y dibujos que tengo en la pestaña MI ARTE, en la página principal. Espero, sinceramente, que disfrutéis con estas entregas y que paséis unos momentos agradables.
Entrega nº 1
A sus pies,
señora mía
(Versión Novela de la obra “Doña
Enriqueta” -Versión Poesía Picaresca)
escrita por Juan-Claudio Sanz
Esta
versión novelada se la dedico
A
mi madre, Dolores, por la dedicación
Que
siempre ha tenido hacia
Sus
hijos, hijas, nietos y nietas.
Agradecimientos:
Mis más sinceros agradecimientos a
todos aquellos que me han animado a escribir ésta versión novelada de mi primer
libro, escrito en verso, Doña Enriqueta (Versión Poesía Picaresca), en especial
a mi hija Cristina por su incondicional apoyo.
PRÓLOGO
España estaba convulsionada a
principios del siglo XIX. Sus primeras tres décadas estuvieron marcadas por
guerras, enfermedades y hambrunas. A principios de siglo reinaba Carlos IV pero
su hijo, Fernando VII, con el apoyo de sus seguidores y tras el motín de
Aranjuez consigue que su padre abdique a su favor en 1808 debido a que los tratados que España
tenía con Francia no eran de su agrado y habían propiciado la entrada del
ejército francés en la península.
En el mismo año las tropas de Napoleón,
con la excusa de invadir Portugal, ocupa España y deja en el trono a su hermano
José Bonaporte, apodado de muchas maneras pero la más conocida fue Pepe
Botella, debido a su afición a la bebida.
Se inicia entonces la Guerra de
Independencia que duraría hasta 1814, año en que Fernando VII recupera el trono
e iniciándose una época absolutista y cruel sobre todo en la década Ominosa de
1823 hasta su muerte en 1833.
La resistencia de los españoles a los
franceses fue encomiable y el mismo Napoleón comentaría más tarde que la
maldita guerra contra España era el inicio de todos los males de Francia.
Durante la guerra, en 1812, en las
Cortes de Cádiz, se constituye la primera Constitución Española, a la que
llamaron La Pepa, y aunque Fernando VII
la acató en 1820, jurando fidelidad sobre ella, la eliminó más tarde.
España se sumió en la miseria, el
hambre y las enfermedades lo que hizo que entrara en una época muy difícil.
Hubo guerras internas, que complicaron más la existencia, entre los absolutistas partidarios del
rey y los liberales lo que hizo que la vida del campesinado fuera
verdaderamente dura. La población, entre la guerra y las hambrunas quedó muy
diezmada.
Al rey Fernando se le apodaba El
Deseado, por su época en que el pueblo deseaba su regreso y Felón. Pero su fama
se debió a su reinado feroz, represivo y cruel en unos años de total
absolutismo. Tuvo una hija, Isabel II, apodada La de los Tristes Destinos, con
su sobrina María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, que reinó a la muerte de su padre cuando solo
contaba cuatro años, pero que regentaba su madre.
El ambiente político y religioso era
muy convulso en las capitales pero en los pueblos recónditos y de pocos
habitantes no se notaba mucho los cambios. El tiempo no avanzaba y las
costumbres tampoco.
La historia de éste libro está
ambientada en esa época, pero quitando todo el dramatismo de esos años. Todo transcurre en un pueblecito de la provincia de
Cuenca, en la comarca de La Alcarria, donde la vida transcurre lenta y sin
grandes problemas.
La protagonista de la historia es doña
Enriqueta, viuda, pero de posición acomodada. Después de cinco años de viudedad
y harta de no encontrar a un nuevo marido decide visitar a una adivinadora para
que le diga cuál es su futuro. Y aquí es donde comienza todo en la mañana del
sábado 17 de mayo del año 1834…
Capítulo primero
“De
tristeza el alma muere esquivamente
De
rencor y pena en fuego languidece
Sangra
sin sangre por odiar lascivamente
Con
mirada ciega de rabia palidece”
De cómo se desespera doña
Enriqueta. – El acertijo. – Doña Enriqueta visita a la señora del Mirlo. – El
encuentro con la Pascualina y el alcalde. – Perico el cabrero.
-1-
De cómo se
desespera doña Enriqueta
Había amanecido en una
mañana fría y oscura. Doña Enriqueta se levantó con cierta pereza, muy sudorosa
y algo inquieta, aunque el canto del gallo la había despertado hacía un buen
rato. Le encantaba quedarse en la cama y soñar despierta durante unos minutos.
Escuchar el viento, la lluvia, los pájaros… y como algún pastor o labriego
carraspeaba y soltaba todo el escupitajo en la calle, justo debajo de su
ventana. Eso le daba un asco que no lo podía aguantar. Eso y que se creyeran
que eran las fiestas del pueblo y que sus aires podían orearlos alegre y
ruidosamente
Había
enviudado hacía cinco años y desde entonces había permanecido casta y pura por
imposición más que por convicción y la verdad es que empezaba a estar harta de
ésta circunstancia. Empezaba no; llevaba ya mucho tiempo harta.
-Hace demasiado frío para estar ya a
mediados de mayo –pensó doña Enriqueta mientras terminaba de vestirse –Me ha subido la temperatura –continuó –y espero
que sea porque estoy algo afiebrada
porque de lo contrario a ver qué
hacemos.
Desde que había muerto su marido Doña
Enriqueta no había estado con ningún hombre y no por falta de deseo, si no de
oportunidades. De oportunidades y porque todos los hombres de su pueblo eran
más feos que el borrico anciano del mulero. Aparte, olían a establo, aunque eso
no le desagradaba del todo.
Ella era morena, con curvas pero
delgada, de sonrisa agradable y nariz chata. Sus manos eran finas, suaves pero
al mismo tiempo fuertes. Tenía el pelo corto, rizado, siempre recogido y era sedoso
y muy
brillante. En el pueblo decían que para ser mujer era muy alta aunque ella no
pensaba igual. Era de estatura mediana.
-Estoy afligida, muy afligida –se
lamentó
Era una dama, de muy buenas maneras y
costumbres. Que llevara ya un lustro sin marido la estaba volviendo algo
lasciva. Siempre había sido muy ardiente con su esposo, aunque su matrimonio
hubiese durado apenas unos años debido a que él murió repentinamente.
-Poner remedio a esto tiene que ser mi
máxima prioridad. Se me está estropeando e incluso me tienen puesta de mote “la
del higo seco” y eso no lo aguanto. Esta manada de palurdos sí que tiene seco
el cerebro. Yo soy culta, aunque no me dieran estudios, y no soporto la mala
educación.
“Soy ardorosa y toda yo rezumo a
hembra. Porque una mujer tiene que ser eso: hembra ciega y salvaje en la
intimidad pero sin ser bruta y basta entre las gentes”
Abrió la ventana para airear la estancia
porque el olor era muy fuerte y penetrante aunque el de la habitación más. De
esta forma entraría brisa fresca y tal vez dejara de pensar en lo que estaba
pensando.
-Hoy me siento especialmente receptiva
–dijo mirándose en un espejo que había en un rincón.
Su
habitación era sencilla. Una cama con dosel, comprada especialmente para su
noche de bodas, una cómoda, dos sillas y una jofaina, donde se aseaba, debajo justo
del espejo en una misma pieza. Odiaba esas casas tan llena de cuadros, figuras
decorativas y muebles por todos lados. A ella le gustaba que hubiera espacio,
mucho espacio.
“¿Qué puedo hacer para poner solución a
estas ganas de gallina que tengo? Hombres trabuqueros no hay o los que hay o
están casados o su vocación no es ir deshojando amapolas. El asunto está
difícil, muy difícil pero siempre hay soluciones para todos los problemas.
Cuando menos te lo esperas se resuelve todo. Sobre todo tengo que tener
paciencia, pero después de un lustro de sequía pienso que ya he tenido bastante”
“Está el alcalde, pero es un hombre
casado y por lo que se ve ama profundamente a su esposa, y eso que a ella le
sobran quilos por todos lados. No he visto cosa más vacuna en mi vida. Aparte
es una mujer desagradable y huele mal.
Son misterios, y en amores no hay que buscar porquéses. Uno se enamora y se
enamora. Pero me da algo de rabia, la verdad, que don Pascual esté con ese animal
de labranza”
“Hace dos días que salimos de fiestas.
Esperaba que hubiesen habido más hombres disponibles pero no ha sido así.
Incluso en las cuevas del vino no había nadie. Es curioso, pero no hace tanto,
estaban llenas de hombres fornidos fabricando el “oro rojo”. Ahora solo quedan
cuatro vejestorios haciendo honor todo el día al dios Baco”
“Muchos días pienso en que tendría que irme
a vivir a la ciudad; allí tendría más oportunidades pero me da algo de miedo.
Aquí tengo a mi tía y aunque es una cascarrabias ella me entiende
perfectamente. Y aquí tengo a mi marido enterrado pero es que de seguir aquí,
mi destino, claramente, será el secamiento. No sé qué hacer. En realidad la vida está difícil en
todos lados y aunque aquí tengo pocas oportunidades, por no decir ningunas, se
vive más tranquilamente y se respira siempre aire limpio y fresco. Bueno, en
realidad, se respira siempre a boñiga pero todo es cuestión de acostumbrarse”
-¡Dame esperanza, dios mío! –exclamó
elevando las tres cejas.
Doña Enriqueta vivía en un pueblo
pequeñito de Cuenca, lejos de la capital. Se llamaba Villar del Infantado y en
sus mejores momentos había sido grande y de fama en toda la comarca por sus gentes,
comerciantes y ganaderos con bonitas y
grandes casas señoriales con olor a montaña y a romero.
Estaba situado en un valle regado por
un pequeño pero precioso riachuelo. Dos cerros, que a ella le resultaban
majestuosos y que parecían gemelos le daban una imagen señorial aunque era
cierto que el señorío había venido a menos. Desde hacía unos años, debido a la
situación tan precaria de toda la zona, su población había disminuido y algunas
casas se las veía ya con aspecto de abandono.
En sus mejores días sus habitantes habían
sido de alta alcurnia con bellas damas y aunque ahora seguían las bellas damas
también las había muy orondas y hombres de pestilencia suma (eso siempre había
existido) más un cura pellejo. Bueno, no exactamente pellejo. Era de mediana
edad, como ella, y no estaba mal físicamente del todo. Bueno… sí que estaba mal
físicamente y olía a sotana vieja y carcomida. Pero claro, era vicario, y a
pesar de tener crucifijo no era de provecho. Aún con todo, ella siempre decía que
desnudos todos eran iguales.
Muchas veces, cuando los deseos
lujuriosos iban en aumento iba a ver a La Trinitaria, una abadesa entrada en
años aunque muy activa. Buscaba consuelo en ella porque sabía que de joven ella
había tenido sus escarceos y se decía por el pueblo que se metió a monja debido
a que estaba muy arrepentida de sus actos impuros.
En una ocasión le preguntó el motivo
del por qué la llamaban La Trinitaria y le contestó: “No quieras saberlo, te
quedarías traumatizada” pero se decía
que era el
apodo que tenía
por sus famosos
tríos. Pero eso eran malas lenguas y sería por otro motivo. Bueno, lo cierto,
es que cada mes se veía ir al convento de la Trinitaria a tres monjes franciscanos pero sería para
llevarles a las pobres monjas comida o cualquier otra necesidad.
Lo que sí era verdad es que se metió al
convento de “Las Castañeras”, que era como se llamaba.
Sus monjas eran famosas por sus
castañas asadas que hacían cada año desde noviembre hasta enero, salvo el 28 de
diciembre porque los mozos del pueblo se las tiraban después a la cabeza.
El convento no estaba muy lejos; estaba
al final de un penacho, a pocos metros de la salida del pueblo, por la parte
norte. No era muy grande y se había construido en los mejores momentos de éste,
cuando era rico y famoso en la región. La Trinitaria era la cuarta monja
superiora que lo dirigía. Todas eran de la orden de las dominicas y la más
joven tenía ochenta y cuatro años. El motivo de su longevidad era un misterio
pero se creía que era porque bebían a diario zumo de castaña.
Se vistió y salió a la calle.
Necesitaba esa brisa fresca que solo por las mañanas había. Era lo que más le
gustaba del pueblo; aquel aire de montaña. Era cierto que a veces olía a
boñiga, bueno, muchas veces, pero lo normal era que no. Bueno sí, tenía que
reconocerlo, siempre olía a cuadra, rara era la vez que el aroma de las flores
impregnaba el ambiente. Pero era muy bonito imaginar el olor a bosque, a lluvia
recién caída… En concreto, su calle, era de las que peor olía. No por la
suciedad de la calle en sí, que jamás la vio limpia, si no porque su calle hacía
“tiro” y todos los olores del pueblo pasaban por ella.
-¡Me cago en todos los muertos de la
gente marrana y puerca! –se lamentó para sí misma doña Enriqueta – ¡Y de paso
me voy a cagar en el dueño de la plasta que acabo de pisar!
No había día en que no pisara alguna. Era
algo a lo que no se podía acostumbrar lo cual hacía que se pusiera de muy mala sombra.
Apretaba los dientes con fuerza e intentaba ni pensar en el ruido que hacía al
pisarlas ni en mirarlas directamente.
Respiró, tosió levemente y echó a andar
calle abajo. Iría caminando despacio
hacia el convento. No tenía prisa. Así disfrutaría del paisaje. Aunque dicho paisaje
era un camino de piedras con unos socavones impresionantes y muchos cardos y ortigas
reconocía que el resto era muy bonito. Había un pequeño bosque detrás, no muy
lejos, el cual le encantaba.
Todavía recordaba el día que se
trasladó al pueblo con su marido. Se fueron a vivir ahí debido a la enfermedad
de él. Le dijeron que tenía que respirar aire de montaña, que eso le sentaría
muy bien a él. Pero al poco de llegar falleció. Ella siempre pensó que su
corazón no resistió tanto compromiso marital.
Él era mulato, mitad español, mitad
africano y era mejor no recordar cuál era su mejor cualidad porque se ponía
enferma. ¡Qué recuerdos! ¡Pobre Ram Alí, dejar éste mundo tan joven! Le echaba
mucho de menos. Lo que si le extrañó fueron las manchas que le salieron a su
marido una semana antes de morir. Si le hubiesen salido por todo el cuerpo pues
habría pensado que era debido a algo que habría comido en mal estado, pero que
le salieran justo ahí… era cuánto menos sospechoso. Una adivinadora del futuro
le dijo, recién fallecido él, que su muerte, y por eso esas manchas, fue debido
al excesitivarum fornicium. Años más tarde se enteró que eso no era ninguna enfermedad,
propiamente dicha.
¡La adivinadora, eso es! Se le acababa
de ocurrir una idea. Iría a ver a ésta mujer
y le pediría
que le dijera su futuro inmediato. Con
suerte conocería a algún hombre bien calzado. Incluso si era un mozo no le
importaba. Su necesidad la superaba.
Giró a la derecha, por la calle de los
Cinco Porteadores o del Calvario, llamada así porque en Semana Santa siempre eran
cinco los porteadores de la cofradía Mayor que sacaban por esa calle a la
Virgen de los Cinco Valores. Porque había que
tener cinco veces valor
para soportar a aquel paso. Ese día solo
salía él de procesión. Recorría la calle desde la media noche del Viernes Santo
hasta justo cuando amanecía. Ida y vuelta. Ida y vuelta. Así todo el tiempo y
el que no asistía era señalado y apedreado al día siguiente. ¡Qué martirio esa
noche! Bueno, en realidad, para el que era creyente eso era como una
penitencia. Era una forma de purgar sus pecados.
Ella había sido muy devota, muy
cristiana, pero desde la muerte de su marido había dejado de creer en Dios y
sobre todo en la Iglesia. Le habían defraudado. Creer en Dios era un problema
personal, cuestión de fe. Lo de creer en la Iglesia era diferente. Era algo que
se podía ver. Y lo que había visto desde la muerte de su marido no le gustaba
nada. Suponía que antes de la muerte de su mulato sería lo mismo pero era desde
entonces que sus creencias habían cambiado.
Huid
del mentiroso sincero
Del
que diga que nunca miente
Porque
como mala simiente
Os
engañará con la verdad primero
Leyó aquel verso de joven, en algún
libro que tenía su padre, y aunque no recordaba el título
sí que se
le quedó grabado aquel cuarteto en la cabeza. Pertenecía a un
soneto que no recordaba bien pero que hacía referencia a la falsedad aparente y
que era totalmente aplicable a la Iglesia y a sus mandatarios. Bueno no solo a
la iglesia, si no a muchas cuestiones de la vida como el amor, por ejemplo.
Conocía demasiadas personas que se casaban sin estar enamoradas. Para ella eso
era una falsedad moral que solo hacía daño a la misma persona y a las demás.
Iba en estos pensamientos cuando a lo
lejos, en el camino, se fijó que había dos hombres que iban en dirección
contraria a la que ella iba. Los había visto en muchas ocasiones. Siempre iban
juntos. Eran porqueros. Iban muy mal vestidos, sucios y con una sonrisa, de
verdadero deseo carnal exactamente igual en los dos. Y exactamente igual eran
sus dientes negros y podridos. Se haría la disimulada y no los miraría a los
ojos, si no estaba perdida, porque ellos lo tomarían como aceptación y capaces
eran de saltarle encima.
Notó el olor hediondo aún faltando
varios metros. Los miraba de soslayo y vio como uno le daba con el codo al otro
y la señalaba a ella. En las otras ocasiones que se habían cruzado o visto
ellos nunca le dijeron nada y esperaba que esta vez fuera igual.
Se equivocó. Cuando llegaron a su
altura se pararon y exclamaron:
-¡Buenas mañanas tenga, potranca!
¿Potranca? ¿Pero qué se pensaban que
era ella? ¡Por Dios, que vulgares que eran! Vulgares y simples. De poder
hacerlo les soltaría una coz a cada uno
en mitad de sus pudencias, a ver si así se les quitaban las ganas de cabalgar.
¡Potranca! ¿Se podía consentir eso? ¡Qué manera de tratar a las mujeres! ¡Y más a ella que era una dama respetuosa!
Le daba mucho coraje que pensaran que era una buscona desesperada. Los hombres
siempre confundían todo.
-Deseamos mi amigo y yo hacerle una
propuesta, ya que sabemos de sus sequeras. No queremos que se ofenda ni
que nos tome por lo que no somos. Solo
deseamos saciar nuestro apetito que nos trae en berrea hace unas semanas y como
sabemos de sus necesidades hemos pensado que, tal vez los dos, podamos poner
remedio.
-¿Qué es lo qué dice? Casi no le
entiendo. Haz como si no hubieses escuchado nada, por lo qué más quieras –pensó
para sí misma horrorizada doña Enriqueta –A lo mejor se creen que son atractivos
y solo hay que mirarlos para devolver. Me dan ganas de soltarles un estufío,
pero mejor no. Sigo mi camino y punto.
-¡Mírala, Mofón, mírala que porte
tiene! Nunca nos ha dirigido la palabra y no lo entiendo. ¡Mírala de nuevo,
mírala como mueve el fleco!
Empezaron a reírse tan fuerte que una
vieja que iba en un carromato paró pensando
que algo grave estaba ocurriendo. Incluso se preparó para la guerra por si acaso eran cuervos.
Los porqueros miraban de arriba abajo a
la viuda dando pequeños chasquidos balanceándose ligeramente sobre la puntas de
los pies.
-¡Usted se lo pierde, señora Enriqueta!
Si se lo piensa díganoslo. Estaremos esperando todo el tiempo que sea necesario
–dijeron mientras no paraban de reír.
Desde luego si quisiera encontrarlos no
sería demasiado difícil. Solo tenía que seguir el rastro de olor que iban
dejando. ¡Y esas barrigas y esas axilas, por Cristo el Vengador! Estaban llenas
de roña y las tenían siempre al aire libre.
Siguió su camino sin hacerles el más
mínimo caso. Estaba mareada. La gente así, sin modales, la ponía muy nerviosa.
Eso y un temblor labial que de vez en cuando le entraba.
Aprovecha las ocasiones
Vive en risas y no en llantos
Danza con todos los sones
En derechas, en izquierdas y en cantos
Que la vida solo es futuro
Y el presente es pasado
Que el amor no existe pero regálalo seguro
Que el tiempo tiene que ser
aprovechado
Con estos versos se presentó su marido
el día que se conocieron. Era muy poeta. A veces cantaba. Le “cantaba” lo que
tanto echaba de menos ahora. Reconocía que aunque fuera su marido era más bien
guarro pero él decía que así tenía que ser un verdadero macho. Ella no estaba
de acuerdo ya que un hombre limpio y educado era lo mejor. Lo otro simplemente
era una porquería, aunque claro, como todos eran iguales no había donde elegir.
O lo aceptaba o se metía a monja; no había más. Y estaba claro que ella no
sentía devoción por Dios como para entregarle su vida así tan estúpidamente.
Aunque respetaba a quien decidiera hacerlo.
La
casa de la adivinadora estaba a dos leguas, en un pequeño bosquecillo, en la dirección del convento. A mitad de
camino había que coger un sendero y seguirlo. Al final de éste estaba la casa.
Nunca había estado en ella. No creía en esas cosas ya que le parecía que todo
era superchería y una gran tomadura de pelo, pero les tenía cierto temor. Puede
que en el fondo hubiera algo de cierto en las adivinaciones. Su abuela creía
mucho en hechiceros, brujas, adivinadoras, echadoras de cartas y sanadores. Antes
de morir exclamó: -¡Tenía razón la hechicera cuando hace cincuenta años me dijo
que cuando menos me lo esperase me visitaría La Muerte! –dijo éstas palabras,
le temblaron las piernas y falleció.
En el pueblo se decía que había que
llevar cuidado con ella. Que no le gustaba que fueran a reírse porque si
no, te echaba mal de ojo y estaba ya uno sentenciado para los
restos. No pensaba reírse, ni muchísimo menos, a pesar de no creer en éstos
saca dineros les tenía mucho respeto. Por si acaso.
Después de ver a la adivinadora iría al
convento para hablar con La Trinitaria. A pesar de sus respuestas, a veces
hirientes, le consolaba hablar con ella. No sabía si porque era monja o por la
forma de decir las cosas. Esperaba encontrarla, ya que casi nunca se hallaba
ahí. El dónde iba era todo un misterio. A veces se la veía los días de mercado.
Siempre conseguía que el dueño de algún puesto le regalara algo. Nunca iba
acompañada y muchas veces si se encontraba con su tía Candelaria, de edad
parecida, se entretenían en platicar un buen rato aunque no lo hacían muy
amigablemente, todo lo contrario.
La mañana había mejorado. Ahora hacía
un sol resplandeciente y ya no estaba tan fresca. Le encantaba el mes de mayo.
Creía que era el mejor mes de todo el año. Los días tenían un color diferente y
brillaban de una manera especial.
Si todo fuera así sería de ensueño pero
desgraciadamente las gentes estropeaban todo encanto. Ella admiraba a La
Naturaleza; le parecía misteriosa y a la vez sin muchos secretos. Solo ofrecía
vida, porque ella pensaba que la muerte y la vida eran lo mismo, solo que
ocurrían en momentos diferentes. De saberla disfrutar, la vida era maravillosa.
Al cabo de un agradable paseo divisó la
casa de la adivinadora. Su corazón le empezó a latir con cierta fuerza. Todavía
no sabía si darse media vuelta y dejarse de tonterías pero no quería
arrepentirse de ir a verla. Finalmente se decidió a hacerlo; no perdía nada con
intentarlo.
Antes de tocar a la puerta se acordó
nuevamente de su medio mulato. ¿Por qué se
tuvo que ir de ésta vida de forma tan temprana? Otros, como el
rey, estaban vivitos y coleando. Bueno lo de vivito era relativo. Decían que
estaba muy enfermo y a punto de expirar. No le producía pena. Y menos éste, al
que llamaban Felón. Y lo de coleando sí que era cierto, porque menuda tranca
decían que se gastaba el Príapo. ¡De por lo menos un jeme y medio!
Suspiró profundamente, y tocó a la puerta.
Ésta se abrió chirriando. ¡Cómo no! Estaba todo oscuro y el olor era…No sabía
muy bien cómo explicar aquel olor. Era…era… Bueno, si respiraba de nuevo estaba
segura de que fallecería allí mismo. Así
es que aguantó la respiración todo lo que pudo. Miró nuevamente y no vio a nada
ni a nadie.
Se mareó ligeramente pero se sobrepuso.
Respiró, una pequeña bocanada, y volvió
a mirar otra vez, esperando encontrar a la hechicera, adivinadora o quien
carajo fuera. Volvió
a inspirar muy despacio,
muy poco a poco, así el efecto nocivo del ambiente no sería tan peligroso.
De repente sintió una voz al fondo de
lo que creía era el salón. La sangre se le heló y sintió como le empezaron a
temblar los codos.
-Próxima entrega: El acertijo.
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